Francisco Fernández-Carvajal 18 de mayo de 2020
@hablarcondios
— La devoción a la
Virgen atrae la misericordia divina. Amor de todo el pueblo cristiano.
— El mes de
mayo.
— Las romerías.
Sentido penitencial y apostólico.
I. «Mes de sol y de
flores (...), mes de María, coronando el tiempo pascual. Desde el Adviento
nuestro pensamiento había seguido a Jesús; ahora que se ha hecho en nuestra
alma la gran paz que sigue a la Resurrección, ¿cómo no volvernos hacia aquella
que nos lo ha dado?
«Ha aparecido sobre la tierra para preparar su venida;
ha vivido a su sombra, hasta el punto de que no la vemos intervenir en el
Evangelio más que como Madre de Jesús, siguiéndole, velando por Él, y cuando
Jesús nos deja, Ella desaparece suavemente.
«Ella desaparece, pero queda en la memoria de los
pueblos, porque le debemos a Jesús...»1.
Como en otras ocasiones, Jesús se encuentra hablando
de los misterios del reino de Dios. Las gentes le rodean, le miran y guardan un
profundo silencio. De pronto, inesperadamente, una mujer grita con toda su
alma: ¡Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te
criaron!2.
La profecía contenida en el Magníficat comienza
a cumplirse: ...me llamarán bienaventurada todas las generaciones3,
había manifestado la Virgen, movida por el Espíritu Santo. Y en esta ocasión,
una mujer, con la frescura del pueblo, ha comenzado lo que no terminará hasta
el final del mundo. Aquellas palabras de Santa María en los comienzos de su
vocación tendrían su más acabado cumplimiento a través de los siglos: poetas,
intelectuales, reyes y guerreros, artesanos, madres de familia, hombres y
mujeres, de edad madura y niños que apenas han aprendido a hablar; en el campo,
en la ciudad, en la cima de los montes, en las fábricas y en los caminos; en
situaciones de dolor y de alegría, en momentos trascendentales (¡cuántos
millones de cristianos han entregado su alma a Dios mirando una imagen de la
Virgen, o recitando con sus labios o solo en su pensamiento el dulce nombre de
María!), o sencillamente al doblar una esquina en la que apenas se distingue
una imagen de la Señora; en tantas y en tan diversas situaciones, millares de
voces, en lenguas diversísimas, han cantado las alabanzas a la Madre de Dios.
Es un clamor ininterrumpido en toda la tierra, que atrae cada día la
misericordia de Dios sobre el mundo, y que no se explica sino por un expreso
querer divino. «Desde los tiempos más antiguos –recuerda el Concilio Vaticano
II– la Bienaventurada Virgen María es honrada con el título de Madre de
Dios, a cuyo amparo acuden los fieles, en todos sus peligros y necesidades,
con sus oraciones»4.
Todo el pueblo cristiano ha sabido siempre llegar a
Dios a través de su Madre. Con una experiencia constante de sus gracias y
favores la ha llamado Omnipotencia suplicante, y ha encontrado en
Ella el atajo –«senda por donde se abrevia el camino»– para llegar a Dios. El
amor ha inventado numerosas formas para tratarla y honrarla. La Iglesia ha
fomentado y bendecido constantemente esta devoción a Santa María como camino
seguro para llegar hasta el Señor, «porque María es siempre camino que conduce
a Cristo. Todo encuentro con Ella no puede menos que terminar en un encuentro
con Cristo mismo. ¿Y qué otra cosa significa el continuo recurso a María sino
buscar entre sus brazos, en Ella, por Ella y con Ella a Cristo, Nuestro
Salvador, a quien los hombres –en los desalientos y peligros de aquí abajo–
tienen el deber y experimentan la necesidad de dirigirse como a puerto de
salvación y fuente transcendente de la vida?»5.
II. En este mes de
mayo muchos buenos cristianos tienen singulares manifestaciones de piedad a la
Virgen Santa María, que alegran todos los días del mes. Siguen de cerca aquella
recomendación del Concilio Vaticano II: «ofrezcan todos los fieles súplicas
insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que Ella, que estuvo
presente con sus oraciones en las primicias de la Iglesia, también ahora,
ensalzada en el cielo sobre todos los santos y los ángeles, interceda ante su
Hijo»6. Y en otro lugar: «tengan muy en consideración las prácticas y
los ejercicios de piedad hacia Ella recomendados por el Magisterio a lo largo
de los siglos»7.
Preguntémonos hoy en nuestra oración qué propósitos
tenemos y cómo los estamos llevando a cabo para tratar a Nuestra Madre Santa
María a lo largo de este mes en que tradicionalmente los cristianos honran más
especialmente a la Virgen.
La dedicación a la Virgen en el mes de mayo nació del
amor, que siempre buscó nuevas maneras de expresarse, y de la reacción contra
las costumbres paganas que existían en muchos lugares en el «mes de las
flores». Entre las Cantigas de Santa María del Rey sabio
existe una que comienza con las palabras: «¡Bienvenido mayo!...». En ella,
Alfonso X exalta ya el retorno de mayo porque nos invita a rogar con más honor
a María, para que nos libre del mal y nos colme de bienes.
