Por Fernando Mires
Desde que comenzaron
los “tiempos modernos” hay una relación estrecha e intensa entre historia y
política. Mientras la historia es configurada a partir de acontecimientos que
son políticos o tienen incidencia política (en la polis) la política es
historia viviente, librada a una endemoniada dinámica, imprevisible y
contingente.
Vista así, toda
historia política puede ser señalizada con marcas que dan forma a los llamados
periodos los que transcritos en un libro conforman capítulos: espacios
temporales que dan cuenta de un comienzo y de un final, no de la historia
sino en una historia.
Preámbulo necesario
para quienes venimos siguiendo el acontecer venezolano bajo el régimen de
Maduro. Pues con el llamado Macutazo de mayo, todas las luces enfocan hacia el
fin de ese periodo (o sub-periodo) iniciado el 23 de enero del 2019 con la
juramentación de Juan Guaidó. “Macuto es la playa en la que vinieron a
desembocar los sueños de los que acompañamos en enero el surgimiento de la
esperanza” (Adriana Morán, online).
El Macutazo, así entendido, no fue un accidente o una simple “chapuza”. Fue la
continuación de una falsa línea emprendida durante el periodo de Juan Guaidó.
Los capítulos de un
libro de historia no son compartimentos estancos. El «capítulo Guaidó» (lo
vamos a llamar así) nació en un campo labrado por la propia oposición la que,
incapaz de levantar una candidatura después de Santo Domingo, prefirió inmolar
a su máxima organización (la MUD), ceder paso a un Frente Amplio que pasó sin
pena ni gloria, renunciar a la vía electoral –la única que conocía– y abrir el
camino para que Maduro se hiciera del poder, sin otro obstáculo que la
simbólica candidatura de Falcón.
Hechos que tal vez
obliguen a los políticos a “pasar la página” cada vez que haya que comenzar de
nuevo, aún a riesgo de convertirse en amnésicos. No así para quienes escribimos
las crónicas de esa historia que nadie sabe cuando y como terminará.
Y bien, sobre ese
espacio límbico, sobre esa política de la nada, sobre la más grande y radical
desesperanza, “nació” Guaidó y su simbólica presidencia reconocida también de
modo simbólico por cincuenta países, no porque estuvieran de acuerdo con su
estrategia (que no conocían), sino por oposición a Maduro, emblema
internacional de todo lo que las democracias occidentales rechazan en sus
propias naciones.
Sin embargo, con Guaidó
llegó la triada, conocida como “el mantra”: fin de la usurpación – gobierno de
transición – elecciones. Vanos fueron los esfuerzos de los más lúcidos
pensadores venezolanos insistiendo hasta el cansancio en que poner en primer
lugar “el fin de la usurpación” implicaba un llamado insurreccional que solo
podía consumarse mediante una fuerza armada de la que no se disponía o por un
ejército invasor que no existía.
Que siguiendo a esa
abstrusa línea, la oposición abandonara el territorio constitucional –precisamente
aquel donde el régimen se mueve con mayores dificultades– no importó demasiado
a Guaidó y a los suyos. Más bien sucedió lo contrario: pronto aparecerían en su
ficticia presidencia todos los rasgos del extremismo endógeno.
Primero, la farsa del
23 de febrero donde intentó una rebelión militar utilizando de modo burdo el
pretexto de la ayuda humanitaria. Después vino el 30-A con “el golpecito” de la
autopista, donde Guaidó no trepidó en convocar a las masas para que sirvieran
como carne de cañón a la aberrante aventura dirigida por el “salidista”
Leopoldo López. Finalmente, la por unos llamada “chapuza” y por otros “macutazo
de mayo”. La gota que colmaría el vaso.
Uno de los primeros en
desmarcarse del “macutazo” fue Enrique Márquez de UNT: “Me uno a las muy
sensatas voces que rechazan las mercenarias actuaciones de estos últimos días.
No apoyo sicariatos ni asaltos con escusas políticas. Eso no es política, es
crimen. Los detalles del contrato criminal dan asco. En esto no puede haber
medias tintas» (Twitter, 08.05)
Según el escritor
Alberto Barrera Tyzska: “La “Operación Gedeón se inscribe en la línea de las
acciones que ha promovido en los últimos tiempos Leopoldo López. Y es de nuevo
un fracaso. Otra gran chapuza. Es un atentado en contra de la institucionalidad
que legitima la oposición y que la vincula con la comunidad internacional.
Dinamita la confianza
internacional y distribuye aún más la desesperanza. Es una aventura que nos
lleva a la peor de las playas posibles, al lugar donde los civiles ya no
tenemos ningún poder. El grado cero de la política” (online).
