Horacio Blanco 23 de mayo de 2020
@horaciodesorden
Periodista,
escritora, chef y madre de tres, esta gran venezolana y su esposo mi pana Juan
Sará decidieron mudarse de Caracas a Paria y de ahí a Kuala Lumpur. Con sazones
multimestizas y mucho de nuestro cacao enamoraron paladares en aquella esquina
del mundo. Hoy pasan el confinamiento en Australia. No hay día que no sueñen
con regresar
Me hice amigo de Tamara Rodríguez y de Juan en la
segunda mitad de los noventa cuando regían la Posada Las Tres Carabelas en San
Juan de las Galdonas. Habitado por quizá menos de mil personas, ese es el
último recóndito costanero al que se le puede llegar por tierra en ese paraíso llamado
Paria, el rincón más nororiental de Venezuela y de toda Suramérica.
Con ellos y con Clemente “Botuto” tuve la fortuna de
navegar esos paisajes. Vi incrédulo las cascadas de purísima agua dulce que van
de la montaña directo al mar. Me zambullí en los más psicodélicos jardines
subacuáticos de la Ensenada de San Francisco. Aluciné en el Promontorio, plena
Boca de Dragón, al ladito de Trinidad, donde se encuentran sin mezclarse el
cobáltico Atlántico, el verde Caribe y las terrosas aguas deltanas.
Ay, Paria. Con sus atardeceres de fuego y sus noches
de vía láctea y sus amaneceres de monos aulladores. Con su todo, sus mil
excesos, superabundante, selvática, salvaje, tan azul, tan ciclópea, tan
orgiástica. Sí, en esa Paria profunda yo conté mi historia de genuino realismo
mágico. También fue allá donde por obra y gracia de estos auténticos máster
chefs comí fresquísimo, epicúreo, saturnianamente delicioso.
¿Cómo fue que dos periodistas exitosos – una
corresponsal de AFP y colaboradora de El Diario de Caracas y el otro reportero
y ancla de La Noticia en Venezolana de Televisión – con toda una vida
profesional por delante, con los carricitos chiquitos, fueron a parar en un
lugar que ni Plaza Bolívar tiene porque en su única plaza la única estatua es
de Antonio José de Sucre?
“Conocí San Juan [de las Galdonas] a mis 40. No me
podía creer un lugar tan hermoso”, afirma mi interlocutora. “La Península de Paria
lo deja a uno sin aliento. Esa selva que cae en el mar. El cacao. La gente. Ahí
me vino el vértigo de imaginar el resto de mi vida tecleando frente a la misma
computadora. Paria me cambió por completo la vida.”
Fluye solita la conversa con Tamara, Premio Armando
Scannone 2010 otorgado por la Academia Venezolana de Gastronomía. Si a veces se
me perdía un poco el hilo era solo porque iba encontrando otros. Con ellos me
di la licencia de tejer anécdotas, recuerdos y sentimientos bonitos. Acá una
entrevista que al final quedó para chuparse los dedos.
Cuéntame de tus raíces
—Mi padre emigró a Venezuela en el 48. Trabajaba como
vendedor de seguros en Trujillo, y ahí conoció a mi mamá. Dieron el uno con el
otro gracias a esas cartas sentimentales que entonces se publicaban en el
periódico. Ambos venían del mismo pueblito de Nicaragua y mira qué cosa que se
encontraron fue ahí.
Pero tu vínculo fundamental es con Venezuela, al punto
que eres embajadora gastronómica del país
—Es porque soy la primera venezolana de mi familia,
porque miraba atrás y no tenía más nadie con mi sangre.
¿Cómo llegaron las letras a ti?
—Primero estudié Traducción Simultánea en la
[Universidad] Simón Bolívar. Luego me fui a la Universidad Central, a la
Escuela de Comunicación Social. Coincidió con los años que me hice mamá y tenía
los chamos pequeños. Con todo y eso fui periodista activa por más de 20
años.
Compárteme algún recuerdo de tus años en la profesión
—Hacía yo una pasantía para El Diario de Caracas. Era
el año 89 y me tocó reseñar la muerte de Pedro Estrada en París. Pasé esos
momentos con quien era su esposa, Doña Alicia Parés Urdaneta de Estrada. Una
mujer fascinante. De compartir esa noche con ella me vino una visión
ambivalente del hombre fuerte de la Seguridad Nacional. Haber estado ahí fue
importante para entender que las noticias tienen muchísimas aristas y que
debemos ser siempre muy cuidadosos y exhaustivos en las investigaciones. Lo que
uno escribe puede construir cosas maravillosas, pero también puede destruir. Lo
que uno escribe, escrito queda.
