Francisco Fernández-Carvajal 12 de septiembre de 2021
@hablarcondios
— La
humildad, primera condición para creer.
— El
crecimiento de la fe.
—
Humildad para perseverar en la fe.
I. Es
posible que la escena que se narra en el Evangelio de la Misa1 tuviera
lugar a la caída de la tarde, cuando Jesús, terminadas sus enseñanzas al
pueblo, entró en la ciudad de Cafarnaún. Llegaron entonces unos ancianos de los
judíos para interceder por un Centurión que tenía un criado enfermo, al
que estimaba mucho. Aparece este gentil como un alma de grandes virtudes.
Es un hombre que sabe mandar, pues le dice a un soldado ve y va; y a
otro: ven y viene. Y al mismo tiempo tiene un gran corazón, sabe querer a
los que le rodean, como a ese criado enfermo, por quien hace todo lo que está
en su mano para que sane. Es un hombre generoso, que había costeado la sinagoga
de esta ciudad: se hace respetar y querer, pues, como escribe San Lucas, los
judíos principales que acuden a Jesús le insisten diciendo: merece que
le concedas esto, aprecia a nuestro pueblo.
Sobre
todo, sobresale por su fe humilde. Después de recibir estas recomendaciones de
sus amigos, Jesús se puso en camino con ellos. Y cuando estaba ya cerca de la
casa, el Centurión envió al Maestro una nueva embajada para decirle: Señor,
no te tomes esa molestia, porque no soy digno de que entres en mi casa, por eso
ni siquiera yo mismo me he considerado digno de venir a ti, pero di una palabra
y mi criado quedará sano...
Esta
fe llena de humildad conquistó el corazón de Jesús, de tal manera que el
Señor quedó admirado de él, y volviéndose a la multitud que le seguía,
dijo: Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe.
La
humildad es la primera condición para creer, para acercarnos a Cristo. Esta
virtud es el camino ancho por el que llega la fe y también el medio para
aumentarla. La humildad nos capacita para hacernos entender por Jesús. Al
comentar San Agustín este pasaje del Evangelio, asegura que fue la humildad la puerta
por donde el Señor entró a posesionarse del que ya poseía2.
Pidamos hoy nosotros al Señor una sincera humildad que nos acerque a Él, que
haga más grande y firme nuestra fe y que nos disponga a hacer en todo su
Voluntad santísima. «Me confiaste que, en tu oración, abrías el corazón al
Señor con las siguientes palabras: “considero mis miserias, que parecen
aumentar, a pesar de tus gracias, sin duda por mi falta de correspondencia.
Conozco la ausencia en mí de toda preparación, para la empresa que pides. Y,
cuando leo en los periódicos que tantos y tantos hombres de prestigio, de
talento y de dinero hablan y escriben y organizan para defender tu reinado...,
me miro a mí mismo y me encuentro tan nadie, tan ignorante y tan pobre, en una
palabra, tan pequeño..., que me llenaría de confusión y de vergüenza si no
supiera que Tú me quieres así. ¡Oh, Jesús! Por otra parte, sabes bien cómo he
puesto, de buenísima gana, a tus pies, mi ambición... Fe y Amor: Amar, Creer,
Sufrir. En esto sí que quiero ser rico y sabio, pero no más sabio ni más rico
que lo que Tú, en tu Misericordia sin límites, hayas dispuesto: porque todo mi
prestigio y honor he de ponerlo en cumplir fielmente tu justísima y amabilísima
Voluntad”»3.
II. Os
digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe. ¡Qué elogio tan grande! ¡Con
qué alegría pronunciaría el Señor estas palabras! Meditemos hoy cómo es nuestra
fe y pidamos a Jesús que nos otorgue la gracia de crecer en ella, día a día.
San
Agustín enseñaba que tener fe es: «Credere Deo, credere Deum,
credere in Deum»4,
en una fórmula clásica entre los teólogos. Es decir: creer a Dios que sale a
nuestro encuentro y se da a conocer; creer todo lo que Dios dice y revela, las
verdades que comunica en ese encuentro personal; y, por último, creer en Dios,
amándole, confiar sin medida en Él. Progresar en la fe es crecer en estas
facetas. Creer a Dios lleva consigo la seria preocupación por
mejorar la formación doctrinal, por crecer en el conocimiento de Dios. Hoy
podemos examinar cómo es nuestro afán por conocer mejor a Dios y todo lo que Él
nos ha revelado; quizá podríamos preguntarnos por el interés en la lectura
espiritual, con cuya asiduidad adquirimos, a lo largo de los años, unos
fundamentos firmes, y por la constancia en los medios de formación (círculos,
charlas, retiros...), que quizá tenemos la inmensa suerte de encontrar a
nuestro alcance. El afán por conocer mejor a Dios se concretará además en la
fidelidad a la verdad revelada por Dios, proclamada por la Iglesia, protegida y
predicada por su Magisterio.
