Francisco Fernández-Carvajal 19 de febrero de 2022
@hablarcondios
— El
Señor ilumina siempre a quien actúa con rectitud de intención. El misterio de
la concepción virginal de María.
—
Nacimiento de Jesús en Belén. La Circuncisión.
— La
profecía de Simeón.
I.
Cuando contemplamos la vida de San José descubrimos que estuvo llena de penas y
de alegrías, de dolores y de gozos. Es más, el Señor quiso enseñarnos a través
de su vida que la felicidad nunca está lejos de la Cruz, y que cuando la
oscuridad y el sufrimiento se llevan con sentido sobrenatural, no tardan en
aparecer la claridad y la paz en el alma. Junto a Cristo, los dolores se tornan
gozos.
El Evangelio nos habla del primer dolor y del primer gozo del Santo Patriarca. Escribe San Mateo: Estando desposada su Madre, María, con José, antes de que conviviesen, se encontró que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo1. José conocía bien la santidad de su esposa, no obstante los signos de su maternidad. Y esto le llevó a estar en una situación de perplejidad, de oscuridad interior. Nadie como él conocía la virtud y la bondad del corazón de María, y la amaba con un amor humano, limpio, purísimo, sin medida. Y, porque era justo, se sentía obligado a actuar con arreglo a la ley de Dios. Para evitar la infamia pública de María, decidió en su corazón dejarla privadamente. Fue para él -como lo fue para María una durísima prueba que le desgarró su corazón.
Del
mismo modo que fue inmenso el dolor en medio de la oscuridad, así debió ser
inconmensurable el gozo, cuando vino la luz a su alma. Estando él
considerando estas cosas... estas cosas que no entiende, en las que su
alma está sin luz, que no puede comunicar a nadie. Encontrándose en esta
situación, se le apareció un ángel en sueños y le dijo: José, hijo de
David, no temas recibir a María, tu esposa, pues lo que en ella ha sido
concebido es obra del Espíritu Santo2.
Todas las dudas desaparecieron, todo tenía su explicación. Su alma, llena de
paz, parecía el cielo claro y limpio después del paso de una gran borrasca.
Recibe dos tesoros divinos, Jesús y María, que constituirán la razón de su
vida. Le es dada la esposa más amable y digna, que es la Madre de Dios, y el
Hijo de Dios hecho hijo suyo por ser también Hijo de María. José es ya otro:
«se convirtió en el depositario del misterio escondido desde siglos en
Dios (cfr. Ef 3, 9)»3.
De
este dolor y gozo primero podemos aprender que el Señor ilumina siempre a quien
actúa con rectitud de intención y confianza en su Padre Dios, ante situaciones
que superan la comprensión de la razón humana4.
No siempre entendemos los planes de Dios, sus disposiciones concretas, el
porqué de muchos acontecimientos; pero si confiamos en Él, después de la
oscuridad de la noche vendrá siempre la claridad de la aurora. Y con ella la
alegría y la paz del alma.
II.
Meses más tarde, José, acompañado de María, se dirige a Belén para
empadronarse, según el edicto de César Augusto5.
Llegaron a esta ciudad muy cansados, después de tres o cuatro jornadas de
camino; de modo especial la Virgen, por el estado en que se encontraba. Y allí,
en el lugar de sus antepasados, no encontraron sitio para instalarse. No hubo
lugar para ellos en la posada, ni en las casas en las que San José pidió
alojamiento para el Hijo de Dios que iba en el seno purísimo de María. Con la
congoja en el alma, José debió de ir de casa en casa contando la misma
historia: ...acabamos de llegar, mi esposa va a dar a luz... La Virgen, unos
metros detrás, quizá con el borriquillo en el que harían gran parte del camino,
contemplaba la misma negativa en una puerta y en otra. ¿Cómo podemos nosotros
penetrar en el alma de San José para contemplar una tristeza tan grande? ¡Con
qué pena miraría a su esposa, cansada, con las sandalias y el vestido llenos
del polvo del camino!
Es
posible que alguien les indicara la existencia de unas cuevas naturales a la
salida del pueblo. Y José se dirigió a una de ellas, que servía de establo,
seguido de la Virgen, que ya no puede dar un paso más. Y sucedió que,
estando allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito y
lo recostó en un pesebre...6.
Todas
estas penas quedaron completamente olvidadas desde el momento en que María puso
en sus brazos al Hijo de Dios, que desde aquel momento era también hijo suyo. Y
le besa y lo adora... Y junto a tanta pobreza y sencillez, la milicia
celestial, que alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios en las alturas...7.
José también participó de la felicidad radiante de Aquella que era su esposa,
de la mujer maravillosa que le había sido confiada. Él vio cómo la Virgen
miraba a su Hijo; contempló su dicha, su amor desbordante, cada uno de sus
gestos, tan llenos de delicadeza y significación8.
Nos
enseñan este dolor y este gozo a comprender mejor que vale la pena servir a
Dios, aunque encontremos dificultades, pobreza, dolor... Al final, una sola
mirada de la Virgen compensará con creces los pequeños sufrimientos, alguna vez
un poco mayores, que tendremos que pasar por servir a Dios.
Cuando
se cumplieron los ocho días para circuncidarle, le pusieron por nombre Jesús,
como lo había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno9.
Mediante este rito, todo varón quedaba integrado en el pueblo elegido. Se
realizaba en la casa paterna o en la sinagoga por el padre u otra persona. Con
la circuncisión se le imponía el nombre.
