Francisco Fernández-Carvajal 13 de febrero de 2022
@hablarcondios
— Para
Dios ha de ser lo mejor de nuestra vida: amor, tiempo, bienes...
—
Dignidad y generosidad en los objetos del culto.
— Amor
a Jesús en el Sagrario.
I.
Relata el libro del Génesis1 que
Abel presentaba a Yahvé las primicias y lo mejor de su ganado. Y le fue grata a
Dios la ofrenda de Abel y no lo fue la de Caín, que no ofrecía lo mejor de lo
que cosechaba.
Abel fue «justo», es decir, santo y piadoso. Lo que hace mejor la ofrenda de Abel no es su calidad objetiva, sino su entrega y generosidad. Por esto Dios miró con agrado sus víctimas y tal vez envió –según una antigua tradición judía– fuego para quemarlas en señal de aceptación2.
También
en nuestra vida lo mejor ha de ser para Dios. Hemos de presentar la ofrenda de
Abel y no la de Caín. Para Dios ha de ser lo mejor de nuestro tiempo, de
nuestros bienes, de nuestra vida. No podemos darle lo peor, lo que sobra, lo
que no cuesta sacrificio o aquello que no necesitamos. Para Dios toda la vida,
pero incluyendo los años mejores. Para el Señor toda nuestra hacienda, pero,
cuando queramos hacerle una ofrenda, escojamos lo más preciado, como haríamos
con una criatura de la tierra a la que estimamos mucho. El hombre no es solo
cuerpo ni solo alma; porque está compuesto de ambos, necesita también
manifestar a través de actos externos, sensibles, su fe y su amor a Dios. Dan
pena esas personas que parecen tener tiempo para todo, pero que difícilmente lo
tienen para Dios: para hacer un rato de oración, o una Visita al Santísimo, que
apenas dura unos minutos... O bien disponen de medios económicos para tantas
cosas y son mezquinos con Dios y con los hombres. Dar agranda siempre el
corazón y lo ennoblece. De la mezquindad acaba saliendo un alma envidiosa, como
la de Caín: no soportaba la generosidad de Abel.
«Es
preciso ofrecer al Señor el sacrificio de Abel. Un sacrificio de carne joven y
hermosa, lo mejor del rebaño: de carne sana y santa; de corazones que solo
tengan un amor: ¡Tú, Dios mío!; de inteligencias trabajadas por el estudio
profundo, que se rendirán ante tu Sabiduría; de almas infantiles, que no
pensarán más que en agradarte.
»—Recibe,
desde ahora, Señor, este sacrificio en olor de suavidad»3.
Para Ti, Señor, lo mejor de mi vida, de mi trabajo, de mis talentos, de mis
bienes..., incluso de los que podría haber tenido. Para Ti, mi Dios, todo lo
que me has dado en la vida, sin límites, sin condiciones... Enséñame a no
negarte nada, a ofrecerte siempre lo mejor.
Pidamos
al Señor saber ofrecerle en cada situación, en toda circunstancia, lo mejor que
tengamos en ese momento; pidámosle que haya muchas ofrendas y sacrificios como
el de Abel: hombres y mujeres que se entreguen a Dios desde su juventud.
Corazones que –a cualquier edad– sepan darle todo lo que se les pide, sin
regateos, sin mezquindades... ¡Recibe, Señor, este sacrificio gustoso y alegre!
II. «Es
bello considerar que el primer testimonio de fe en favor de Dios fue dado ya
por un hijo de Adán y Eva y por medio de un sacrificio. Se explica, por tanto,
que los Padres de la Iglesia vieran en Abel una figura de Cristo: por ser
pastor, por ofrecer un sacrificio agradable a Dios, por derramar su sangre, por
ser “mártir de la fe”.
»La
Liturgia, al renovar el Sacrificio de Cristo, pide a Dios que mire con mirada
serena y bondadosa sobre las Ofrendas del Señor, así como miró sobre las
ofrendas del “justo Abel” (Cfr. Misal Romano, Plegaria Eucarística I)»4.
Debemos ser generosos y amar todo lo que se refiere al culto de Dios, porque
siempre será poco e insuficiente para lo que merece la infinita excelencia y
bondad divina. Los cristianos debemos tener en este campo una delicadeza
extrema y evitar la inconsideración y la tacañería: no ofreceréis nada
defectuoso, pues no sería aceptable5,
nos advierte el Espíritu Santo.
