Marta De La Vega 01 de enero de 2022
@martadelavegav
En los
tiempos de celebración navideña, más allá de la deliciosa gastronomía que la
identifica con sus especialidades más apetecidas y del encuentro familiar tan
deseado y feliz, incluso a distancia o virtual, la esperanza se convierte en un
sentimiento que vislumbra un horizonte positivo y bueno.
La esperanza es una invitación a la acción e impulsa a los seres humanos a resistir las adversidades, a no perder la fe en un cambio posible; a buscar un desenlace que transforme una realidad envilecida, repleta de necesidades, oscura por las carencias, desalentadora y agobiante por el fardo que significa enfrentar cada dificultad de una vida cotidiana acosada por la escasez y las frustraciones acumuladas, en una promesa de vida, de afirmación, de alegría convertida en realizaciones y plenitud.
La
esperanza es igualmente una emoción que no es pasiva sino proactiva; es
constructora, no reactiva; irradia un poder que brota de la fuerza de creer en
un mundo mejor posible y del empuje de una voluntad nutrida de las convicciones
prosociales y de una ética de la responsabilidad. Esta última no es una ética
de fines ni de intenciones, ni tiene carácter utilitario.
El
utilitarismo, que marcó desde la modernidad, la consolidación de la sociedad de
mercado y la irrupción y desarrollo de los capitalismos, ha desembocado en
nuestros días en la anomia moral y el narcisismo. La globalización implica hoy
una conciencia cosmopolita y la urgencia de asumir que estamos embarcados como
seres humanos, mujeres y hombres a la par, en una riesgosa aventura común y que
depende de cada uno de nosotros el destino de todos como humanidad, presente y
futura.
De
allí deriva un nuevo paradigma cultural y social que emerge con mentalidad
altruista, desde una ética basada en el cuidado del otro, en su inclusión como
mi prójimo, como mi semejante. Porque todos somos vulnerables, se sustenta en
la compasión y la solidaridad. En el respeto y la mirada al otro como mi igual.
Todos somos una única humanidad.
Su
principal alimento es el amor y la seguridad de que se cumplirá el proyecto
vislumbrado a fines de siglo XVIII, al romper con el absolutismo y el antiguo
régimen, promesa aún deseada e incumplida de alcanzar para todos igualdad,
libertad y fraternidad. Así como a la nocturnidad siempre va a seguir un
amanecer que se abre en mañanas luminosas, a la resignación le sigue la esperanza.
La
metáfora más poderosa de esta epifanía, que es un mostrarse por encima de la
realidad y superarla, es el misterio del nacimiento del Niño Jesús, Dios con
nosotros, en el plano terrenal, cuya concreción celebramos como luz y esperanza
todos los años en esta época, veintiún siglos después.
De
modo análogo, la democracia no es un hallazgo ni un regalo. Es más que un
sistema político. Es un modo ético de coexistencia pacífica. Es el resultado de
un proceso complejo de maduración de varios siglos desde su aparición en la
Grecia antigua; una construcción laboriosa de instituciones públicas que la
configuran, corregida y consolidada desde la modernidad como representación y
mediante la división, pesos y contrapesos entre los poderes del Estado, cuyos artífices
han sido muchas generaciones.
En el
presente se encuentra amenazada o rota, tergiversada o pervertida. Sus valores
fundamentales, como destaca Anne Appelbaum en El ocaso de las
democracias (2020) son todo lo que ha sido propio de las democracias representativas
y liberales: estado de derecho, división de poderes, sociedad abierta,
reconocimiento de la competencia y de las competencias de quienes aspiran a
acceder al poder, respeto por los otros, búsqueda de equidad y de inclusión e
igualdad de oportunidades.
El
denominador común de los regímenes de gobierno que contradicen la democracia,
que Appelbaum llama “Estado unipartidista anti-liberal”, además de que no son
una filosofía política como lo fue el marxismo, sino un mecanismo para mantener
el poder que funciona en compañía de múltiples ideologías, es el autoritarismo.
Appelbaum
toma la definición de «autoritarismo» de Karen Stenner, quien destaca que no es
de naturaleza política, y no es lo mismo que el «conservadurismo». El
autoritarismo es algo que atrae simplemente a las personas que no toleran la
complejidad: no hay nada intrínseco «de izquierdas» o «de derechas» en ese
instinto.
Se
trata de una concepción del poder meramente antipluralista; recela de las
personas con ideas distintas, y es alérgico a debates públicos.
Ella
considera irrelevante que quienes lo tienen deriven en última instancia su
postura política del marxismo o del nacionalismo. Es una actitud mental, no un
conjunto de ideas. Existen numerosas versiones distintas del Estado
unipartidista antiliberal, desde la Rusia de Putin hasta las Filipinas de
Duterte. Todos estos regímenes pretenden redefinir sus naciones, reescribir los
contratos sociales y a veces alterar las reglas de la democracia para no perder
nunca el poder.
Appelbaum
teme que haya una ola de autoritarismos que destruya la democracia y nos
introduzca en una era de oscuridad frente a la irradiación característica de
sentimientos libertarios, de emociones políticas constructivas para la
convivencia: respeto a las diferencias, a los derechos humanos; tolerancia a la
diversidad, pluralismo, debate público de ideas, representatividad de los
liderazgos y búsqueda del bien común, más allá de intereses personalistas.
¿Podrán los líderes estar a la altura de su responsabilidad histórica para
contrarrestar esta tendencia?
Marta
de la Vega
@martadelavegav
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