Ustedes instaladísimos en Paria y continuaban
ejerciendo…
—Sí. Te cuento que antes de todo esto Juan y yo
hacíamos un programa sobre gerencia que se llamaba “Esto se mueve”, en [la
emisora] Jazz 95.5 FM en Caracas, y un día una amiga nos regaló una revista que
traía un trabajo sobre las emisoras clandestinas argentinas durante los años de
la dictadura. Ocurrió que en el 99 el narcotráfico nos botó de San Juan de las
Galdonas y nos fuimos a Río Caribe, y yo soñaba y soñaba con tener una emisora
pirata, navegando por las costas de Paria. Estábamos recién llegaditos a Río
Caribe y en esos años PDVSA estaba buscando proyectos sociales. En una asamblea
preguntaron si alguien tenía alguno y yo levanté la mano. Con financiamiento de
la Embajada de Alemania y de la Embajada de Francia armamos nuestra emisora, un
bonito proyecto que no duró mucho tiempo.
¿Fue ese el momento en que abrieron su primer
restorán?
—Montamos la estación y junto con ella un cyber café
que se llamaba Pariana Café. Resultó que Pariana no caminó como cyber porque
los teléfonos no andaban y porque la conexión era pésima, pero sí funcionó como
restorán. Ahí comenzamos a desarrollar la cocina dulce y salada usando cacao y
chocolate de Paria.
¿Qué tal fluyó ese cambio de ramo?
—Se puede ir cambiando de oficio en la vida, pero la
verdad es que todos los oficios se van quedando. Uno termina siendo la suma de
todo lo que alguna vez hizo.
¡Y Paria, entonces, se instaló en tu cocina!
—Yo me convertí en una pariana. Ahí viví 20 años. Lo
que yo sabía de cocina francesa se llenó de esa gente, de esa tierra, de ese
mar. Comencé comprándole a productores locales. Luego conocí a Rosa Bosch,
mujer fantástica y patuaparlante que es patrimonio cultural de Güiria y de toda
Paria, coautora del libro «100 y más recetas de la tradicional cocina Güireña».
Y por supuesto tuve la inmensa suerte de toparme con el cacao.
¿Qué tal fue hacerte de un nombre en la alta cocina
venezolana?
—Recuerdo cuando hacíamos junto a Vinos Pomar y
Valentina Quintero una experiencia culinaria llamada “Una vuelta por
Venezuela”. Se repitió varias veces, una o dos veces al año. Lo llevábamos a
Caracas, Valencia, Barquisimeto y Maracaibo. Una vez usamos por temática los
Parques Nacionales. Ese trabajo me gustó muchísimo, fue de las cosas más
bonitas. Trabajábamos con las escuelas [de cocina] locales. Ahí descubrí que a
los cocineros venezolanos se les da una muy, muy completa formación.
También llevaste tu cocina de autora fuera
del país
—Me llegó una invitación de la Embajada [de Venezuela]
en Kuala Lumpur, Malasia, para cocinar en La Semana de Venezuela. A esos
festivales llevaban cocineros y músicos. Por allá estuvo por ejemplo Aquiles
Báez. Antes de mí fueron otros grandes [de la cocina nacional] como Édgar Leal,
Enrique Limardo y Federico Tischler. A raíz de esa incursión los hoteles donde
había cocinado me empezaron a llamar. Y así comencé a darle la vuelta al
sureste asiático: Indonesia, Tailandia, Bali, Vietnam…
¿Con qué los sorprendías?
—Yo me llevaba cacao pariano, kumache y bachacos del
Amazonas, también hormiguitas limón bien congeladas, chocolates de los
Franceschi. Aunque muchos son países musulmanes, yo ofrecía ron venezolano y
los latinoamericanos presentes morían.
¿Qué tal la experiencia con los chefs locales?
—Se usan muchos productos similares a los de
Venezuela. Hay yuca, ocumo. En Asia se cocina mucho envolviendo los alimentos
en hojas de plátano, ¡son tantos los platos y técnicas que nos hermanan! Los
cocineros [de allá] me decían same thing but different. Muchas
veces uno llega a otro lugar a ver las diferencias y no las similitudes. Si uno
enfoca la mirada en las similitudes se hacen conexiones más frescas y
productivas con esos espacios nuevos, y uno se va abriendo caminos más seguros,
productivos y amorosos.
