Héctor Schamis 22 NOV 2014
Ni el chavismo ni Podemos
llegaron de Marte, son producto de profundas crisis democráticas
El rápido ascenso de Podemos ha generado
un intenso debate, plagado además de predicciones sobre el futuro. Las últimas
mediciones reportan que lidera en intención de voto, con lo cual algunos
vaticinan la crisis terminal del sistema de partidos español. Otros se alarman
por lo que ven como la irrupción de un populismo de estilo latinoamericano en
la mismísima Unión Europea. Temen una suerte de 17 de octubre, solo que en la
Puerta del Sol en lugar de la Plaza de Mayo.
El debate ha reverberado fuertemente al
otro lado del Atlántico, desde luego, sobre todo en Venezuela y su área de
influencia. Por una parte porque la cúpula de Podemos ha estado en la región y
ha manifestado su simpatía con el socialismo del siglo XXI, la revolución
ciudadana y otros formas parecidas. Las palabras aprehensivas que se escuchan
en América Latina obedecen a que Podemos habría recibido apoyo del chavismo,
aparentemente en recursos humanos y materiales.
Si ello es así, es inevitable, pues hace
tiempo que vivimos en un planeta electoral “de distrito único”. Todos elegimos,
vayamos a votar o no, y todos somos parte de una campaña política u otra. Lo
hacen las ONGs, la Internacional Socialista, la democristiana, el capital
financiero y, trágicamente, también las redes terroristas. Siendo el caso, la
colaboración de los bolivarianos con Podemos no debe estigmatizarse más de lo
necesario. Lo que sí tiene importancia es que es una buena oportunidad para
reflexionar en paralelo sobre los procesos históricos que les abrieron la
puerta a ambas fuerzas políticas. Ni el chavismo ni Podemos llegaron de Marte.
La democracia venezolana—caso a imitar
al comenzar las transiciones de los setenta y ochenta—se construyó sobre un
pacto político, el Punto Fijo. Un arreglo entre las elites de AD y COPEI, los
partidos dominantes, el pacto sirvió para moderar el conflicto y hacer la
democracia posible. También era de representatividad limitada, sin embargo.
Excluía a otros partidos y a vastos sectores de la sociedad, los más pobres,
pero mientras el petróleo pagara las cuentas, el puntofijismo podría continuar.
El problema fue cuando, justamente en
los ochenta, el precio del petróleo comenzó a caer. La austeridad puso de
manifiesto las limitaciones del arreglo: partidocracia y no democracia, se
escuchó con frecuencia. Le siguió la crisis de la deuda, precipitando el ajuste
económico, que a su vez puso en descubierto el carácter corrupto del pacto:
solo los muy selectos tenían acceso a sus rentas. El Caracazo fue el hito que
presagió el final. El Punto Fijo se desarmó y los partidos tradicionales
perdieron toda credibilidad. Chávez llegó para ocupar ese espacio vacío, por
medio del golpe o del voto, el método ya carecía de importancia. El chavismo
tal vez haya asesinado a la democracia venezolana, pero debe reconocerse que la
encontró agonizando y con el certificado de defunción escrito. Solo le faltaba
la firma y el sello oficial.
La democracia española también se
construyó sobre una serie de pactos, los de Moncloa. Ejemplo a imitar, fue un
manual para sociedades en transición. Con la ingeniería institucional de Adolfo
Suárez, los pactos impulsaron una serie de reformas políticas cruciales: la
legalización de los sindicatos independientes, la ley y el calendario
electoral, la legalización del Partido Comunista, la disolución del Movimiento
y la Constitución de 1978.
La España de la transición no fue una
época de bonanza económica, los pactos fueron más allá de un simple arreglo
entre elites políticas. Abordaron los problemas de la inflación, el desempleo,
la seguridad social y la tributación entonces regresiva. Las negociaciones
incluyeron políticas de ingresos, y con ello legitimaron e institucionalizaron
la discusión sobre la desigualdad. El pacto también fue social.
El resto de la historia es conocida, una
España estable, democrática, próspera y finalmente europea. Excepto que la
prosperidad de los noventa estuvo basada en el boom de bienes raíces. Efecto
riqueza, burbujas y otros conceptos, son periodos de expansión económica
basados en el sobreendeudamiento, una prosperidad efímera. Cuando esas burbujas
revientan, como sucedió en 2008, la crisis del sistema bancario es ineludible.
El valor de los activos es menor a la cartera de deuda, las hipotecas impagas
se multiplican y, aún más trágico, la cara de la desigualdad creciente es la de
los ancianos desahuciados de sus hogares. Agréguese a esto el desempleo de los
jóvenes—los indignados—la corrupción en aumento—más indignación—y el
nacionalismo catalán—la repentina fragilidad del mismísimo concepto de Estado
español.
Marco propicio para el surgimiento de
una fuerza anti-sistema, el libreto dice que entra Podemos a escena. Por cierto
que ello no es exclusividad de España en la Europa de hoy. Los desafíos de los
nacionalismos y la caída de la participación electoral son frecuentes en el
resto del continente. La fragmentación del sistema de partidos también lo es,
sea la amenaza desde la extrema derecha—como en Francia—desde la extrema
izquierda—como en Grecia—o desde el extremo anti europeísmo—como en el Reino
Unido. Pero en España, además, es como si nadie se acordara ni de la letra ni
el espíritu de los Pactos de Moncloa, ni de recrear y renovar el régimen de
1978.
Debe reconocerse que este contexto le da
sentido al mensaje anti-sistema de Podemos. Su extrema debilidad, sin embargo,
reside en que no hay manera de conciliarlo con los fundamentos del
constitucionalismo democrático. De hecho, el discurso del empoderamiento de la
ciudadanía y la democracia directa ya le está dando paso a una estructura
vertical, con el poder en manos del Secretario General y débiles mecanismos de
control. Pronto tal vez estén hablando de la vieja y remanida noción de
“centralismo democrático”, para invocar un eufemismo de la antigüedad.
Podemos también cree que el liberalismo
republicano es contradictorio con la reducción de la desigualdad, una falacia
lógica y empírica, en tanto las sociedades más equitativas del planeta son
aquellas que también exhiben los índices más altos de libertad individual. Ese
anti-liberalismo asimismo se revela en la ambigua respuesta de Iglesias sobre
el caso de Leopoldo López. Habría que hacerle entender a Iglesias que si
Rajoy—un Presidente de derechas—gobernara como lo hace Maduro, él mismo estaría
en la cárcel sin causa probada, sin sentencia y sin régimen de visitas. Por eso
la democracia no es sobre ideología sino sobre instituciones y reglas de
procedimiento.
Es el estalinismo de Podemos,
precisamente, lo que debe debatirse, en lugar de agitar los fantasmas del
populismo y el chavismo. Lo peor que puede hacer la sociedad política española
es demonizar a Podemos, así como la oposición venezolana ha demonizado al
chavismo por casi dos décadas. El último paralelo entre Venezuela y España es
que la demonización del otro suele ser una excusa para no reconocer las
responsabilidades propias en la crisis política precedente. La democracia
siempre requiere de otro tipo de debate.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico