Américo Martín 18 de mayo de 2020
Es
una lástima que la irrupción de ideologías duras y dogmáticas, como el
marxismo, hayan desviado de su cauce las reflexiones acerca de los puntos de
encuentro y de conflicto de distintas sociedades. Me interesa en particular las
que aluden a los intermitentes desencuentros entre las dos partes de América
que, según El Libertador, tendrían en el istmo de Panamá una repetición del
papel jugado por el de Corinto en la unidad helénica contra el imperio persa.
Después
de la victoria en 1917, de la revolución rusa encabezada por Lenin, el tenaz
jefe bolchevique redefinió el concepto de nacionalidad para reconducir a los
pueblos como gran reserva revolucionaria contra el imperialismo occidental, o
en cualquier lugar donde levantara cabeza con sentido anticomunista.
Digo
que semejante arbitrariedad conceptual empobreció y tergiversó las
confrontaciones entre las sociedades, en la clasificación de las cuales Samuel
Huntington (El choque de las civilizaciones, edit. Paidos) hizo gala de una
minuciosidad y variedad extraordinaria que, si bien no conducen a resultados
definitivos, ayudan mucho a la preparación de estrategias. Lo que en cambio no
ocurre cuando se va al simplismo conceptual de las ideologías duras.
Las
búsquedas del autor de El choque de las civilizaciones son una fiesta para los
estrategas políticos y los historiadores rigurosos, no tienen recetas cerradas
sino grandes pistas para reencontrarse con la política en tanto que ciencia y
arte.
En
ese sentido, lo que determina grandes decisiones como decretar guerras, ordenar
invasiones o avasallar culturalmente a los rivales, es la ponderación entre los
costos y ventajas que aquellas decisiones determinen.
Ningún
país invade a otro si sus directores y sus dirigentes más preclaros, munidos
con la información más certera, no determinen cuál es el interés del país. La
decisión política depende del peso de ese interés y no de razones afectivas,
coincidencias teóricas o rabietas pasajeras.
Lo
mismo vale cuando se trata de emprender negociaciones o participar en procesos
electorales. El moralismo nada tiene que ver en la Sala Oval, el Kremlin, la
Ciudad Prohibida de Pekín o el número 10 de Downing Street y, aunque pareciera
lo contrario, lo determinante en la tensión árabe-israelí, más que la religión
es eso, el interés, cuidadosamente ponderado.
Lo
cierto es que en el caso venezolano, la comunidad internacional que respalda a
la AN/Guaidó ha fluido suave y racionalmente a la tesis de la negociación para
realizar unas elecciones libérrimas, firmemente observadas por el mundo entero.
En última instancia sería también el interés del poder que despacha en
Miraflores porque, aun perdiendo, es inmensamente mejor salir del mando por la
civilizada vía electoral y no en medio de los peñascos de la violencia que
amenaza con retrogradarlo todo a las expresiones más primitivas.
La
tesis de Huntington define las mutuas recriminaciones entre la América Hispana
y la Anglosajona, alrededor de influencias culturales y ejercicios de
mecanismos de dominación. No pocos escritores norteamericanos acusan a las
oleadas migratorias latinoamericanas, y especialmente mexicana, de minar los
principios de la cultura emanada desde sus orígenes por las trece provincias de
la unión y enaltecida por los padres conscriptos o fundadores, a fin de
debilitar sus resistencias y fortalecer su “mexicanización”, tesis
extravagante, en cierto modo, que refleja los disensos alrededor del “muro”.
En
sentido exactamente contrario nacionalistas bolivarianos, como José Vasconcelos
y José Enrique Rodó, enfocaban los conflictos entre el Norte, Centro y
Suramérica, como un tema cultural y no como enfrentamientos irreconciliables a
la manera del antimperialismo leninista. Por eso Rodó consideraba a España como
parte esencial americana. Hispanoamérica seguía estando para él y para muchos
pensadores como Efraín Subero y Ángel Rosenblat, profundamente vinculada en lo
cultural a la madre patria. Rosenblat recordó: se españoliza el español de América
pero también el de España se americaniza.
Y
en realidad más fructífero, y menos sumiso en lo ideológico, es aceptar las
contradicciones norte-sur como naturales disputas entre lo hispano y lo
anglosajón, a la manera de Rodó, que afrontarlas desde trincheras artilladas
como parte de la guerra fría conforme a la herencia leninista/stalinista.
Curiosamente,
algunos opositores más bien moderados acusan a otros, tan moderados como ellos,
en posiciones diferentes de depender de los norteamericanos. Me ha hecho reír
tal sesgo que tanto nos aleja de la ciencia arte de la Política y del genuino
interés, sabiamente ponderado, que es la esencia de las grandes decisiones
públicas.
Me
escribe Andrés Caldera, su padre ha sido objeto de epítetos que fácilmente podrían
calificarse como despreciables. Entiendo que quiere saber mi opinión al
respecto. Aprovecho para marcar la diferencia entre moralismo y moral, entre
política y antipolítica. Tu padre fue amigo mío -le respondo- y no solo por la
ejemplar política de pacificación, sino por su forma de respetar a los
adversarios. Se dio a liberar presos políticos sin exigirles condiciones
previas que pudieran ser tomadas como humillantes.
De
él puedo decirte lo que de Betancourt: ambos terminaron como comenzaron, fieles
a su causa y con manos limpias.
Américo
Martín
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