¿Cómo fue Casa Latina & Cacao Lab, en la
cosmopolita Kuala Lumpur?
—Me fui a Malasia en 2016. Juan se fue un poco
después. Nos ofrecieron [manejar] Casa Latina y mi única condición era que
junto al restorán abriéramos un laboratorio de cacao. En Malasia como en
Venezuela hace años el cultivo de cacao se vino abajo, solo que en el sureste
asiático fue a consecuencia del auge de la palma aceitera. Sin embargo, muchos
jóvenes malayos están retomando el quehacer chocolatero: de la semilla a la
tableta. Nosotros importábamos esas fantásticas semillas de cacao de Venezuela
y así conocimos unos cuantos productores locales. ¿La comida? Latinoamérica
tiene dos ingredientes que están presentes en todas nuestras culturas
culinarias: todos tenemos un plato con maíz y en todas partes se siembra cacao,
y donde no al menos se produce buen chocolate. A partir de ahí creamos platos
para una clientela multicultural que era malaya, china, india y latina.
¿Cómo era ese menú?
—Allá tan lejos los latinoamericanos terminábamos
siendo familia afectiva los unos de los otros. Nuestra gastronomía tuvo
ese sentido de comunidad. Aprendí muchísimo de cocina peruana,
ecuatoriana, mexicana. Tuvimos cocineros venezolanos invitados. Hacíamos
arepitas negras pintadas con carbón y otras rojas con remolacha, veganas, como
plato degustación. Ofrecíamos un mix de empanadas donde estaban las nuestras de
maíz, las ecuatorianas de harina de plátano rellena de camarones, carimañolas
colombianas, salteñas de Bolivia y las argentinas y chilenas. Claro que estaban
los cebiches en sus variantes peruana, ecuatoriana, mexicana. De México también
hacíamos tacos, burritos. El rico chupe estilo caraqueño. Siempre teníamos al
menos un plato hecho con chocolate. ¿Los picantes? Los poníamos aparte. Fuimos también
un poco más allá. Trabajamos con músicos en noches conceptuales. Hicimos una
cena temática de las telenovelas venezolanas ¡que todo el mundo conoce en
Malasia! Llegamos incluso a desarrollar un programa de entrenamiento con
mujeres rohinyás, refugiadas de Myanmar: les enseñamos a hacer dulce de
lechosa.
Cuéntame del plato venezolano más exitoso por aquellos
lares
—El Pastel de Chucho, por supuesto. Luego las
arepitas. Y los tequeños.
¿Por qué se fueron de Malasia?
—Las normas para la obtención de la visa malaya
cambiaron en el último año. Se hizo súper costoso. Para renovarla la última vez
tuvimos que salir cuatro veces del país. Empezamos a sacar la cuenta y resulta
que estábamos trabajando como unos condenados casi exclusivamente para
pagarlas. En los restoranes es duro recuperar todo el trabajo y la inversión.
Si no eres masivo y trabajas con productos de calidad el
retorno es pequeño. Lo cierto es que se nos esfumaba la capacidad de ahorro
para la vejez, de ayudar a nuestros familiares en Venezuela, y no es que
estábamos viviendo como reyes. Esas realidades duras son la verdadera historia
de los migrantes. Decidimos venirnos un tiempo a casa de mi hijo Rodrigo y su
familia en Australia, y menos mal porque con lo del Coronavirus no hubiésemos
podido aguantar con las puertas cerradas. Nos salvó la campana.
¿Cómo ves a Venezuela desde la distancia?
—Rodrigo mi hijo mayor es biólogo y está en Australia.
Mi hijo Andrés que es periodista está en España trabajando de cocinero. Mi hija
Fernanda también está en España. ¿Qué somos? Somos lo que esta desgracia de
gobierno ha hecho con los venezolanos; un pocotón de itinerantes, de gitanos,
de familias atomizadas tratando de mantener el afecto, siguiéndonos la
trayectoria con Skype, Instagram y no sé cuánta vaina más. No me atrevo a decir
que soy una migrante. No sé ni qué soy. Hasta el 2016 yo escribía de todas mis
aventuras por el mundo. Cuando descubrí que ni emocionalmente ni
intelectualmente era más una viajera, en ese momento dejé de escribir. En
Venezuela tengo mi empresa chocolatera, en Río Caribe tengo mi casa, mi
hermana. Espero poder regresar. Espero volver a escribir.
Tomado de: https://eldiario.com/2020/05/22/de-como-tamara-y-su-pastel-de-chucho-conquistaron-el-sureste-asiatico/
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