En nuestros días, los cristianos, que queremos estar
siempre muy cerca de Ella, le ofrecemos especiales obsequios durante el mes:
romerías, visitas a alguna iglesia a Ella dedicada, pequeños sacrificios en su
honor, ofrecimiento del estudio o del trabajo bien acabado, el rezo más atento
del Santo Rosario... «De una manera espontánea, natural, surge en nosotros el
deseo de tratar a la Madre de Dios, que es también Madre nuestra. De tratarla
como se trata a una persona viva: porque sobre Ella no ha triunfado la muerte,
sino que está en cuerpo y alma junto a Dios Padre, junto a su Hijo, junto al
Espíritu Santo (...).
»¿Cómo se comportan un hijo o una hija normales con su
madre? De mil maneras, pero siempre con cariño y con confianza. Con un cariño
que discurrirá en cada caso por cauces determinados, nacidos de la vida misma,
que no son nunca algo frío, sino costumbres entrañables de hogar, pequeños
detalles diarios, que el hijo necesita tener con su madre y que la madre echa
de menos si el hijo alguna vez los olvida: un beso o una caricia al salir o al
volver a casa, un pequeño obsequio, unas palabras expresivas.
»En nuestras relaciones con Nuestra Madre del Cielo
hay también esas normas de piedad filial, que son el cauce de nuestro
comportamiento habitual con Ella. Muchos cristianos hacen propia la costumbre
antigua del escapulario; o han adquirido el hábito de saludar –no hace falta la
palabra, el pensamiento basta– las imágenes de María que hay en todo hogar
cristiano o que adornan las calles de tantas ciudades; o viven esa oración
maravillosa que es el Santo Rosario, en el que el alma no se cansa de decir
siempre las mismas cosas, como no se cansan los enamorados cuando se quieren, y
en el que se aprende a revivir los momentos centrales de la vida del Señor; o
acostumbran dedicar a la Señora un día de la semana (el sábado) (...),
ofreciéndole alguna pequeña delicadeza y meditando más especialmente en su
maternidad»8.
III. Una
manifestación tradicional de amor a nuestra Madre es la romería a
un santuario o ermita de la Virgen, con carácter penitencial –expresado quizá
en un pequeño sacrificio: ir andando desde un lugar oportuno, vivir algunos
detalles de sobriedad que cuesten sacrificio...– y con sentido apostólico,
procurando acercar más a Dios a aquellas personas que nos acompañan, y rezando
con particular piedad el Santo Rosario.
La romería puede ser un momento muy
oportuno para hacer un apostolado fecundo con nuestros amigos. En esos
santuarios y ermitas, miles de personas han encontrado gracias ordinarias y
extraordinarias de la Madre de Dios: unos han comenzado una vida nueva, después
de realizar una buena Confesión de sus pecados, quizá después de muchos años;
otros han vislumbrado la llamada del Señor a una entrega más plena al servicio
de Dios y de las almas; otros han encontrado ayuda para salir adelante de
dificultades graves del alma o del cuerpo... Nadie se marchó nunca de esos
lugares con las manos vacías. Pablo VI señalaba cómo la Providencia, «por
caminos frecuentemente admirables, ha distinguido a los santuarios marianos
con un sello particular»9.
A estos lugares, pequeños o grandes, donde hay una
especial presencia de la Virgen acuden personas para dar gracias, para alabar a
María, para pedir (¡cuántas veces Santa María habrá escuchado allí peticiones
urgentes y esperanzadas!) y también para recomenzar de nuevo después de haber
vivido quizá lejos de Dios. Porque, como dice Juan Pablo II, la herencia de fe
mariana de tantas generaciones no es en esos lugares marianos mero recuerdo de
un pasado, sino punto de partida hacia Dios. «Las oraciones y sacrificios
ofrecidos, el latir vital de un pueblo, que expresa ante María sus seculares gozos,
tristezas y esperanzas, son piedras nuevas que elevan la dimensión sagrada de
una fe mariana. Porque en esa continuidad religiosa, la virtud engendra nueva
virtud. La gracia atrae gracia»10.
Estas metas de peregrinación, que se remontan a los
primeros siglos, son hoy incontables y están esparcidas por toda la tierra. Han
sido fruto de la piedad y del amor de los cristianos hacia su Madre a través de
los siglos. Preparemos nosotros en la oración nuestra romería, con
sentido apostólico, con carácter penitencial (que facilita la oración y la
eleva con más prontitud a Dios) y con una gran devoción mariana, expresada en
el rezo lleno de piedad del Santo Rosario. No olvidemos que nosotros estamos
cumpliendo ahora aquella profecía que un día hiciera nuestra Señora: Me
llamarán bienaventurada todas las generaciones... No olvidemos en este
mes tener, cada día, singulares muestras de amor con Nuestra Señora.
1 J.
Leclerq, Siguiendo el año litúrgico, Rialp, Madrid 1957,
pp. 215-216. —
2 Lc 11,
27. —
3 Lc,
1, 48. —
4 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 66. —
5 Pablo VI,
Enc. Mense maio, 29-IV-1965. —
6 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 69. —
7 Ibídem,
67. —
8 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 142. —
9 Pablo
VI, Carta a las Rectores de los santuarios marianos,
1-V-1971. —
10 Juan
Pablo II, Homilía en Zaragoza, 6-XI-1982.
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