Humberto García Larralde 15 de septiembre de 2021
La
única respuesta seria a la pregunta que encabeza este artículo es: depende. Es
menester aclarar, además, qué se entiende por “recuperar”. Si se piensa en
recrear condiciones parecidas a las disfrutadas por Venezuela en los años
setenta o, incluso, los noventa, la respuesta es un rotundo NO. Mucho menos el
consumo dispendioso alimentado por el reparto de la renta que instrumentó
Chávez cuando el precio del crudo superó los 100 dólares el barril. A esas
situaciones es imposible retornar y mientras más rápidamente nos convenzamos de
ello, mejor. De lo contrario, no podremos superar los retos que plantea la
recuperación del país, postrado por la hecatombe infligida por la gestión
chavomadurista.
Si lo
que se aspira es lograr mejoras sostenibles en la vida de la población que
superen en el tiempo el nivel recordado de los períodos referidos, la respuesta
es un SI, condicional. Tiene que ver con la capacidad de los venezolanos de
sortear exitosamente la complejidad de este desafío. Como tiene tantas aristas,
en este breve escrito apenas rozaremos algunas de ellas.
Empecemos
por el ámbito de lo económico. Se suele examinar empezando con un arqueo de los
recursos con que cuenta Venezuela. Desde primaria se nos enseña que dispone de
una rica dotación de yacimientos minerales, entre estos, las reservas
petroleras más grandes del mundo; tierras de variada calidad que, no obstante,
sirven para sustentar una agricultura y una ganadería competitiva en muchos rubros;
una topografía variada y atractiva para la promoción del turismo; abundantes
costas con playas, puertos, ensenadas; un clima agradable, con mucho sol;
disponibilidad abundante de agua; ubicación geográfica favorable, etc. Es
decir, en el “haber”, Venezuela exhibe ventajas comparativas clásicas bastante
prometedoras.
Si
extendemos el examen a las ventajas que deben ser creadas para una mayor
competitividad, la descripción no es tan favorable. La infraestructura vial, de
puertos, aeropuertos y de servicios existente, antes envidia de otros países de
la región, está colapsada y en mal o pésimo estado. Pero “está”. La planta
industrial, de empresas del campo, comerciales y de servicios que, en el
pasado, se benefició de una moneda fuerte para importar maquinaria moderna,
equipos e insumos, está severamente vapuleada por la pésima gestión económica
del chavo-madurismo. El sistema financiero, por su parte, se ha encogido aún
más que la economía y tiene escasísima capacidad para apalancar negocios.
Los
recursos humanos con que cuenta el país, producto de un sistema educativo de
cobertura universal e inclusiva, de la capacitación y especialización vinculada
a actividades productivas y comerciales, como de la formación profesional en
institutos de educación superior, se encuentran diezmados por sueldos
miserables y el deterioro en sus condiciones de vida (alimentación, seguridad,
salud, vivienda). Muchos talentos han migrado, encontrándose dispersos en la
diáspora de venezolanos. Y las universidades nacionales que, en el pasado,
exhibían enclaves de excelencia a la altura de sus pares internacionales, se
han visto aplastadas por el fascismo chavista, arrasando con muchos de sus
logros. Venezolanos brillantes, experimentados, altamente calificados o con
aptitudes y destrezas provechosas, no encuentran donde aplicar sus talentos o
decidieron hace rato buscar fortuna afuera.
Estas
insuficiencias y otras que se omiten por razones de espacio abultan el “debe”
de esta contabilidad.
