RODRIGO TERRASA 18 de mayo de 2020
A nadie le ofende un sándwich mixto, pero difícilmente
alguien lo elegiría para su última cena. Es la metáfora ideal de un mundo en el
que lo mediocre, lo que no destaca por ser ni demasiado malo ni demasiado
brillante, está acaparando el poder.
Piense en un helado de vainilla. No, mejor aún, piense
en un sándwich mixto. Aquí tiene una foto para inspirarse. Visualice el mejor
sándwich mixto posible, con su jamón caliente, su queso fundido, su pan
tostado... ¿Es la mejor comida del mundo? Desde luego que no. ¿Es la peor?
Seguro que tampoco. A nadie le disgusta un sándwich mixto pero difícilmente
alguien lo elegiría para el menú de su boda o como última cena en el corredor
de la muerte. No es un plato brillante, pero para salir del paso nunca está
mal; cumple su función. «Perdone, la cocina ya ha cerrado, pero si quiere le
podemos hacer un sándwich mixto».
Podríamos decir que el sándwich mixto es un plato
sencillamente mediocre. No malo, ojo, me-dio-cre. Es decir, «de calidad
media», según estricta definición de la RAE. «De poco mérito». Vamos, del
montón.
Ahora olvide el sándwich y mire hacia el despacho de
su jefe. Ahí lo tiene. Piense en el profesor de sus hijos o ponga un rato las
noticias y fíjese en nuestros políticos. Incluso en la última película de moda
o el disco más vendido. El último best seller... ¿No me diga que no
le sabe todo a jamón y queso? Bienvenidos a la dictadura de lo mediocre.
«Vivimos un orden en el que la media ha dejado de ser
una síntesis abstracta que nos permite entender el estado de las cosas y ha
pasado a ser el estándar impuesto que estamos obligados a acatar»,
denuncia Alain Deneault, filósofo y profesor de Sociología en la
Universidad de Québec y autor de Mediocracia, cuando los mediocres
llegan al poder (Ed. Turner), un ensayo que llega hoy a España y que
analiza cómo las mediocres aspiraciones que invaden la sociedad están
provocando ciudadanos cada vez más idiotas. Condenados -diríamos- a desayunar,
comer y cenar un sándwich mixto. «La mediocracia nos anima de todas las maneras
posibles a amodorrarnos antes que a pensar, a ver como inevitable lo que
resulta inaceptable y como necesario lo repugnante».
Veamos un ejemplo práctico que pone Deneault para
entender el juego perverso del que habla en su libro. El sistema no
quiere a un maestro que no sepa ni usar la fotocopiadora, pero menos aún
aceptará a un maestro que cuestione el programa educativo tratando de mejorar la
media. Tampoco admitirá al empleado de una empresa que intente mostrar una
pizca de moralidad en una compañía sometida a la presión de sus accionistas.
Traslade el modelo a cualquier otra profesión y encontrará un panorama con
profesores universitarios que en lugar de investigar rellenan formularios,
periodistas que ocultan grandes escándalos para generar clics con noticias de
consumo rápido, artistas tan revolucionarios como subvencionados y políticos de
extremo centro. Ni rastro del orgullo por el trabajo bien hecho. «Por
oportunismo o por temor a represalias estructurales, es difícil resistir la
presión de la mediocridad», lamenta el filósofo canadiense.
Todo se rige hoy bajo el conocido como Principio
de Peter, una teoría formulada por el pedagogo Laurence J. Peter y
el dramaturgo Raymond Hull (también canadienses) que establece
que, en las jerarquías modernas, todos los trabajadores medianamente
competentes -ni los más brillantes ni los que no son unos completos inútiles-
son ascendidos en su empresa hasta que alcanzan un puesto para el que ya no
están capacitados.
«Nuestros sistemas masivos de calificación, de
evaluación y de indicadores están pensados para gestionar la media. Y la verdad
es que lo hacen bastante bien», defiende Daniel Innerarity,
catedrático de Filosofía Política y Social en la Universidad del País Vasco.
«La parte mala es que también castigan la disonancia, lo disruptivo. Lo
que nos suena extraño tendemos a calificarlo como malo. La única manera de
combatir ese sesgo es tener un sistema en paralelo para concederse una cierta
excepcionalidad porque el sistema, por nuestro comportamiento gregario y por la
igualdad democrática, tiende a premiar la conducta adaptativa. Quien quiera evitar
ese sesgo lo que debe hacer es procurarse la compañía de alguien que le diga la
verdad a la cara, que no le haga la pelota como hacen los asesores de hoy en
día, sino que le diga alguna vez que está haciendo el ridículo, como hacían los
bufones del Rey».
El origen de esta mediocracia se remonta, según el
relato de Alain Denault, al siglo XIX, «cuando los oficios se transformaron
gradualmente en empleos», se estandarizó el trabajo y los profesionales
se convirtieron en «recursos humanos», formateados, clasificados y empaquetados
como gerentes, socios, emprendedores, autónomos, asociados... Con una
eficacia a gran escala que, para Denault, no tiene comparación en la Historia.