Creer
a Dios lleva consigo crecer en nuestra relación personal con
Él, tratarle diariamente en la oración, en diálogo amoroso, como a nuestro
Creador y Redentor, que viene diariamente a nuestro encuentro en la Sagrada
Eucaristía, en la oración personal, y en tantas ocasiones en medio del trabajo,
y en las dificultades y en las alegrías... Creer a Dios nos
lleva a verle muy cerca de nuestro vivir diario5.
El
tercer aspecto de la fe –creer en Dios– es la coronación y el gozo de
los otros dos: es el amor que lleva consigo toda fe verdadera. «Señor, creo en
Ti y te amo, hablo contigo, pero no como con un extraño, porque al tratarte, te
voy conociendo y es imposible que te conozca y no te ame; pero si te amo, veo
claro que he de luchar por vivir, día tras día, con arreglo a tu palabra, a tu
voluntad, a tu verdad»6.
III. Y
cuando volvieron a casa, los enviados encontraron sano al siervo.
Todos
los milagros que hizo Jesús procedían de un Corazón lleno de amor y de
misericordia; nunca realizó un prodigio que lastimase a nadie. Tampoco efectuó
un milagro para su propia utilidad. Le vemos pasar hambre y no convierte las
piedras en pan, padecer sed y le pide de beber a una mujer samaritana, junto al
pozo de Jacob7. Y cuando Herodes le exige que haga una proeza, guarda
silencio, a sabiendas de que aquel hombre podía darle la libertad... El fin de
los milagros es el bien de los que se acercaban a Él, para que crean
que Tú me has enviado8.
Las obras de misericordia corporales se transforman en un mayor bien de las
almas. Por eso, aquella tarde, cuando el Centurión pudo contemplar sano a su
siervo, el milagro le unió más a Jesús. Hemos de suponer que después de
Pentecostés fue uno de aquellos primeros gentiles que recibieron el Bautismo, y
sería fiel al Maestro hasta el fin de sus días.
La fe
verdadera nos une a Jesucristo Redentor y a su potestad sobre todas las
criaturas, y nos da una seguridad y una firmeza que están por encima de toda
circunstancia humana, de cualquier acontecimiento que pueda sobrevenir. Pero
para tener esa fe necesitamos la humildad de este Centurión: sabernos nada ante
Jesús; no desconfiar jamás de su auxilio, aunque alguna vez tarde algo en
llegar o venga de distinto modo a como nosotros esperábamos.
San
Agustín afirmaba que todos los dones de Dios podían reducirse a este: «Recibir
la fe y perseverar en ella hasta el último instante de la vida»9.
La humildad de saber que podemos traicionar la fe recibida, que somos capaces
de separarnos del Maestro, nos ayudará a no dejar jamás el trato diario con Él,
y esos medios de formación que nos enseñan a conocer mejor a Dios y nos
suministran los argumentos que precisamos para darlo a conocer. El verdadero
obstáculo para perseverar en la fe es la soberbia. Dios resiste a los
soberbios, y da su gracia a los humildes10.
Por eso hemos de pedir la humildad con mucha frecuencia.
En
Nuestra Señora encontramos esa unión profunda entre la fe y la humildad. Su
prima Isabel la saludará, movida por el Espíritu Santo, con estas
palabras: Bienaventurada, feliz tú, porque has creído... Y
el Espíritu Santo pondrá en boca de la Virgen Madre: —Una inmensa felicidad
embarga mi alma. Y todas las generaciones me llamarán bienaventurada... Pero la
razón última no es nada mío, sino que Dios ha puesto sus ojos en la
humildad de su esclava, Él ha abierto mi corazón y lo ha llenado de gracias...11.
Acudamos a Ella para que nos enseñe a crecer en esta virtud de la humildad,
donde la fe tiene sus cimientos firmes. «La Esclava del Señor es hoy la Reina
del Universo. Quien se humilla será exaltado (Mt 23,
12). Que sepamos ponernos al servicio de Dios sin condiciones y seremos
elevados a una altura increíble; participaremos en la vida íntima de Dios,
¡seremos como dioses!, pero por el camino reglamentario: el de la
humildad y la docilidad al querer de nuestro Dios y Señor»12.
1 Lc 7,
1-10. —
2 Cfr. San
Agustín, Sermón 46, 12. —
3 San
Josemaría Escrivá, Forja, Rialp, 2ª ed., Madrid 1987, n.
822. —
4 San
Agustín, Sermón 144, 2. —
5 Cfr. P.
Rodríguez, Fe y vida de fe, EUNSA, Pamplona 1974, pp.
124-125. —
6 Ibídem,
p. 125. —
7 Cfr. Jn 4,
7. —
8 Jn 11,
42. —
9 San
Agustín, Sobre el don de la perseverancia, 17, 47; 50, 641.
—
10 Sant 4,
6. —
11 Cfr. Lc 1,
45 ss. —
12 A.
Orozco, Mirar a María, Rialp, Madrid 1981, p. 238.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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