Si
para los judíos este tenía un especial sentido, en el caso de Jesús, que
significa Salvador, venía impuesto por el mismo Dios y comunicado a
través del ángel, quien había dicho: Le impondrás por nombre Jesús,
porque Él salvará a su pueblo de sus pecados10.
Y había sido decretado por la Trinidad Santa que el Hijo viniese a la tierra y nos
redimiera bajo el signo del dolor; era preciso que la imposición del nombre
-que significaba la misión que iba a realizar estuviese acompañada de un
comienzo de sufrimiento. Uniendo, pues, el gesto a la palabra, José inauguró el
misterio de la Redención, haciendo verter las primeras gotas de esa sangre
redentora que tendría todos sus efectos en la Pasión dolorosa11.
Aquel Niño que lloraba al recibir su nombre iniciaba su oficio de Salvador.
San
José sufrió al ver aquella primera sangre derramada, porque, conociendo la
Escritura, sabía, aunque veladamente, que un día Aquel que ya era su hijo
derramaría hasta la última gota de su Sangre para llevar a cabo lo que su nombre
significaba. Se llenó también de gozo al tenerlo en sus brazos y poderle llamar
Jesús, nombre que luego tantas veces repetiría lleno de respeto y de amor.
Siempre se acordaría del misterio que encerraba.
III. Cumplidos
los días de su purificación según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén
para presentarlo al Señor12.
Allí, en el Templo, tuvo lugar la purificación de María de una
impureza legal en la que no había incurrido, y la presentación, la
ofrenda de Jesús y su rescate, como estaba prescrito en la Ley de Moisés. En el
Templo, movido por el Espíritu Santo, vino al encuentro de la Sagrada Familia
un hombre justo ya anciano. Tomó en sus brazos al Mesías, con inmensa alegría,
y alabó a Dios.
Simeón
les anuncia que aquel Niño de pocos días será signo de contradicción,
porque algunos se obstinarán en rechazarlo, y señala también que María habría
de estar íntimamente unida a la obra redentora de su Hijo: una espada atravesaría
su corazón. La espada de que les habló Simeón expresa la
participación de María en los sufrimientos de su Hijo; es un dolor inenarrable,
que traspasa su alma. María vislumbró enseguida la inmensidad del sacrificio de
su Hijo y, por lo mismo, su propio sacrificio. Dolor inmenso, sobre todo,
porque en aquel momento en que es llamada Corredentora sabe que algunos no
querrán participar de las gracias del sacrificio de su Hijo. El anuncio de
Simeón, «la espada en el corazón de María -y añadimos inmediatamente: en el
corazón de José, que es uno con ella, cor unum et anima una no
es más que el reflejo de la lucha por o contra Jesús. María está, así, asociada
(...) al drama de los cien actos diversos que será la historia de los hombres.
Pero para nosotros es evidente que también José está asociado a ello, en la
medida en que a un padre le es posible estar asociado a la vida de su hijo, en
la medida en que un esposo fiel y amante puede estar asociado a todo lo que atañe
a su esposa»13. Mucho más en el caso de San José: cuando oyó a Simeón,
también una espada atravesó su corazón.
Aquel
día se descorrió un poco más el velo del misterio de la Salvación, que llevaría
a cabo aquel Niño que se le había confiado. Por aquella nueva ventana abierta
en su alma contempló el dolor del Hijo y de su esposa. Y los hizo suyos. Nunca
olvidaría ya las palabras que oyó aquella mañana en el Templo.
Junto
a este dolor, la alegría de la profecía de la redención universal: Jesús estaba
puesto ante la faz de todos los pueblos, sería la luz que
ilumine a los gentiles y la gloria de Israel. Ninguna pena más grande que
el ver la resistencia a la gracia; ninguna alegría es comparable a ver que la
Redención se está realizando hoy y que son muchos los que se acercan a Cristo.
¿No hemos participado quizá de este gozo cuando un amigo nuestro se ha acercado
de nuevo a Dios en el sacramento de la Penitencia o se decide a dedicar su vida
a Dios sin condiciones?
«¡Oh
Santísima y Amantísima Virgen! –le pedimos a Nuestra Señora–, ayúdanos a
compartir los sufrimientos de Jesús como Tú lo hiciste y a sentir en nuestro
corazón un horror profundo al pecado, un deseo más intenso de santidad, un amor
más generoso a Jesús y a su cruz, para que, como Tú, reparemos con nuestro amor
ardiente y compasivo sus inmensos padecimientos y humillaciones»14.
San José, nuestro Padre y Señor, ayúdanos con tu intercesión poderosa a llevar
a Jesús a muchos que andan alejados o, al menos, no lo suficientemente cerca,
como Él desea.
1 Mt 1,
18. —
2 Mt 1,
20. —
3 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Redemptoris custos, 15-VIII-1989,
5. —
4 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Mt 1, 20. —
5 Cfr. Lc 2,
1. —
6 Lc
2, 6-7. —
7 Lc 13-14.
—
8 Cfr. F.
Suárez, José, esposo de María, p. 109. —
9 Lc 2,
21. —
10 Mt 1,
21. —
11 Cfr. M.
Gasnier, Los silencios de San José, p. 101. —
12 Lc 2,
22. —
13 L.
Cristiani, San José, Patrón de la Iglesia universal, Rialp,
Madrid 1978, p. 66. —
14 A.
Tanquerey, La divinización del sufrimiento, p. 116.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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