Francisco Fernández-Carvajal 17 de mayo de 2020
@hablarcondios
— Las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu
Santo.
— Los siete dones. Su influencia en la vida cristiana.
— Decenario al Espíritu Santo.
I. Vivimos rodeados
de regalos de Dios. Todo lo bueno que tenemos, las cualidades del alma y del
cuerpo..., todo son dones del Señor para que nos ayuden a ser felices en esta
vida y alcancemos con ellos el Cielo. Pero fue sobre todo en el momento de
nuestro Bautismo cuando nuestro Padre Dios nos llenó de bienes incontables.
Borró la mancha del pecado original en nuestra alma. Nos enriqueció con la
gracia santificante, por la que nos hacía partícipes de su misma vida divina y
nos constituía en hijos suyos. Nos hizo miembros de su Iglesia.
Junto con la gracia, Dios adornó nuestra alma con las
virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Las virtudes nos dan el
poder, la capacidad de actuar de una manera sobrenatural, de juzgar el mundo y
los acontecimientos desde un punto de vista más alto, desde la fe, y de
portarnos como verdaderos hijos de Dios. Nos dan la posibilidad de conocer
íntimamente a Dios, de amarle como Él se ama, y de realizar obras meritorias
para la vida eterna. Bajo el influjo de estas virtudes nuestro trabajo, aunque
humanamente parezca de escaso relieve, se convierte en un tesoro de méritos
para el Cielo.
Las virtudes sobrenaturales nos dan la
capacidad, de manera semejante a como las piernas nos permiten caminar y
los ojos contemplar el mundo que nos rodea. Con todo, no basta tener piernas
para emprender un viaje, ni ojos para contemplar un cuadro. Es necesaria la
cooperación de nuestra libertad, nuestro querer y nuestro esfuerzo para
ponernos en camino en el caso del viaje, y poner la atención necesaria para captar
la belleza de un cuadro.
Los dones del Espíritu Santo son un nuevo regalo que
Dios otorga al alma para que pueda realizar de modo más perfecto y como sin
esfuerzo las obras buenas en las que se manifiesta el amor a Dios, la santidad1:
presencia de Dios, caridad, ofrecimiento del trabajo, pequeñas mortificaciones
a lo largo del día.
El alma es investida «de un aumento de fuerza, se hace
apta para obedecer con mayor facilidad y prontitud a la llamada y a los
impulsos del Espíritu. Es tanta la eficacia de estos dones, que conducen al
hombre a las más altas cimas de la santidad, y tanta su excelencia, que
perseveran intactos, aunque más perfectos, en el reino celestial. Merced a
ellos, el Espíritu Santo nos mueve a desear y nos empuja a conseguir las
bienaventuranzas evangélicas, que son como flores abiertas en la primavera,
como indicio y presagio de la eterna bienaventuranza»2.
Los dones del Espíritu Santo van conformando nuestra
vida según las maneras y modos propios de un hijo de Dios, nos dan una finura y
sensibilidad mayor para oír y poner en práctica las mociones e inspiraciones del
Paráclito, que así va gobernando con prontitud y facilidad nuestra vida, que
entonces se guía por el querer de Dios, y no por nuestros gustos y caprichos.
Hoy le pedimos al Espíritu Santo que doblegue en
nosotros lo que es rígido, particularmente la rigidez de la
soberbia; que caliente en nosotros lo que es frío, la tibieza en el
trato con Dios; que enderece lo extraviado3,
porque son muchos los apegamientos terrenos, el peso de los pecados pasados, la
flaqueza de la voluntad, la ignorancia de lo que en tantas ocasiones sería más
grato a Dios... De aquí provienen los fracasos y debilidades, los cansancios y
derrotas. Por eso, le pedimos en nuestra oración que arranque de nuestra alma
«el peso muerto, resto de todas las impurezas, que le hace pegarse al suelo
(...); para que suba hasta la Majestad de Dios, a fundirse en la llamarada viva
de Amor, que es Él»4.
II. Cuando
venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad,
que procede del Padre, él dará testimonio de mí5.
El Evangelio de la Misa recoge este nuevo anuncio del Señor, y la liturgia de
la Iglesia nos invita de muchas maneras a preparar nuestras almas a la acción
del Espíritu Santo.
La lucha decidida contra todo pecado venial deliberado
nos dispone para recibir la luz y la protección del Paráclito a través de sus
dones. La claridad que recibimos en la inteligencia nos hace conocer y
comprender las cosas divinas; la ayuda que alcanza nuestra voluntad nos permite
aprovechar con eficacia las oportunidades de realizar el bien que se nos
presentan cada día y rechazar las tentaciones de todo aquello que nos alejaría
de Dios.
