Opus Dei 26 de febrero de 2022
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Comentario
del 8.º domingo del tiempo ordinario (Ciclo C). "¿Acaso puede un ciego
guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?". Para ser apóstoles y
guiar a otros, lo primero es cultivar la propia vida interior y llenarnos de
comprensión hacia los demás.
Evangelio
(Lc 6,39-45)
“Les
dijo también una parábola:
—¿Acaso
puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?
No
está el discípulo por encima del maestro; todo aquel que esté bien instruido
podrá ser como su maestro.
¿Por
qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay
en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: «Hermano, deja que saque la
mota que hay en tu ojo», no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo?
Hipócrita: saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo
sacar la mota del ojo de tu hermano.
Porque
no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni tampoco árbol malo que dé buen fruto.
Pues cada árbol se conoce por su fruto; no se recogen higos de los espinos, ni
se vendimian uvas del zarzal. El hombre bueno del buen tesoro de su corazón
saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo: porque de la abundancia del
corazón habla su boca.”
Comentario
En el
evangelio del domingo pasado Jesús pedía extremar la caridad con los enemigos y
los que nos odian (Lc 6,27-38). Con otra breve colección de dichos, el Maestro
exige ahora el mismo grado de heroísmo en las situaciones cotidianas. Si hemos
de vivir la comprensión y el perdón con aquellos que nos persiguen o
desprecian, más aún debemos tratar con extremada delicadeza y humildad a
quienes Dios ha puesto junto a nosotros. Teniendo en cuenta lo que explicaba
con humor san Josemaría: que “ninguno se va a santificar por medio del Preste
Juan de las Indias, sino con el trato de las personas que tenemos a nuestro
lado”[1].
En
primer lugar, Jesús nos previene contra un peligro sutil y común en el trato
con los demás: el progresivo olvido de los propios defectos, mientras centramos
la atención en los defectos ajenos e incluso proyectamos en ellos los nuestros.
Pero “¿acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el
hoyo?”. Está ciego para ayudar a los demás quien no lucha primero contra los
propios defectos.
Con la
hipérbole semítica de la “mota en el ojo ajeno y la viga en el propio” nos
advierte el Maestro de esta manifestación de falta de humildad. Una mota en el
ojo irrita mucho, impide ver y no se quita sin ayuda de otros. Pero mucha más
ceguera y molestia supondría una viga entera; nos llevaría incluso a hacer el ridículo
ante los demás que señalarían la evidencia de nuestros propios defectos.
La
solución a este peligro es clara: examen personal, humilde y exigente, y
comprensión llena de caridad hacia los demás. Así explicaba san Josemaría la
actitud que Jesús nos pide: “Cada uno de nosotros tiene su carácter, sus gustos
personales, su genio –su mal genio, a veces– y sus defectos. Cada uno tiene
también cosas agradables en su personalidad, y por eso y por muchas más
razones, se le puede querer. La convivencia es posible cuando todos tratan de
corregir las propias deficiencias y procuran pasar por encima de las faltas de
los demás: es decir, cuando hay amor, que anula y supera todo lo que falsamente
podría ser motivo de separación o de divergencia. En cambio, si se dramatizan
los pequeños contrastes y mutuamente comienzan a echarse en cara los defectos y
las equivocaciones, entonces se acaba la paz y se corre el riesgo de matar el
cariño”[2].
Como
expresa el Apóstol san Juan, Jesús nos pide amarnos “no de palabra ni con la
boca, sino con obras y de verdad” (1 Juan 3,18). Puede resultar fácil denunciar
los defectos ajenos. Más difícil resulta, pero mucho más eficaz, animar a los
demás a corregirse por medio del ejemplo y el testimonio de nuestra lucha
personal. Quizá por eso Jesús también señala en este evangelio que los árboles
se conocen por sus frutos. Y no hay árbol bueno que dé mal fruto ni al
contrario. Jesús nos anima a tener un corazón como el suyo, que evidencia con
obras su inmensa caridad. Como explica el Papa Francisco, “se reconoce si uno
es un verdadero cristiano, al igual que se reconoce a un árbol por sus frutos”.
En unión con Jesús, “toda nuestra persona es transformada por la gracia del
Espíritu: alma, inteligencia, voluntad, afectos, y también el cuerpo, porque
somos unidad de espíritu y cuerpo. Recibimos una forma nueva de ser, la vida de
Cristo se convierte en la nuestra: podemos pensar como Él, actuar como Él, ver
el mundo y las cosas con los ojos de Jesús”[3]. Entonces nos
resultará fácil ser humildes y comprensivos, ayudar a los demás a mejorar y
extremar la caridad con obras y de verdad.
[1] A.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, Tomo I, Rialp,
Madrid 1997, p. 171, nota 133.
[2] San
Josemaría, Conversaciones 108.
[3] Papa
Francisco, Audiencia, 3 de mayo 2015.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/2022-02-27/
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