Por Alexis Alzuru
En Venezuela el juego no
está trancado, pues los hechos indican que hay una transición en desarrollo.
Esa transición es dirigida por Maduro y, como era previsible, avanza hacia un
neoautoritarismo panóptico. Un modelo que descansará sobre una red de militares
y organizaciones paramilitares, comunas y la ilusión de riqueza.
Seguramente en el nuevo
orden habrá élites privilegiadas que acumularán más dinero del que tienen; se
continuará maquillando la economía y se producirán modestas mejoras en las
condiciones de vida de la gente. Pero los cambios terminarán allí, porque el
país es rediseñado para que las libertades civiles y políticas naufrague
definitivamente. En esa sociedad, el venezolano no tendrá autonomía; al
contrario, cada día será más vigilado, amenazado y degradado.
La evolución del modelo madurista exige colocar de lado
los debates «moralinos» como diría el Sr. Nietzsche. Un vocablo con el que
alertaba sobre la necesidad de desterrar los prejuicios al momento de redefinir
límites y normas sociales.
En el caso de la
oposición, esa advertencia significa que la discusión sobre su renovación
debería deslindarse de la disputa con la cual se ha pretendido distinguir entre
supuestos dirigentes «virtuosos» de aquellos que, por corruptos y cómplices del
madurismo, fueron apodados «alacranes».
Después de todo, esa
discusión que separa el político «virtuoso» del «mafioso» no debería darse en
épocas de lucha contra las dictaduras; entre otras cosas, porque el debate es
intervenido por quienes administran el poder y, en consecuencia, su publicidad
termina produciendo más daño que beneficios en las filas de aquellos que
fomentan el cambio.
Además, son las barreras
y filtros de la democracia, sus principios, sus valores, criterios, normas,
modos, procedimientos e instituciones, los que impiden que quienes promueven
esas controversias lo hagan solo para ocultar su fanatismo, sus perversiones y
delitos.
Un buen ejemplo es Venezuela. En esta sociedad la polémica sobre los «alacranes» ha resultado la tapadera que muchos han utilizado para esconder desde sus compromisos con el crimen organizado hasta visiones completamente antidemocráticas. De hecho, en la historia de la oposición hay suficientes datos y sucesos documentados que confirman que tanto los que se autodefinen «virtuosos» como los «alacranes» han echado mano de la mentira, el fraude, el engaño, el espionaje, la traición, el chantaje, la extorsión y el soborno. Incluso, muchos han pactado con los enemigos de quienes consideran sus enemigos. De allí que cada día aparezcan nuevas evidencias que sugieren que entre los «virtuosos» sobran quienes tienen o han mantenido, directa o indirectamente, vínculos con algunos de los capos más inescrupulosos del chavismo y el madurismo.
Pero los pecados de los
«virtuosos» no se reducen al uso de todas aquellas prácticas que se incluyen en
el concepto de «desinformación», y tampoco se reducen a sus alianzas con los
jefes oficialistas, sino que abarcan otros delitos como autorizar la
continuidad del saqueo de Monómeros y Citgo, o asociarse con criminales y
paramilitares colombianos bajo la excusa de que esa alianza era necesaria para
terminar con la dictadura madurista.
La historia cercana y no tan cercana de los grupos de la
oposición ratifica que los que se autodefinen como «virtuosos» comparten con
sus enemigos, los «alacranes», ese gusto por cruzar la línea que separa lo
permitido de lo prohibido cada vez que les conviene o se les antoja.
Por cierto, esa
disposición también la tienen los «virtuosos» más radicales. Basta pensar que ese
grupo decidió abrazarse con la ultraderecha internacional más regresiva de
Occidente. Esa que en pleno siglo XXI alza su voz y sus garras, no solo para
desparramar por el mundo su odio hacia los emigrantes, pobres, mujeres y
colectivos LGBTIQ+, sino, además, para defender la supremacía de las élites
sobre los pueblos.
Sin embargo, en
Venezuela tratar de distinguir entre políticos «virtuosos» y «alacranes» ha
sido algo más que pura hipocresía. También ha sido un recurso activado para
desviar la atención de la opinión pública de asuntos que son políticamente
cruciales. Por ejemplo, esa maniobra discursiva evaporó el debate sobre el
gobierno de Guaidó.
Su ratificación se
produjo sin la evaluación más elemental. De hecho, si antes de tomar esa
decisión se hubiesen revisado los tres años de su interinato, la población se
hubiese enterado de que su saldo ha favorecido los intereses y objetivos de la
élite oficialista con exclusividad. Por supuesto, como no hay filtros
democráticos, cualquiera pudiera entonces concluir que la mano invisible de
Maduro es lo que explica la ratificación sordomuda de Guaidó.
Alexis
Alzuru es Doctor en Ciencias Políticas. Magíster y Licenciado en Filosofía.
Profesor jubilado de UCV.
04-01-22
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