Francisco Fernández-Carvajal 19 de mayo de 2020
@hablarcondios
— Anunciar íntegra la
doctrina de Jesucristo. El ejemplo de San Pablo y de los primeros cristianos.
— Sembrar siempre; los
frutos los da Dios. Constancia en el apostolado.
— El puesto singular de
la mujer en la evangelización de la familia.
I. La lectura de la
Misa nos muestra el espíritu apostólico de San Pablo en medio de un mundo
pagano. En Atenas, en el Areópago, el Apóstol predica la esencia de la fe
cristiana teniendo en cuenta la mentalidad y la ignorancia de los oyentes, pero
sin omitir las verdades fundamentales. Conocía bien que la doctrina que
predicaba chocaría fuertemente en los oídos de los atenienses, pero no la
adapta, deformándola, para hacerla más «comprensible». De hecho, al oír resurrección
de los muertos, unos lo tomaban a broma y otros dijeron, mientras le
abandonaban: De esto te oiremos hablar en otra ocasión1.
San Pablo se marchó de allí y se dirigió a Corinto.
Mucho tiempo después todavía tenía en su alma el suceso del Areópago, «ante
unos atenienses que eran amigos de los nuevos sermones, pero que no hacían caso
de ellos ni se preocupaban de su contenido: solo les interesaba tener algo
nuevo de qué hablar»2.
A nosotros nos recuerda hoy este pasaje que el cristiano ha de enseñar la
doctrina de Cristo, la única que salva, y no la más popular, la que podría
tener más «éxito» en sentido humano, la que podría estar en consonancia con la
moda del momento o con los gustos de los tiempos o de los pueblos.
Los Apóstoles predicaron la integridad del
Evangelio, y así lo ha hecho también la Iglesia a través de los siglos. «Todas
las verdades y todos los preceptos de Cristo, incluso los más exigentes, sin
callar o desvirtuar nada, fueron las cosas enseñadas por San Pablo. Habló de la
humildad, de la abnegación, de la castidad, del desprendimiento de las cosas
terrenas, de la obediencia... Y no temió dejar bien claro que es necesario
elegir entre el servicio de Dios y el servicio de Belial, porque no es posible
servir a los dos. Que todos, después de la muerte, habrán de someterse a un
juicio tremendo. Que nadie puede mercadear con Dios. Que solo se puede esperar
la vida eterna si se observan las leyes divinas. Que si se incumplen estas
leyes haciendo concesiones a los placeres, no se puede esperar más que el fuego
eterno... Jamás el Predicador de la verdad pensó que tenía que omitir estos
temas porque podían parecer demasiado duros a quienes le escuchaban, dada la
corrupción de aquellos tiempos»3.
Igual nosotros.
Quien anuncia a Cristo tendrá que acostumbrarse a ser
impopular en ocasiones, a no tener «éxito» en sentido humano, a ir contra
corriente, sin ocultar los aspectos de la doctrina de Cristo que resultan más
exigentes: sentido de la mortificación, honradez y honestidad en los negocios y
en el desarrollo de la actividad profesional, generosidad en el número de
hijos, castidad y pureza en el matrimonio y fuera de él, valor de la virginidad
y del celibato por amor a Cristo... Porque no tenemos otras recetas para curar
a este mundo enfermo: «¿Desde cuándo un médico da medicinas inútiles a sus
pacientes, porque tiene miedo de prescribir las que son útiles?»4.
En un mundo que se presenta en muchos aspectos alejado
de Dios y del pensamiento cristiano, «se impone a todos los cristianos la
dulcísima obligación de trabajar para que el mensaje divino de la revelación
sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra»5.
La primera obligación será, de ordinario, orientar nuestro apostolado hacia las
personas que Dios ha puesto a nuestro lado, a los que están más cerca, a los
que tratamos con frecuencia. Y siempre con oportunidad, haciendo amable y atrayente
la doctrina del Señor. Porque tampoco se atrae a los demás a la fe siendo
intemperantes o intempestivos, sino con afecto, con bondad, con paciencia.
II. El Señor, de
forma muchas veces insospechada, hace fructificar nuestra oración y nuestros
esfuerzos: Mis elegidos no trabajarán en vano6,
nos ha prometido. Y en la Antífona de comunión leemos hoy las consoladoras
palabras del Señor: Soy yo quien os he elegido del mundo y os he
destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure7.
La misión apostólica unas veces es siembra, sin frutos
visibles, y otras recolección, quizá de lo que otros sembraron con su palabra,
con su dolor oculto desde la cama de un hospital, o desde un trabajo escondido
y sin brillo. En ambos casos, el Señor quiere que se alegren juntamente el
sembrador y el segador8.
Si los frutos tardaran en llegar o nos asaltara la
tentación de juzgar el valor de nuestros esfuerzos por sus resultados
inmediatos, no debemos olvidar que en ocasiones no veremos las espigas
granadas; otros las recolectarán. Nos pide el Señor que sembremos sin descanso
y que experimentemos la alegría del labrador, seguro de que ya brotará algún
día la semilla que arrojó al surco. Así evitaremos el desánimo, síntoma muchas
veces de falta de rectitud de intención, de no estar trabajando para el Señor,
sino para afirmar nuestro yo. Lo que nosotros no podamos acabar, otros lo
terminarán.
