Francisco Fernández-Carvajal 26 de mayo de 2020
@hablarcondios
— El Espíritu Santo proporciona al alma la
fortaleza necesaria para vencer los obstáculos y practicar las virtudes.
— El Señor espera de nosotros el heroísmo en lo
pequeño, en el cumplimiento diario de los propios deberes.
— Fortaleza en nuestra vida ordinaria. Medios
para facilitar la acción de este don.
I. La
historia del pueblo de Israel manifiesta la continua protección de Dios. La
misión de quienes habrían de guiarlo y protegerlo hasta llegar a la Tierra
Prometida superaba con mucho sus fuerzas y sus posibilidades. Cuando Moisés le
expone al Señor su incapacidad para presentarse ante el Faraón y liberar de
Egipto a los israelitas, el Señor le dice: Yo estaré contigo1.
Este mismo auxilio divino se garantiza a los Profetas y a todos aquellos que
reciben especiales encargos. En los cánticos de acción de gracias reconocen
siempre que solo por la fortaleza que han recibido de lo Alto han podido llevar
a cabo su tarea. Los salmos no cesan de exaltar la fuerza protectora de Dios:
Yahvé es la Roca de Israel, su fortaleza y su seguridad.
El
Señor promete a los Apóstoles –columnas de la Iglesia– que serán
revestidos por el Espíritu Santo de la fuerza de lo alto2.
El Paráclito mismo asistirá a la Iglesia y a cada uno de sus miembros hasta el
fin de los siglos. La virtud sobrenatural de la fortaleza, la ayuda específica
de Dios, es imprescindible al cristiano para luchar y vencer contra los
obstáculos que cada día se le presentan en su pelea interior por amar cada día
más al Señor y cumplir sus deberes. Y esta virtud es perfeccionada por el
don de fortaleza, que hace prontos y fáciles los actos correspondientes.
En la
medida en que vamos purificando nuestras almas y somos dóciles a la acción de
la gracia, cada uno puede decir, como San Pablo: todo lo puedo en Aquel
que me conforta3.
Bajo la acción del Espíritu Santo, el cristiano se siente capaz de las acciones
más difíciles y de soportar las pruebas más duras por amor a Dios. El alma,
movida por este don, no pone la confianza en sus propios esfuerzos, pues nadie
mejor que ella, si es humilde, tiene conciencia de su propia endeblez y de su
incapacidad para llevar a cabo la tarea de su santificación y la misión que el
Señor le encarga en esta vida; pero oye, de modo particular en los momentos más
difíciles, que el Señor le dice: Yo estaré contigo. Entonces se
atreve a decir: si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?
(...). ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿Acaso la tribulación, o la
angustia, o el hambre, o la desnudez, o el riesgo, o la persecución, o el
cuchillo? (...). Pero en medio de todas estas cosas triunfamos por virtud de
Aquel que nos amó. Por lo que estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni
ángeles, ni principados, ni virtudes, ni lo presente, ni lo venidero, ni la
fuerza, ni lo que hay de más alto, ni de más profundo, ni otra ninguna
criatura, podrá jamás separarnos del amor de Dios, que se funda en Jesucristo
Nuestro Señor4.
Es este un grito de fortaleza y de optimismo que se apoya en Dios.
Si
dejamos que el Paráclito tome posesión de nuestra vida, nuestra seguridad no
tendrá límites. Comprendemos entonces de una manera más profunda que el Señor
escoge lo débil, lo que a los ojos del mundo no tiene nobleza ni poder
(...), para que nadie pueda gloriarse ante Dios5,
y que no pide a sus hijos más que la buena voluntad de poner todo lo que está
de su parte, para llevar Él a cabo maravillas de gracia y de misericordia. Nada
parece entonces demasiado difícil, porque todo lo esperamos de Dios, y no
ponemos la confianza de modo absoluto en ninguno de los medios humanos que
habremos de utilizar, sino en la gracia del Señor. El espíritu de fortaleza
proporciona al alma una energía renovada ante los obstáculos, internos o
externos, y para practicar las virtudes en el propio ambiente y en los propios
quehaceres.
II. La
Tradición asocia el don de fortaleza al hambre y sed de justicia6.
«El vivo deseo de servir a Dios a pesar de todas las dificultades es justamente
esa hambre que el Señor suscita en nosotros. Él la hace nacer y la escucha,
según le fue dicho a Daniel: Y Yo vengo para instruirte, porque tú eres
un varón de deseos (Dan 9, 23)»7.
Este don produce en el alma dócil al Espíritu Santo un afán siempre creciente
de santidad, que no mengua ante los obstáculos y dificultades. Santo Tomás dice
que debemos anhelar esta santidad de tal manera que «nunca nos sintamos
satisfechos en esta vida, como nunca se siente satisfecho el avaro»8.
El
ejemplo de los santos nos impulsa a crecer más y más en la fidelidad a Dios en
medio de nuestras obligaciones, amándole más cuanto mayores sean las
dificultades por las que pasemos, dándole más firmeza a nuestro afán de
santidad, sin dejar que tome cuerpo el desánimo ante la posible falta de medios
en el apostolado, o al experimentar quizá que no avanzamos, al menos
aparentemente, en las metas de mejora que nos habíamos propuesto. Como dejó escrito
Santa Teresa: «importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada
determinación de no parar hasta llegar a ella (a la santidad), venga lo que
viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien
murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga
corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo»9.
