Francisco Fernández-Carvajal 29 de mayo de 2020
@hablarcondios
— Esperar la llegada
del Paráclito junto a la Virgen Santísima.
— El Espíritu Santo en
la vida de María.
— La Virgen María,
«corazón de la Iglesia naciente», colabora activamente en la acción del
Espíritu Santo en las almas.
I. Mientras dura la
espera de la venida del Espíritu Santo prometido, todos perseveraban
unánimemente en la oración juntamente con las mujeres y con María, la Madre de
Jesús...1. Todos están en un mismo lugar, en el Cenáculo, animados de un
mismo amor y de una sola esperanza. En el centro de ellos se encuentra la Madre
de Dios. La tradición, al meditar esta escena, ha visto la maternidad
espiritual de María sobre toda la Iglesia. «La era de la Iglesia empezó
con la “venida”, es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles
reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor»2.
Nuestra Señora vive como un segundo Adviento, una
espera, que prepara la comunicación plena del Espíritu Santo y de sus dones a
la naciente Iglesia. Este Adviento es a la vez muy semejante y muy diferente al
primero, el que preparó el nacimiento de Jesús. Muy parecido porque en ambos se
da la oración, el recogimiento, la fe en la promesa, el deseo ardiente de que
esta se realice. María, llevando a Jesús oculto en su seno, permanecía en el
silencio de su contemplación. Ahora, Nuestra Señora vive profundamente unida a
su Hijo glorificado3.
Esta segunda espera es muy diferente a la primera. En
el primer Adviento, la Virgen es la única que vive la promesa realizada en su
seno; aquí, aguarda en compañía de los Apóstoles y de las santas mujeres. Es
esta una espera compartida, la de la Iglesia que está a punto de manifestarse
públicamente alrededor de nuestra Señora: «María, que concibió a Cristo por
obra del Espíritu Santo, el amor de Dios vivo, preside el nacimiento de la
Iglesia el día de Pentecostés, cuando el mismo Espíritu Santo desciende sobre
los discípulos y vivifica en la unidad y en la caridad el Cuerpo místico de los
cristianos»4.
El propósito de nuestra oración de hoy, víspera de la
gran solemnidad de Pentecostés, es esperar la llegada del Paráclito muy unidos
a nuestra Madre, «que implora con sus oraciones el don del Espíritu Santo, que
en la Anunciación ya la había cubierto a Ella con su sombra»5,
convirtiéndola en el nuevo Tabernáculo de Dios. Antes, en los comienzos de la
Redención, nos dio a su Hijo; ahora, «por medio de sus eficacísimas súplicas,
consiguió que el Espíritu del divino Redentor, otorgado ya en la Cruz, se
comunicara con sus prodigiosos dones a la Iglesia, recién nacida el día de
Pentecostés»6.
«Quien nos transmite ese dato es San Lucas, el
evangelista que ha narrado con más extensión la infancia de Jesús. Parece como
si quisiera darnos a entender que, así como María tuvo un papel de primer plano
en la Encarnación del Verbo, de una manera análoga estuvo presente también en
los orígenes de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo»7.
Para estar bien dispuestos a una mayor intimidad con
el Paráclito, para ser más dóciles a sus inspiraciones, el camino es Nuestra
Señora. Los Apóstoles lo entendieron así; por eso los vemos junto a María en el
Cenáculo.
Examinemos cómo es nuestro trato habitual con Nuestra
Señora; concretemos para el día de hoy algún propósito: cuidemos mejor el rezo
del Santo Rosario, contemplando sus misterios; ofrezcámosle alguna pequeña
mortificación distinta a las que acostumbramos durante la semana; cuidemos
mejor el saludarla a través de sus imágenes, que encontraremos
en la calle, en la habitación...
II. La Virgen
Santísima recibió el Espíritu Santo con una plenitud única el día de
Pentecostés, porque su corazón era el más puro, el más desprendido, el que de
modo incomparable amaba más a la Trinidad Beatísima. El Paráclito descendió
sobre el alma de la Virgen y la inundó de una manera nueva. Es el «dulce Huésped»
del alma de María. Nuestro Señor había prometido al que ame a Dios: Vendremos
sobre él y en él haremos nuestra morada8.
Esta promesa se realiza, ante todo, en Nuestra Señora.
Ella, «la obra maestra de Dios»9,
había sido preparada con inmensos cuidados por el Espíritu Santo para ser
tabernáculo vivo del Hijo de Dios. Por eso el Ángel la saluda: Salve,
llena de gracia10.
Y ya poseída por el Espíritu Santo y llena de su gracia, recibió todavía una
nueva y singular plenitud de ella: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y
te cubrirá con su sombra11.
«Redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a
Él con un vínculo estrecho e indisoluble, está enriquecida con la suma
prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo y, por eso, Hija
predilecta del Padre y Sagrario del Espíritu Santo; con el don de una gracia
tan extraordinaria que aventaja con creces a todas las criaturas, celestiales y
terrenas»12.
Durante su vida, Nuestra Señora fue creciendo en amor
a Dios Padre, a Dios Hijo (su Hijo Jesús), a Dios Espíritu Santo. Ella
correspondió a todas las inspiraciones y mociones del Paráclito, y cada vez que
era dócil a estas inspiraciones recibía nuevas gracias. En ningún momento opuso
la más pequeña resistencia, nunca negó nada a Dios; el crecimiento en las
virtudes sobrenaturales y humanas (que estaban bajo una especial influencia de
la gracia) fue continuo.