No pretendamos tampoco arrancar el fruto antes de que
esté maduro. «No estropeemos la flor abriéndola con nuestros dedos. La flor se
abrirá y el fruto madurará en la estación y en la hora que solo Dios sabe. A
nosotros nos toca sembrar, regar... y esperar»9.
La constancia y la paciencia son virtudes esenciales para toda tarea
apostólica; ambas son manifestaciones de la virtud de la fortaleza.
El hombre paciente se parece al sembrador, que cuenta
con el ritmo propio de la naturaleza y sabe realizar cada faena en el tiempo
oportuno: el arado, la siembra, el riego, el abonado, la escarda, la
recolección: una serie de tareas previas, antes de ver la harina dispuesta para
el pan que alimentará a toda la familia. El impaciente querría comer sin
sembrar. Si abandonáramos la lucha por la propia santidad y la de los demás
porque no viéramos resultados, estaríamos manifestando una visión demasiado
humana de nuestro quehacer apostólico, que contrasta abiertamente con la figura
paciente de Jesús. Él sabe esperar días, semanas, meses y años antes de la
conversión del pecador. Las almas necesitan un tiempo que nosotros no sabemos
calcular. Hagamos bien la siembra y luego seamos pacientes; pidamos fortaleza
para ser constantes.
III. De
la predicación de San Pablo durante su estancia en Atenas surgió la primera
comunidad cristiana en aquella ciudad: Algunos se le juntaron, entre
ellos Dionisio el Areopagita, una mujer llamada Dámaris y algunos más10.
Fueron la primera semilla plantada por el Espíritu Santo, de la que surgirían
luego muchos hombres y mujeres fieles a Cristo.
La mujer convertida aparece consignada con su
nombre: Dámaris. Es una de las numerosas mujeres que aparecen en el
libro de los Hechos de los Apóstoles, como manifestación clara de
que la predicación del Evangelio era universal. Los Apóstoles siguieron en todo
el ejemplo del Señor, quien, a pesar de los prejuicios de la época, dirigió a
mujeres y a hombres por igual el anuncio del Reino11.
San Lucas también nos ha dejado escrito que la
evangelización de Europa se inició por una madre de familia, Lidia,
quien comenzó enseguida su tarea apostólica por su propia familia, consiguiendo
que recibieran el Bautismo todos los de su casa12.
También entre los samaritanos fue una mujer la primera que recibió el mensaje
de Cristo, y la primera que lo difundió entre los de su ciudad13.
El Evangelio nos muestra cómo las mujeres siguen y
sirven al Señor, cómo están al pie de la Cruz y son las primeras junto al
sepulcro vacío. No encontramos en ellas el menor signo de hipocresía en el
trato con el Señor, ni injurias o deserciones.
San Pablo tuvo una profunda visión del papel que la
mujer cristiana había de desempeñar como madre, esposa y hermana en la
propagación del cristianismo. Se refleja en el tratamiento que les concede en
su predicación y en sus cartas. Algunas de ellas son especialmente señaladas
con agradecimiento por la ayuda sacrificada que le prestaron en su tarea
evangelizadora.
En todas las épocas, también en la nuestra, la mujer
desempeña un papel extraordinario en el apostolado y en la custodia de la fe.
«La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la
Iglesia, algo característico, que le es propio y que solo ella puede dar: su
delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su
agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla,
su tenacidad...»14.
La Iglesia espera de la mujer un compromiso y un testimonio en favor de todo
aquello que constituye la verdadera dignidad de la persona humana y su
felicidad más profunda.
Cuando estas cualidades, con las que Dios ha dotado a
la personalidad de la mujer, son desarrolladas y actualizadas, «su vida y su
trabajo serán realmente constructivos y fecundos, llenos de sentido, lo mismo
si pasa el día dedicada a su marido y a sus hijos que si, habiendo renunciado
al matrimonio por alguna razón noble, se ha entregado de lleno a otras tareas.
Cada una en su propio camino, siendo fiel a la vocación humana y divina, puede
realizar y realiza de hecho la plenitud de la personalidad femenina. No
olvidemos que Santa María, Madre de Dios y Madre de los hombres, es no solo
modelo, sino también prueba del valor trascendente que puede alcanzar una vida
en apariencia sin relieve»15.
A Ella le pedimos por los frutos de esa labor de la mujer en la familia, en la
sociedad, en la Iglesia, y que haya siempre abundantes vocaciones de entrega a
Dios.
1 Hech 17,
32. —
2 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles,
39. —
3 Benedicto XV,
Enc. Humanum genus. —
4 Ibídem.
—
5 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 3. —
6 Is 65,
23. —
7 Jn 15,
16. —
8 Cfr. Jn 4,
36. —
9 G.
Chevrot, El pozo de Sicar, Rialp, Madrid 1984, p. 4.
—
10 Hech 17,
34. —
11 Cfr. Sagrada
Biblia, Hechos de los Apóstoles, EUNSA,
Pamplona 1984, p. 285. —
12 Cfr. Hech 16,
14. —
13 Cfr. Jn 1,
ss. —
14 Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, 87. —
15 Ibídem.
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