Francisco Fernández-Carvajal 21 de mayo de 2020
@hablarcondios
— Mediante este don
llegamos a tener un conocimiento más profundo de los misterios de la fe. Es
necesario para la plenitud de la vida cristiana.
— Se concede a todos los
cristianos, pero su desarrollo exige vivir en gracia y empeñarse en la santidad
personal.
— Necesidad de
purificar el alma. El don de entendimiento y la vida contemplativa.
I.
Cada página de la
Sagrada Escritura es una muestra de la solicitud con que Dios se inclina hacia
nosotros para guiarnos hacia la santidad. El Señor se muestra en el Antiguo
Testamento como la verdadera luz de Israel, sin la cual el pueblo se descamina
y tropieza en la oscuridad. Los grandes personajes del Antiguo Testamento se
vuelven una y otra vez hacia Yahvé para que les conduzca en las horas
difíciles. Dame a conocer tus caminos1,
pide Moisés para guiar al pueblo hasta la Tierra prometida. Sin la enseñanza
divina, se siente perdido. Y el rey David pide: Dame entendimiento para
que guarde tu Ley y la cumpla de todo corazón2.
Jesús promete el Espíritu de verdad, que tendrá la
misión de iluminar a la Iglesia entera3.
Con el envío del Paráclito «completa la revelación, la culmina y la confirma
con testimonio divino»4.
Los mismos Apóstoles comprenderán más tarde el sentido de las palabras del
Señor, que antes de Pentecostés se les presentaban oscuras. «Él es el alma de
esta Iglesia –enseña Pablo VI–. Él es quien explica a los fieles el sentido
profundo de las enseñanzas de Jesús y su misterio»5.
El Paráclito nos conduce desde las primeras claridades
de la fe a una «inteligencia más profunda de la revelación»6.
Mediante el don de entendimiento o inteligencia al fiel cristiano le es dado un
conocimiento más profundo de los misterios revelados. El Espíritu Santo ilumina
la inteligencia con una luz poderosísima y le da a conocer con una claridad
desconocida hasta entonces el sentido profundo de los misterios de la fe.
«Conocemos ese misterio desde hace mucho tiempo; esa palabra la hemos oído y
hasta la hemos meditado muchas veces; pero, en un momento dado, sacude nuestro
espíritu de una manera nueva; parece como si nunca hasta entonces lo hubiésemos
comprendido de verdad»7.
Bajo este influjo, el alma tiene una mayor certeza de lo que cree, todo es más
claro, y bajo esta luz que le hace conocer más hondamente las verdades sobrenaturales
experimenta un gozo indescriptible, anticipo de la visión beatífica.
Gracias a este don –enseña Santo Tomás de Aquino–,
«Dios es entrevisto aquí abajo»8 por
la mirada purificada de quienes son dóciles a las mociones del Paráclito,
aunque los misterios de la fe sigan envueltos en cierta oscuridad.
Para llegar a este conocimiento no bastan las luces
ordinarias de la fe; es necesaria una especial efusión del Espíritu Santo, que
recibimos en la medida de la correspondencia a la gracia, de la purificación
del corazón y de los deseos de santidad. El don de entendimiento permite que el
alma, con facilidad, participe de esa mirada de Dios que todo lo penetra,
empuja a reverenciar la grandeza de Dios, a rendirle afecto filial, a juzgar
adecuadamente de las cosas creadas... «Poco a poco, a medida que el amor va
creciendo en el alma, la inteligencia del hombre resplandece más y más con la
propia claridad de Dios»9,
y nos da una gran familiaridad con los misterios escondidos de Dios.
En este día del Decenario al Espíritu
Santo podríamos preguntarnos sobre el deseo de purificar nuestra alma, y si
este deseo tiene, entre otras manifestaciones, el aprovechar muy bien las
gracias de cada Confesión. Si acudimos a ella con la puntualidad que hayamos
previsto, si preparamos con toda sinceridad el examen de conciencia, si pedimos
al Paráclito ayuda para fomentar la contrición y un gran deseo de alejarnos de
todo pecado y faltas deliberadas.
II. El Espíritu
Santo, mediante el don de entendimiento, hace penetrar al alma, de muchas
maneras, en las profundidades de los misterios revelados. De una forma
sobrenatural, y por tanto gratuita, enseña en lo íntimo del corazón lo que
encierran las verdades más profundas de la fe. «Como uno que sin haber
aprendido ni trabajado nada para saber leer ni tampoco hubiese estudiado nada
–explica Santa Teresa–, hallase que ya sabía toda la ciencia, sin saber cómo ni
de dónde le había venido, pues nunca había trabajado ni para aprender el
alfabeto. Esta comparación última enseña algo de este don celestial, porque el
alma ve en un momento el misterio de la Santísima Trinidad y otras cosas muy
elevadas con tal claridad, que no hay teólogo con quien no se atreviese a
discutir estas verdades tan grandes»10.