Los que son movidos por el Espíritu de Dios, estos son
hijos de Dios13.
Ninguna criatura se dejó llevar y guiar por el Espíritu Santo como nuestra
Madre Santa María: ninguna vivió la filiación divina como Ella.
El Espíritu Santo, que ha habitado en María desde el
misterio de su Concepción Inmaculada, en el día de Pentecostés vino a fijar en
Ella su morada, de una manera nueva. Todas las promesas que Jesús había
realizado acerca del Paráclito se cumplen plenamente en el alma de la
Virgen: Él os recordará todas las cosas14. Él
os guiará a la verdad completa15.
La Virgen es la Criatura más amada de Dios. Pues si a
nosotros, a pesar de tantas ofensas, nos recibe como el padre al hijo pródigo;
si a nosotros, siendo pecadores, nos ama con amor infinito y nos llena de
bienes cada vez que correspondemos a sus gracias, «si procede así con el que le
ha ofendido, ¿qué hará para honrar a su Madre, inmaculada, Virgo
fidelis, Virgen Santísima, siempre fiel?
»Si el amor de Dios se muestra tan grande cuando la
cabida del corazón humano –traidor, con frecuencia– es tan poca, ¿qué será en
el Corazón de María, que nunca puso el más mínimo obstáculo a la Voluntad de
Dios?»16.
III. Todo
cuanto se ha hecho en la Iglesia desde su nacimiento hasta nuestros días, es
obra del Espíritu Santo: la evangelización del mundo, las conversiones, la
fortaleza de los mártires, la santidad de sus miembros... «Lo que el alma es al
cuerpo del hombre –enseña San Agustín–, eso es el Espíritu Santo en el Cuerpo
de Jesucristo que es la Iglesia. El Espíritu Santo hace en la Iglesia lo que el
alma hace en los miembros de un cuerpo»17,
le da vida, la desarrolla, es su principio de unidad... Por Él vivimos la vida
misma de Cristo Nuestro Señor en unión con Santa María, con todos los ángeles y
los santos del Cielo, con quienes se preparan en el Purgatorio y los que
peregrinan aún en la tierra.
El Espíritu Santo es también el santificador de
nuestra alma. Todas las obras buenas, las inspiraciones y deseos que nos
impulsan a ser mejores, las ayudas necesarias para llevarlas a cabo... Todo es
obra del Paráclito. «Este divino Maestro pone su escuela en el interior de las
almas que se lo piden y ardientemente desean tenerle por Maestro»18.
«Su actuación en el alma es suave, su experiencia es agradable y placentera, y
su yugo es levísimo. Su venida va precedida de los rayos brillantes de su luz y
de su ciencia. Viene con la verdad del genuino protector; pues viene a salvar,
a curar, a enseñar, a aconsejar, a fortalecer, a consolar, a iluminar, en
primer lugar la mente del que lo recibe y después, por las obras de este, la
mente de los demás»19.
Y del mismo modo que el que se hallaba en tinieblas,
al salir el sol, recibe su luz en los ojos del cuerpo y contempla con toda
claridad lo que antes no veía, así también al que es hallado digno del don del
Espíritu Santo se le ilumina el alma y, levantado por encima de su razón
natural, ve lo que antes ignoraba.
Después de Pentecostés la Virgen es «como el corazón
de la Iglesia naciente»20.
El Espíritu Santo, que la había preparado para ser Madre de Dios, ahora, en
Pentecostés, la dispone para ser Madre de la Iglesia y de cada uno de nosotros.
El Espíritu Santo no cesa de actuar en la Iglesia,
haciendo surgir por todas partes nuevos deseos de santidad, nuevos hijos y a la
vez mejores hijos de Dios, que tienen en Jesucristo el Modelo acabado, pues
es el primogénito de muchos hermanos. Nuestra Señora, colaborando
activamente con el Espíritu Santo en las almas, ejerce su maternidad sobre
todos sus hijos. Por eso es proclamada con el título de Madre de la Iglesia,
«es decir, Madre de todo el Pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los
Pastores, que la llaman Madre amorosa, y queremos –proclamaba Pablo VI– que de
ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este
gratísimo título»21.
Santa María, Madre de la Iglesia, ruega por nosotros y
ayúdanos a preparar la venida del Paráclito a nuestras almas.
1 Hech 1,
14. —
2 Juan
Pablo II, Enc. Dominum et vivificantem, 18-V-1986, 25.
—
3 Cfr. M.
D. Philippe, Misterio de María, Rialp, Madrid 1986, pp.
348-349. —
4 Pablo
VI, Discurso, 25-X-1969. —
5 Conc.
Vat. II, Const. Lumen Gentium, 59. —
6 Pío XII,
Enc. Mystici Corporis, 29-VI-1943. —
7 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 141. —
8 Jn 14,
23. —
9 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 292. —
10 Lc 1,
28. —
11 Lc 1,
35. —
12 Conc.
Vat. II, loc. cit., 53. —
13 Rom 8,
14. —
14 Cfr. Jn 14,
26. —
15 Cfr. Jn 16,
13. —
16 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 178. —
17 San
Agustín, Sermón 267. —
18 Francisca
Javiera del Valle, Decenario al Espíritu Santo, de la
consideración para el día 4º. —
19 San
Cirilo de Jerusalén, Catequesis 16, sobre el Espíritu Santo,
1. —
20 R.
Garrigou-Lagrange, La Madre del Salvador, Rialp, Madrid
1976, p. 144. —
21 Pablo
VI, Discurso al Concilio, 2-lX-1964.
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