EFE 18 de mayo de 2020
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Cubierto
con una mascarilla y quemado por el inclemente sol andino, Dealdri José lleva
más de 30 días caminando desde Perú y se dispone a cruzar con su mujer
embarazada y dos hijos menores un pronunciado desfiladero sobre el río Carchi,
frontera natural entre Ecuador y Colombia.
“De
los venezolanos dicen que somos guerreros y tenemos que buscar la manera de
pasar al otro lado”, advierte al observar el río crecido, en el se han dejado
la vida decenas de compatriotas, antes migrando de Venezuela, ahora anhelando
retornar.
A
lo largo del sendero que conduce hasta alguno de los troncos o pasos naturales
empleados por los coyoteros para guiar a los que buscan el paso ilegal, las
pertenencias dejadas atrás son fieles testigos de aquellas historias que podrán
contarse tras el reencuentro con la familia, o que quedarán en el más puro
olvido.
Así,
un colchón tirado para descansar antes de superar el enésimo escollo, varias
mantas anudadas, una barra de labios o una coqueta sandalia de mujer jalonan el
sinuoso camino entre la maleza convertidos en vestigios innecesarios de un
viaje demasiado pesado, no solo por los bultos, sino por la carga emocional del
migrante venezolano, paradigma del errante en plena pandemia de COVID-19.
CRUZANDO
CON LA FAMILIA A CUESTAS
“¿Qué
vamos a hacer?”, se pregunta retóricamente José interpelado sobre el porqué de
tamaña decisión, y responde sin más preámbulos: “No nos dejan pasar por la
frontera y tenemos que pasar por estos lados que inventa la gente para poder
llegar a Venezuela de nuevo”.
Su
mujer, que no llega a la treintena, asegura a cara descubierta que todo el
viaje “es demasiado duro” y que “ha sido difícil llegar hasta aquí y pasar eso
con niños, imagínese”, pero las opciones son pocas y no piensan volver atrás.
Decenas
de migrantes venezolanos llegan a diario al puente internacional de Rumichaca,
divisoria ecuatoriano-colombiana, para intentar cruzar una frontera que está
blindada.
La
esperanza de un futuro mejor que hace dos o tres años los empujaba hacia el
sur, se ha diluido en los últimos dos meses por el hambre, el temor y la humillación
avivadas por una crisis sanitaria que poco a poco hunde el continente en la
miseria.
Hoy,
la ruta sólo conduce hacia el norte, porque “mejor vivir la miseria de uno con
su familia”, es el mantra que repiten los que atraviesan estos pasos ilegales,
conocidos como trochas hacia el penúltimo país antes del suyo.
VIAJE
INTERRUMPIDO
“Hay
trocheros colombianos, venezolanos, que van con cuchillos. La Policía lo sabe,
pero no hace nada para que paren”, lamenta una vecina que vive en la zona
limítrofe y cada día observa cómo los caminantes se juegan su destino.
“A
las siete de la mañana pasó una chica. Dijo que la habían violado y golpeado”,
relata sobre un suceso ocurrido la semana pasada, presumiblemente a una
venezolana.
De
acuerdo a la lugareña, que prefiere no revelar su identidad, la joven fue
atendida en Migración y siguió camino para cruzar de manera ilegal a Colombia.
“Se
pasa por el Brinco y cuando sacamos la cabeza, a la chica le ha dado un
infarto, porque llevaba 15 días caminando, sin comer, anémica, embarazada,
abortada y violada”, zanja la mujer sobre el funesto viaje.
ENTRE
15 Y 30 DÓLARES POR LLEGAR A COLOMBIA
Con
las barreras bajadas en todo el continente por el coronavirus, muchos migrantes
se ven abocados a tirarse al río Carchi o cruzarlo por alguna de las 36 trochas
repartidas en la provincia homónima, empleadas por el contrabando y la
migración ilegal, por un precio entre 15 y 30 dólares por cabeza.
El
teniente coronel Gino Cruz Jaramillo, comandante de un Batallón de Infantería
motorizado con jurisdicción en los 180 kilómetros cuadrados del perímetro
fronterizo, explica que esos pasos están “permanentemente” controlados por
personal militar.
Aclara
que los coyoteros “colocan palos para que (los migrantes) puedan pasar por esos
pasos ilegales”, aledaños al puente de Rumichaca, y que vehículos del Ejército
realizan constantes allanamientos del terreno para destruirlos.
Pero
entre los aldeanos y las asociaciones civiles de venezolanos es un secreto a
voces que las mafias actúan en algunos casos con la connivencia de los
uniformados a ambos lados de la frontera.
ATRINCHERADOS
EN QUITO
Neida
Castillo, 37 años y originaria de Mérida, en el noroeste de Venezuela, salió
hace más de dos semanas de Lima con su marido y se encuentra varada junto a un
centenar de compatriotas a las puertas del Consulado de su país en Quito,
aguardando una repatriación aérea que no llega.
“La
salida de Perú fue por una trocha porque no nos dejaban salir. Hay que
atravesar desierto caminando, a veces le dan a uno cola (autostop)”, refirió
junto a una menor que jugaba rodeada de bártulos en plena calle y pese a las
restricciones por el COVID-19.
En
su caso, el grupo no tuvo que pagar por cruzar de forma ilegal, pero asegura
que los coyoteros cobran a los venezolanos 15 dólares para conducirlos de suelo
peruano al ecuatoriano.
La
movilidad por las trochas ha dejado de ser tabú para convertirse en la única
salida que vislumbran los migrantes.
El
cónsul de Venezuela en Quito, Pedro Sassone, aseguró a Efe que los
atrincherados en la sede diplomática llegaron a solicitar que los trasladaran
hasta Rumichaca.
“La
frontera con Colombia está cerrada, ellos estaban dispuestos a pasar por la
trocha y yo les expliqué que nosotros no podemos propiciar la ilegalidad”,
concluyó el diplomático sobre esa petición tan inusual como desesperada.
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