El don de entendimiento lleva a captar el sentido más
hondo de la Sagrada Escritura, la vida de la gracia, la presencia de Cristo en
cada sacramento y, de una manera real y sustancial, en la Sagrada Eucaristía.
Este don nos da como un instinto divino para aquello que de sobrenatural hay en
el mundo. Ante la mirada del creyente iluminada por el Espíritu brota así todo
un universo nuevo. Los misterios de la Santísima Trinidad, de la Encarnación,
de la Redención, de la Iglesia se convierten en realidades extraordinariamente
vivas y actuales que orientan toda la vida del cristiano, influyendo
decisivamente en el trabajo, en la familia, en los amigos... Su influjo hace la
oración más sencilla y profunda.
Quienes son dóciles a las inspiraciones del Espíritu
Santo, purifican su alma, mantienen la fe despierta, descubren a Dios a través
de todas las cosas creadas y de los sucesos de la vida ordinaria. El que vive
en la tibieza no percibe ya estas llamadas de la gracia, tiene embotada su alma
para lo divino, y ha perdido el sentido de la fe, de sus exigencias y
delicadezas.
El don de entendimiento lleva a contemplar a Dios en
medio de las tareas ordinarias, en los acontecimientos, agradables o dolorosos,
de la vida de cada uno. El camino para llegar a la plenitud de este don es la
oración personal, en la que contemplamos las verdades de la fe, y la lucha,
alegre y amorosa, por mantener la presencia de Dios durante el día fomentando
los actos de contrición cuando nos hemos separado del Señor. No se trata de una
ayuda sobrenatural extraordinaria que se concede exclusivamente a personas muy
excepcionales, sino a todos aquellos que quieren ser fieles al Señor allí donde
se encuentran, santificando sus alegrías y dolores, su trabajo y su descanso.
III. Para
ir adelante en este camino de santidad es necesario fomentar el recogimiento
interior (evitar andar con los sentidos despiertos, estar dispersos en las
cosas, sin presencia de Dios...), la mortificación de los sentidos internos (la
imaginación, los recuerdos y pensamientos inútiles...) y de los externos,
esforzarse diariamente en la presencia de Dios, tomando ocasión de los sucesos
y percances de cada día.
Es preciso purificar el corazón, pues solo los limpios
de corazón tienen capacidad para ver a Dios11.
La impureza, el apegamiento a los bienes de la tierra, el conceder al cuerpo
todos sus caprichos embotan el alma para las cosas de Dios. El hombre
no espiritual no percibe las cosas del Espíritu de Dios, pues son necedad para
él y no puede conocerlas, porque solo se pueden enjuiciar según el Espíritu12.
El hombre espiritual es el cristiano que lleva al Espíritu Santo en su alma en
gracia, y tiene la mente y el pensamiento puestos en Cristo. Su vida limpia,
sobria y mortificada es la mejor preparación para ser digna morada del
Espíritu, que habitará en él con todos sus dones.
Cuando el Espíritu Santo encuentra un alma bien
dispuesta, se va adueñando de ella, y la lleva por caminos de oración cada vez
más profunda, hasta que «las palabras resultan pobres... y se deja paso a la
intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos
entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor
perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las
tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía
escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se
comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto»13.
San Josemaría Escrivá describía el sendero de las
almas, en las ocupaciones más normales de la vida y cualquiera que fuera su
cultura, profesión, estado, etcétera, hasta llegar a la oración contemplativa.
Para muchos, el camino parte de la consideración frecuente de la Humanidad
Santísima del Señor, a quien se llega a través de la Virgen –pasando
necesariamente por la Cruz–, y acaba en la Trinidad Santísima. «El corazón
necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De
algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida
sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la
existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el
Espíritu Santo, y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito
vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes
sobrenaturales!»14.
Al terminar nuestra oración acudimos a la Virgen, que
tuvo la plenitud de la fe y de los dones del Espíritu Santo, y le pedimos que
nos enseñe a tratar y a amar al Paráclito en nuestra alma siempre, pero de modo
particular en este Decenario, y que no nos quedemos a mitad del
camino en ese sendero que conduce a la santidad, a la que hemos sido llamados.
1 Ex 33,
13. —
2 Sal 119,
34. —
3 Cfr. Jn 16,
13. —
4 Conc.
Vat. II, Const. Dei Verbum, 4. —
5 Pablo
VI, Exhor. Apost. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, 75.
—
6 Conc.
Vat. II, Const. Dei Verbum, 5. —
7 A.
Riaud, La acción del Espíritu Santo en las almas, Palabra,
4ª ed., Madrid 1985, p. 72. —
8 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 69, a. 2. —
9 M.
M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid
1983, p. 194. —
10 Santa
Teresa, Vida, 27, 8-9. —
11 Cfr. Mt 5,
8. —
12 1
Cor 2, 14. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 296. —
14 Ibídem,
306.
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