Tenemos a gente que produce alimentos en cadenas de montaje sin saber cocinar ni
un sándwich de jamón y queso, que te dan la turra por teléfono con estimulantes
tarifas que ni ellos mismos entienden, que venden libros que jamás leerían. Que
trabajan como la media porque el trabajo no es para ellos más que (valga la
redundancia) un mediocre medio de supervivencia.
«Generamos una especie de promedio estandarizado,
requerido para organizar el trabajo a gran escala en el modelo alienante que
conocemos hoy», explica el autor. «Los mediocres se organizarán para
adularse unos a otros, se asegurarán de devolverse los favores e irán
cimentando el poder de un clan que irá creciendo atrayendo a sus semejantes»,
sostiene. «Es un círculo vicioso».
- ¿Es más peligroso un profesional mediocre que uno
directamente malo?
- Para el poder, no. Mediocridad no es
sinónimo de incompetencia. Los poderes establecidos no quieren perfectos
incompetentes, trabajadores que no cumplan su horario o que no obedezcan
órdenes. En realidad cuesta ser mediocre. Uno puede ser un mediocre muy
competente, es decir, aplicado, servil y libre de todas las convicciones y
pasiones propias. En ese caso, el futuro es suyo porque las instituciones
de poder son reacias a codearse con personas comprometidas política y
moralmente o que sean originales en sus pensamientos y métodos.
- ¿Somos más mediocres que antes?
- No vamos a inventar un mediocrómetro para
estudiar el grado de mediocridad de las personas, pero sí podemos establecer
una evolución de los términos mediocridad y mediocracia en el curso de la
modernidad. Inicialmente, era una expresión desdeñosa utilizada por las élites
para denunciar el reclamo de las nacientes clases medias que querían probar la
ciencia, el arte o la política. Por el contrario, la mediocridad en
nuestro tiempo ya no es deplorada, sino promovida. Se ha convertido en un
sistema.
En lo más alto de ese régimen mediócrata,
encontramos a nuestros políticos. Se habrá cansado de oír lo mediocres que son
y seguramente creerá que los de hoy son peores que los de antes y los nuestros
peores que los del país vecino. Si le sirve de consuelo, Alain Denault sostiene
que la mediocridad está en la naturaleza de casi todos los políticos actuales y
el régimen que dibuja su ensayo se sostiene sobre esa nueva política convertida
en una «cultura de gestión», en la que nuestros dirigentes se limitan a manejar
los problemas de ayer y en la que se desprecia cualquier pensamiento
crítico o cualquier reflexión a largo plazo, porque sólo se autoriza lo
normativo, la reproducción, las afirmaciones mecánicas de lo evidente.
«Este es -subraya Denault- el orden político del
extremo centro». Y no hablamos del centro demoscópico, allí donde dicen los
politólogos que se ganan las elecciones, sino directamente de una
propuesta para suprimir el debate entre izquierda y derecha y sustituirlo por
palabras vacías. «Se han impuesto en el lenguaje las barbaridades de las
organizaciones privadas: aceptación social en lugar de
democracia, partes interesadas en lugar de ciudadanos, sociedad
civil en lugar de personas, consenso en lugar de
debate, competitividad en lugar de ayuda mutua... Se
nos dice, paradójicamente, que depende de nosotros salir del desempleo,
hacernos atractivos para el mercado laboral, ser activos en Facebook,
emprender... Casi todo conspira para hacernos fracasar, para que
parezca una vergüenza personal lo que es sólo la ira política dirigida contra
un individuo a quien se ha enseñado a restringir su conciencia. No hay nada más
extremo que el extremo centro», sentencia el autor de Mediocracia.
Volvemos a España para averiguar dónde quedó nuestro
extremo centro. «Hay gente que ha confundido el centro con la centralidad»,
comparte Daniel Innerarity. «El centro puede ser una combinación ideológica de
valores de izquierda y derecha o puede ser también una combinación singular de
pereza intelectual y oportunismo».
¿Son peores que nunca nuestros políticos? «No, el
problema es que a los políticos mediocres de ahora los tenemos más presentes»,
dice el filósofo español. «Tendemos a idealizar a los líderes de la
Transición, por ejemplo, porque nos acordamos de los buenos pero nos olvidamos
de la cantidad de basura que había entonces. Hace mucho tiempo que dejaron
de estar los más listos en el Gobierno pero no porque los gobernantes se hayan
hecho más tontos, sino porque los demás somos ahora más listos. Antes eran más
brillantes por comparación con la media. Hoy los políticos destacan menos no
porque sean más mediocres sino porque se ha reducido la distancia entre el que
lidera y los liderados».
-¿Cuál es entonces la solución contra la mediocracia?
-La democracia es un sistema de gobierno para la gente
media, así que la solución es elevar esa media, que haya más cultura de
formación. No se trata de mejorar el proceso de selección de líderes. Nos
obsesionamos con los líderes o con su ejemplaridad, cosas de ese tipo que
subrayan las cualidades individuales de las personas, cuando lo que hay que
trabajar es la inteligencia colectiva de la sociedad. Y eso vale para el
Gobierno y también para cualquier forma de organización humana.
La alternativa, nos recuerda Alain Denault, es la
«grisura», lo «insípido». Ya saben, lo mediocre.
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