El don de inteligencia nos descubre
con mayor claridad las riquezas de la fe; el don de ciencia nos
lleva a juzgar con rectitud de las cosas creadas y a mantener nuestro corazón
en Dios y en lo creado en la medida en que nos lleve a Él; el don de
sabiduría nos hace comprender la maravilla insondable de Dios y nos
impulsa a buscarle sobre todas las cosas y en medio de nuestro trabajo y de
nuestras obligaciones; el don de consejo nos señala los
caminos de la santidad, el querer de Dios en nuestra vida diaria, nos anima a
seguir la solución que más concuerda con la gloria de Dios y el bien de los
demás; el don de piedad nos mueve a tratar a Dios con la confianza
con la que un hijo trata a su Padre; el don de fortaleza nos
alienta continuamente y nos ayuda a superar las dificultades que sin duda
encontramos en nuestro caminar hacia Dios; el don de temor nos
induce a huir de las ocasiones de pecar, a no ceder a la tentación, a evitar
todo mal que pueda contristar al Espíritu Santo6,
a temer radicalmente separarnos de Aquel a quien amamos y constituye nuestra
razón de ser y de vivir.
En estos días en que nos preparamos para celebrar el
envío solemne del Espíritu Santo sobre la Iglesia, representada por los
Apóstoles reunidos en el Cenáculo, junto a Santa María, Madre de Dios, pedimos
insistentemente que seamos dóciles a la acción del Paráclito en nuestra alma y
que no cese su acción y sus inspiraciones sobre los hombres de esta época
nuestra, «particularmente sedienta del Espíritu Santo»7 y
tan necesitada de su protección y de su ayuda. Le decimos:
Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de
tu luz.
Ven, padre de los pobres; ven dador de las gracias;
ven, lumbre de los corazones (...). Concede a tus fieles, que en Ti confían,
tus siete sagrados dones. Dales el mérito de la virtud, dales el puerto de la
salvación, dales el eterno gozo8.
III. Para
aumentar la devoción al Espíritu Santo, empecemos por practicar las virtudes
humanas y cristianas, en el trabajo y en la convivencia diaria. Si el cristiano
«lucha por adquirir estas virtudes, su alma se dispone a recibir eficazmente la
gracia del Espíritu Santo (...). La Tercera Persona de la Trinidad Beatísima –dulce
huésped del alma (Secuencia Veni, Sancte Spiritus)– regala
sus dones: don de sabiduría, de entendimiento, de consejo, de fortaleza, de
ciencia, de piedad, de temor de Dios (Cfr. Is 11, 2)»9.
El Espíritu Santo desea –como nunca podremos nosotros
llegar a quererlo– darnos sus dones en tal abundancia que formen un río
impetuoso en nuestra vida sobrenatural y que produzcan en nosotros sus
admirables frutos. Solo espera que quitemos los posibles obstáculos de nuestra
alma, que le pidamos a Él mismo más deseos de purificación, que le digamos
desde lo más hondo: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus
fieles, y enciende en ellos el fuego de tu Amor. No desea otra cosa que
llenarnos de su gracia y de sus dones. Si vosotros –decía el
Señor–, siendo malos, sabéis dar buenos regalos a vuestros hijos,
¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que le piden?10.
A lo largo de estos días en los que preparamos la
fiesta de Pentecostés debemos rogar con humildad al Padre de las luces11 que
envíe a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual nos hace
exclamar: Abba! ¡Padre!12.
Debemos pedir a Cristo que, desde el seno del Padre, mande al que es
Consolador óptimo, dulce Huésped del alma, dulce refrigerio13.
En el Decenario que comenzaremos
después de la solemnidad de la Ascensión, queremos disponernos para ser más
dóciles a las gracias que continuamente nos otorga el Paráclito. Pidámosle cada
uno de sus dones para ser buenos instrumentos suyos en la familia, en nuestras
ocupaciones, en la sociedad. «Camino seguro de humildad es meditar cómo, aun
careciendo de talento, de renombre y de fortuna, podemos ser instrumentos
eficaces, si acudimos al Espíritu Santo para que nos dispense sus dones.
»Los Apóstoles, a pesar de haber sido instruidos por
Jesús durante tres años, huyeron despavoridos ante los enemigos de Cristo. Sin
embargo, después de Pentecostés, se dejaron azotar y encarcelar, y acabaron
dando la vida en testimonio de su fe»14.
Nuestra fidelidad a las inspiraciones y gracias que
recibimos del Espíritu Santo se concretará, en muchas ocasiones, a la docilidad
en la dirección espiritual, con un esfuerzo diario para sacar adelante las metas
y sugerencias que nos señalan.
Acercarse a la Virgen, Esposa de Dios Espíritu Santo,
es un modo seguro de disponer nuestra alma a los nuevos dones que el Paráclito
quiera darnos.
1 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 68, a. 1. —
2 León XIII,
Enc. Divinum illud munus, 9-V-1897, 12. —
3 Cfr. Secuencia
del Domingo de Pentecostés. —
4 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 886. —
5 Jn 15,
26. —
6 Ef 4,
30. —
7 Juan
Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979. —
8 Secuencia
de la Misa de Pentecostés. —
9 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 92. —
10 Lc 11,
13. —
11 Sant 1,
17. —
12 Gal 4,
6. —
13 Secuencia
de la Misa de Pentecostés. —
14 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 283.
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