A su vez, el
historiador Elías Pino Iturrieta afirmó: “Azar sin plataforma, trato de
piratas, el bochorno de Macuto y Chuao obliga al liderazgo de la oposición a
una mudanza de dirección” (online).
Son opiniones que sin
duda reflejan un sentimiento cada vez más perceptible dentro de la oposición
establecida.
Guaidó debe renunciar a
su liderazgo, afirman muchos en las redes. Y, efectivamente, les asiste razón:
un líder del que jamás se escuchó una directriz racional, que solo elabora
frases épicas en el peor estilo de la señora María Corina, que ha sumado
errores sobre errores, que no ha vacilado en presentarse públicamente como
portavoz de una potencia extranjera que lo utiliza con fines electorales, en
fin, un líder liderado por otros liderazgos, no puede ser el representante de
la oposición democrática de ningún país.
Si Guaidó continúa al
frente de la oposición, deberá pagar un alto precio. De acuerdo con Jean
Maninat: “Lo peor que le puede pasar a un dirigente político es que lo traten
con la condescendencia del “peor es nada, es lo que tenemos y hay que
protegerlo” (online).
Visto así, Guaidó podría ser, en el mejor de los casos, un símbolo abstracto de
la oposición. Un líder, si alguna vez lo fue, ya no lo es. Le falta todo para
serlo
No obstante, el
problema no es tan simple. O dicho así: el problema no comienza ni termina
en Guaidó. Como escribiera el siempre cauto Simón García: “Es natural cuidar a
los líderes pero el primer deber de ellos es proteger a la política” (online)
De ahí que el problema mayúsculo no sea Guaidó sino la política que hasta ahora
no ha representado Guaidó. Problema que a la vez puede ser sintetizado en una
pregunta, tal como la formulara Rafael G. Curvelo: «¿Cómo lograr reconstruir a
la oposición para que sea una opción fuerte ante el madurismo?” (online)
Reconstruir. Eso supone
que la oposición está destruida o mal construida. En estos momentos, todo
apuntaría a lo segundo. La oposición está mal construida pues, al parecer, no
hay una correspondencia entre una dirección que eligió la vía del “épico
fracaso” (Mibelis Acevedo, online ) y
un centro democrático hegemónico hasta el 2015. De lo que se trataría entonces
es de llevar a cabo un relevo hegemónico.
Para seguir hablando
con datas, mientras López/Guaidó han hecho retroceder a la
oposición a los años 2002 y 2005, el centro deberá llevarla al momento anterior
en que se produjo la usurpación extremista, al 2015, con la conquista de la AN.
Para que esto se produzca, será necesario desatar una lucha interna destinada a
reconquistar la línea democrática, electoral, pacífica y sobre todo,
constitucional.
¿Adoptar una vía
constitucional frente a un régimen que se sienta en la Constitución todos los
días? Preguntarán algunos. Efectivamente: adoptar una línea constitucional ante
un gobierno constitucional es lo más normal del mundo. Pero levantar una
línea constitucional frente a un gobierno que no respeta a la Constitución es
un acto subversivo.
No la imposible
insurrección anticonstitucional levantada por López/Guaidó, la que ha terminado
por fortalecer al gobierno de Maduro, sino la que se deduce de una ley que es
de todos y por eso mismo no es de nadie.
Así lo hicieron los
movimientos que pusieron fin al comunismo en Europa del Este. Así lo hizo
Gandhi en India y Mandela en Sudáfrica. Así lo hicieron los chilenos del plebiscito
de 1989. Así lo están haciendo los turcos frente a Erdogan. Así lo hicieron,
hace muy poco tiempo, los bolivianos que terminaron expulsando a Evo al
confrontar al ejército evista con su propia Constitución.
Naturalmente, la
reconquista de la hegemonía constitucional no la logrará la oposición
democrática de modo fácil. La lucha interna está programada. Pues no es
una lucha de opiniones la que está en juego sino dos concepciones diferentes de
la política: una que no concibe apartarse de la ciudadanía, que brega por la
mayoría y que busca regirse por la vía constitucional y pacífica. Otra que hace
de la política el escenario de gestas, que privilegia la conspiración y la
acción violenta por sobre las vías pacíficas y constitucionales y que, no por
último, rinde culto a “los hombres fuertes”.
La unidad por la unidad
no es política. Cuando más es un remedo de unidad.La unidad política pasa por
el esclarecimiento de las diferencias y en muchos casos por rupturas
inevitables.
Pues quien quiera una
política sin rupturas deberá buscarla en el cielo. En esta tierra no hay
ninguna.
19-05-20
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