Marta de la Vega 01 de septiembre de 2021
Los
trágicos acontecimientos en Kabul del 26 de agosto de 2021, provocados por el
atentado terrorista de una disidencia talibán, ahora enemigos, autodenominada
Isis K por la región en la que se asienta y la toma del control de Afganistán
por parte del grupo talibán, marcan un hito involutivo muy grave de la vida
social, la civilidad, el Estado de derecho, los derechos civiles, sociales,
económicos y políticos de los ciudadanos. A pocos días, es evidente el
retroceso de los leves progresos alcanzados a favor de las mujeres contra la
misoginia de ciertas interpretaciones dogmáticas en el mundo islámico. Es una
dolorosa derrota para la convivencia pacífica y en contra de los derechos
humanos, no solo en ese país asiático.
Es un
fracaso para la OTAN y para los Estados Unidos después de 20 años de ocupación
militar a raíz del atentado contra las torres gemelas del World Trade Center de
Nueva York el 11 de septiembre de 2001.
Afganistán
es un país que no ha logrado consolidarse como Estado nacional, cuyo poder está
fragmentado tribalmente e incluso enfrentado regionalmente entre «señores de la
guerra», con un territorio rico en recursos minerales valiosos, pero cuya
economía está basada en los negocios ilícitos de droga mediante la explotación
de la amapola para la producción de opio y heroína.
Los
adelantos alcanzados hasta hoy, a partir de la segunda revolución inglesa en el
siglo XVII en Europa con el fin del absolutismo y, luego, en los siglos XVIII y
XIX en los grandes imperios británico, francés, español y portugués están
gravemente amenazados; como poner límites al poder político, asegurar
pluralismo, tolerancia y respeto a las diversas personas dentro del Estado de
derecho, garantizar la igualdad ante la ley y las libertades individuales,
reconocer derechos civiles y políticos a todos los ciudadanos, proteger a los
más vulnerables y propiciar la equidad y la justicia como obligación del
Estado.
Los
valores y principios que impulsaron el desarrollo de la cultura de Occidente y
han irradiado desde entonces, con luces y sombras, hacia los territorios de la
periferia, en las Américas, África y Asia, parecen impotentes y débiles ante el
sectarismo fundamentalista, la mentalidad tribal y personalista del poder
político y la imposibilidad de diversidad y diálogo de regímenes monolíticos y
autocráticos.
Los
hechos ocurridos en Afganistán no son nuevos, pues no olvidemos el ataque
reciente perpetrado por ese mismo grupo autoproclamado de Isis K contra una
escuela de niñas en Kabul, en mayo de 2021 en pleno mediodía, que dejó 85
personas muertas y muchísimas heridas. Rompen con todos los avances
cualitativos en valores que podemos denominar éticamente universalizables. Toda
aquella conducta o acción que pueda convertirse en norma universal de conducta
y que enaltezca a la persona y no degrade su dignidad humana es una norma ética
de alcance universal, de acuerdo con el imperativo categórico de origen
kantiano.
En
cambio, se imponen la brutalidad sanguinaria, un feroz primitivismo ético de
carácter vengativo y el resurgimiento de una ley del talión como referentes.
Hemos visto en los alrededores del aeropuerto de la capital afgana azotar a la
gente y cruzarles los rostros con los latigazos para dispersarlos en su
angustiosa huida del nuevo régimen que ha tomado el poder por la fuerza.
El
atroz asesinato a quemarropa y el corte de garganta al humorista y cómico
afgano Nazar Mohammad, conocido como Khasha Zwan, ejecutado hace menos de un
mes en la región de Kandahar donde residía, por haberse burlado de los
talibanes, revela una situación de retrogradación a los estadios más
elementales de la cultura.
Es más
que inquietante para las democracias fuertes de Occidente, para la cultura
judeocristiana y para quienes hemos sido forjados en la mentalidad de la
superación personal, el sentido del logro, el pluralismo y aceptación de las
diferencias, el imperio de la ley por encima de las personas, las virtudes
cívicas y la tolerancia. Fueron estos valores de la modernidad, la razón como
autoridad, la compasión como reconocimiento del otro, catalizadores positivos
de humanización y respeto por los demás, al consagrar la libertad e igualdad de
todos los seres humanos y apuntar hacia lo mejor, lo más valioso y trascendente
de las personas.
En
Venezuela, hemos advertido públicamente en varios textos
anteriores dos situaciones muy peligrosas: por un lado, la pérdida de
control del territorio nacional por parte del Estado, convertido hoy en una
mafia criminal de varios actores, nacionales y extranjeros, que se reparten
zonas de influencia y exclusión, movida únicamente por la codicia económica y
el desarrollo de intereses y negocios ilícitos, y por otro lado, la
infiltración de fundamentalistas islámicos, como ha ocurrido en la isla de
Margarita, por ejemplo, con presencia comprobada de grupos radicales de
Hezbollah y Hamas.
Esta
invasión sectaria ha sido favorecida por una caquistocracia cleptocrática,
cuyas estructuras no están organizadas en función de gobernar para el bien
común como la meta y obligación del Estado sino en extorsionar, sobornar,
expoliar a los ciudadanos y desentenderse de las necesidades y demandas
sociales. Sin hablar de sumir en el desamparo y la indefensión totales a una
población desatendida, con servicios públicos colapsados y fraudulentos sino de
perseguir, torturar o asesinar a quienes disienten o tienen la desgracia de
caer en prisión o ser víctima de las fuerzas militares y paramilitares en su
afán de aferrarse al poder a cualquier precio.
Desde
el más alto gobierno de la camarilla que ilegítimamente domina las
instituciones venezolanas, algunos de cuyos personeros están directamente
vinculados con Siria, Turquía, Irán, Irak y Líbano, hasta poblaciones árabes
que no se integran sino que buscan imponer sus usos y costumbres sin respeto de
la cultura y tradiciones del país que los acoge, es cada día más evidente la
conexión islámica y su penetración en la economía ilícita que florece a la
sombra de la arbitrariedad y los abusos de un Estado forajido.
Hace
un mes fue denunciado el problema de la contaminación sónica en la población El
Tigre, con los rezos musulmanes en público transmitidos por altoparlantes a
gran volumen, varias veces al día.
En el
corazón de la capital venezolana, fueron instaladas carpas para exaltar el
islamismo, con mujeres arropadas en burkas para acercar al ciudadano común a su
cultura, gustos y costumbres. ¿Son estas secuelas de la «guerra híbrida»? ¿No
nos basta con la ocupación consentida de cubanos, rusos y chinos? ¿Qué
estrategia civilista y democrática podría parar esta grave distorsión de la
vida nacional sin caer en la xenofobia?
Marta
de la Vega
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