La
virtud de la fortaleza, perfeccionada por el don del Espíritu Santo, nos
permite superar los obstáculos que, de una manera u otra, vamos a encontrar en
el camino de la santidad, pero no suprime la flaqueza propia de la naturaleza
humana, el temor al peligro, el miedo al dolor, a la fatiga. El fuerte puede
tener miedo, pero lo supera gracias al amor. Precisamente porque ama, el
cristiano es capaz de enfrentarse a los mayores riesgos, aunque la propia
sensibilidad sienta repugnancia no solo en el comienzo, sino a lo largo de todo
el tiempo que dure la prueba o el conseguir lo que ama. La fortaleza no evita
siempre los desfallecimientos propios de toda naturaleza creada.
Esta
virtud lleva hasta dar la vida voluntariamente en testimonio de la fe, si el
Señor así lo pide. El martirio es el acto supremo de la fortaleza, y Dios lo ha
pedido a muchos fieles a lo largo de la historia de la Iglesia. Los mártires
han sido –y son– la corona de la Iglesia, y una prueba más de su origen divino
y santidad. Cada cristiano debe estar dispuesto a dar la vida por Cristo si las
circunstancias lo exigieran. El Espíritu Santo daría entonces las fuerzas y la
valentía para afrontar esta prueba suprema. Lo ordinario será, sin embargo, que
espere de nosotros el heroísmo en lo pequeño, en el cumplimiento diario de los
propios deberes.
Cada
día tenemos necesidad del don de fortaleza, porque cada día debemos ejercitar
esta virtud para vencer los propios caprichos, el egoísmo y la comodidad.
Deberemos ser firmes ante un ambiente que en muchas ocasiones se presentará
contrario a la doctrina de Jesucristo, para vencer los respetos humanos, para
dar un testimonio sencillo pero elocuente del Señor, como hicieron los
Apóstoles.
III.
Debemos pedir frecuentemente el don de fortaleza para vencer la resistencia a
cumplir los deberes que cuestan, para enfrentarnos a los obstáculos normales de
toda existencia, para llevar con paciencia la enfermedad cuando llegue, para
perseverar en el quehacer diario, para ser constantes en el apostolado, para
sobrellevar la adversidad con serenidad y espíritu sobrenatural. Debemos pedir
este don para tener esa fortaleza interior que nos facilita el olvido de
nosotros mismos y andar más pendientes de quienes están a nuestro lado, para
mortificar el deseo de llamar la atención, para servir a los demás sin que apenas
lo noten, para vencer la impaciencia, para no dar muchas vueltas a los propios
problemas y dificultades, para no quejarnos ante la dificultad o el malestar,
para mortificar la imaginación rechazando los pensamientos inútiles...
Necesitamos fortaleza en el apostolado para hablar de Dios sin miedo, para
comportarnos siempre de modo cristiano aunque choque con un ambiente
paganizado, para hacer la corrección fraterna cuando sea preciso... Fortaleza
para cumplir eficazmente nuestros deberes: prestando una ayuda incondicional a
quienes dependen de nosotros, exigiendo de forma amable y con la firmeza que
cada caso requiera... El don de fortaleza se convierte así en el gran recurso
contra la tibieza, que lleva a la dejadez y al aburguesamiento.
El don
de fortaleza encuentra en las dificultades unas condiciones excepcionales para
crecer y afianzarse, si en estas situaciones sabemos estar junto al Señor. «Los
árboles que crecen en lugares sombreados y libres de vientos, mientras que
externamente se desarrollan con aspecto próspero, se hacen blandos y fangosos,
y fácilmente les hiere cualquier cosa; sin embargo, los árboles que viven en
las cumbres de los montes más altos, agitados por muchos vientos y
constantemente expuestos a la intemperie y a todas las inclemencias, golpeados
por fortísimas tempestades y cubiertos de frecuentes nieves, se hacen más
robustos que el hierro»10.
Este
don se obtiene siendo humildes –aceptando la propia flaqueza– y acudiendo al
Señor en la oración y en los sacramentos.
El
sacramento de la Confirmación nos fortaleció para que lucháramos como milites
Christi11, como soldados de Cristo. La Comunión –«alimento para ser
fuertes»12– restaura nuestras energías; el sacramento de la Penitencia
nos fortalece contra el pecado y las tentaciones. En la Unción de los enfermos,
el Señor da ayuda a los suyos para la última batalla, aquella en la que se
decide la eternidad para siempre.
El
Espíritu Santo es un Maestro dulce y sabio, pero también exigente, porque no da
sus dones si no estamos dispuestos a pasar por la Cruz y a corresponder a sus
gracias.
1 Ex 3,
12. —
2 Lc 24,
29. —
3 Flp 4,
13. —
4 Rom 8,
31-39. —
5 Cfr. 1
Cor 1, 27-29. —
6 Mt 5,
6. —
7 R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida
interior, Palabra, 2ª ed., Madrid 1978, vol. II, p. 594. —
8 Santo
Tomás, Comentario sobre San Mateo, 5, 2. —
9 Santa
Teresa, Camino de perfección, 21, 2. —
10 San
Juan Crisóstomo, Hom. sobre la gloria en la Tribulación.
—
11 Cfr. 2
Tim 2, 3. —
12 Cfr. San
Agustín, Confesiones, 7, 10.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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