Si se
profundiza un poco más, deben ponderarse las condiciones de los intangibles,
tan decisivos en el mundo actual. Se trata de las interacciones entre los
distintos actores sociales, económicos, políticos y culturales, como del
ambiente (incentivos, oportunidades) para el despliegue creativo y la
innovación. Aquello que llaman “capital social”, fundado en la confianza, la
asociatividad y el compromiso con los pares, se ha visto perjudicado por un
estatismo centralista que ha pretendido imponer sus pautas hasta en la esfera
privada de las gentes, con el pretexto de una “revolución” que solo sirve para
que una nueva oligarquía expolie el país. Castró la participación ciudadana
proactiva. La iniciativa privada se encuentra reprimida con controles,
regulaciones e intervenciones. La falta de garantías jurídicas a la propiedad y
procesales disuade la inversión y el desarrollo de nuevos proyectos. Ello se ha
agravado aún más por la inflación, el derrumbe del sector externo y el colapso
de la gestión estatal. Un tejido industrial raído empobrece significativamente
las sinergias positivas entre empresas, proveedores y servicios, tan importante
para la competitividad. El deterioro de las universidades y otros centros de
investigación, junto a la inestabilidad e incertidumbre existente, inhibe la
innovación y el desarrollo de nuevas tecnologías o soluciones a los problemas
del país, como las actividades creativas en general. Ello ocurre en el marco de
un régimen enemigo del emprendimiento y dedicado a reforzar la cultura rentista
a través de prácticas clientelares diversas, haciendo que la gente dependa del
reparto estatal.
Si se
suponen condiciones para sostener tasas de crecimiento del PIB del 5% anual a
partir del próximo año, tardarán más de 30 años para alcanzar el nivel de 2013.
Con Maduro, se encogió en 80% desde ese año. Un examen muy somero de la
economía venezolana revela una capacidad ociosa, en términos de recursos no
utilizados o subutilizados, gigantesca. Conindustria revela que la industria
trabaja hoy en torno a 20% de su capacidad; las tres cuartas partes de las
empresas existentes en 1999 han desaparecido. Situaciones análogas afectan a la
agricultura, el comercio, los servicios y la construcción.
Pero
tiene un lado positivo. No es temerario pronosticar que, con un formidable
impulso financiero inicial y en condiciones que permitiesen un aprovechamiento
acelerado y eficaz de tantos recursos ociosos, la meta referida podría
alcanzarse en mucho menos tiempo, quizás la mitad. Con la ventaja de un nivel
de vida mucho más robusto, equitativo y enriquecedor, pues descansaría sobre incrementos
sostenidos de la productividad, solo posibles en ambientes que incentivan la
inversión vigorosa y que ofrecen oportunidades para que todos puedan
beneficiarse de la aplicación provechosa de sus talentos y habilidades. Se
trata no solo de aproximarnos velozmente a lo que en economía llaman la
frontera de posibilidades de producción del país –que, en estos momentos, se
encuentra totalmente desdibujada y difusa–, sino de desatar una dinámica que va
expandiendo aceleradamente sus horizontes, moldeando sus contornos en respuesta
a las capacidades competitivas desplegadas. Los agentes de este “milagro”
constituyen la otra cara, la positiva, de los intangibles referidos en el
parágrafo de arriba
¿Wishful
thinking? Restringiéndonos, por ahora, a lo económico, la única posibilidad
real de recuperar a Venezuela es aspirar a lo que, en otros tiempos y ámbitos,
habría de tomarse como una fantasía. La destrucción ha sido demasiado como para
restringir nuestros horizontes en niveles más “realistas” por modestos. Y bajo
el régimen actual, toda posible mejora sería agónica, lenta y escasa. ¿Y cuál
es la clave que evita que estas reflexiones se vean como ilusiones
irrealizables? Las instituciones.
Como
habremos de recordar, las instituciones son, en esencia, las reglas de juego
con los cuales se dotan los integrantes de un colectivo social, en este caso,
la nación venezolana. Estas no caen del cielo ni provienen de una intervención
extranjera; debemos construirlas los venezolanos. En momentos de crisis tan
profundas como la nuestra, es el ámbito por excelencia de la política. Pone a
prueba, sobre todo, la capacidad de liderazgo, pues implica un cambio radical
de nuestra cultura política tradicional y de la forma como se ha venido
conduciendo Venezuela hasta ahora.
Olvidémonos
de una bonanza petrolera súbita que nos inunde, como en el pasado, de fabulosos
ingresos o de un acuerdo inesperado que permita al país acceder a ingentes
ayudas financieras externas como solución. Sin instituciones sólidas que
generen confianza y estimulen lo mejor de nosotros mismos, será imposible
aspirar a condiciones de vida dignas y enriquecedoras. Significan la antítesis
de lo existente hoy. En un próximo escrito abordaremos algunas reflexiones
sobre este papel de las instituciones.
Humberto
García Larralde
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