Para
Dios, lo mejor: un culto lleno de generosidad en los
elementos sagrados que se utilicen, y con generosidad en el tiempo, el que sea
preciso –no más–, pero sin prisas, sin recortar las ceremonias, o la acción de
gracias privada después de acabada la Santa Misa, por ejemplo. El decoro,
calidad y belleza de los ornamentos litúrgicos y de los vasos sagrados expresan
que es para Dios lo mejor que tenemos, son signo del esplendor de la liturgia
que la Iglesia triunfante tributa en el Cielo a la Trinidad, y son ayuda
poderosa para reconocer la presencia divina entre nosotros. La tibieza, la fe
endeble y desamorada tienden a no tratar santamente las cosas santas, perdiendo
de vista la gloria, el honor y la majestad que corresponden a la Trinidad
Beatísima.
«¿Recordáis
aquella escena del Antiguo Testamento, cuando David desea levantar una casa
para el Arca de la Alianza, que hasta ese momento era custodiada en una tienda?
En aquel tabernáculo, Yahvé hacía notar su presencia de un modo misterioso,
mediante una nube y otros fenómenos extraordinarios. Y todo esto no era más que
una sombra, una figura. En cambio, el Señor se encuentra realmente presente en
los tabernáculos donde está reservada la Santísima Eucaristía. Aquí tenemos a
Jesucristo –¡cómo me enamora hacer un acto explícito de fe!– con su Cuerpo, su
Sangre, su Alma y su Divinidad. En el tabernáculo, Jesús nos preside, nos ama,
nos espera»6.
En la
casa de Simón el fariseo, donde Jesús echó de menos las atenciones que era
costumbre tener con los invitados, quedó patente la cuestión del dinero
empleado en las cosas de Dios. Mientras Jesús está contento por las muestras de
arrepentimiento que recibe de aquella mujer, Judas murmura y calcula el gasto
–para él inútil– que se está realizando. Aquella misma tarde decidió
traicionarle. Le vendió por una cantidad aproximada a lo que costaba el perfume
derramado: treinta siclos de plata, unos trescientos denarios. «Aquella mujer
que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza
del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios.
»—Todo
el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco.
»—Y
contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se
oye la alabanza de Jesús: “opus enim bonum operata est in me” —una buena obra
ha hecho conmigo»7.
También
el Señor, ante la entrega de nuestra vida, ante la generosidad manifestada de
mil modos (tiempo, bienes...), debe poder decir: una buena obra ha
hecho conmigo, ha manifestado su amor en obras.
III.
Cuando nace Jesús, no dispone siquiera de la cuna de un niño pobre. Con sus
discípulos, no tiene en ocasiones dónde reclinar la cabeza. Morirá desprendido
de todo ropaje, en la pobreza más absoluta; pero cuando su Cuerpo exánime es
bajado de la Cruz y entregado a los que le quieren y le siguen de cerca, estos
le tratan con veneración, respeto y amor. José de Arimatea se encargará de
comprar un lienzo nuevo, donde será envuelto, y Nicodemo los
aromas precisos. San Juan, quizá asombrado, nos ha dejado la
gran cantidad de estos: como unas cien libras, más de treinta kilogramos.
No le enterraron en el cementerio común, sino en un huerto, en una
sepultura nueva, probablemente la que el mismo José había preparado para
sí. Y las mujeres vieron el monumento y cómo fue depositado su cuerpo.
A la vuelta a la ciudad prepararon nuevos aromas... Cuando el Cuerpo de Jesús
queda en manos de los que le quieren, todos porfían por ver quién tiene más
amor.
En
nuestros Sagrarios está Jesús, ¡vivo!, como en Belén o en el Calvario. Se nos
entrega para que nuestro amor lo cuide y lo atienda con lo mejor que podamos, y
esto a costa de nuestro tiempo, de nuestro dinero, de nuestro esfuerzo: de
nuestro amor.
La
reverencia y el amor se han de manifestar en la generosidad con todo aquello
que se refiere al culto. Ni siquiera con pretexto de caridad hacia el prójimo
se puede faltar a la caridad con Dios, ni es de alabar una generosidad con los
pobres, imágenes de Dios, si se hace a expensas del decoro en el culto a Dios
mismo, y mucho menos si no va acompañada de sacrificio personal. Si amamos a
Dios, crecerá nuestro amor al prójimo, con obras y de verdad. No es cuestión de
mero precio, ni en materia así caben simples cálculos aritméticos; no se trata
de defender la suntuosidad, sino la dignidad y el amor a Dios, que también se
expresa materialmente8.
¿Tendría sentido que hubiera medios económicos para construir lugares de
diversión y de recreo con buenos materiales, incluso lujosos, y que para el
culto divino solo se encontraran lugares, no pobres, sino pobretones, fríos,
desangelados? Entonces tendría razón el poeta, cuando dice que la desnudez de
algunas iglesias es «la manifestación al exterior de nuestros pecados y
defectos: debilidad, indigencia, timidez en la fe y en el sentimiento, sequedad
del corazón, falta de gusto por lo sobrenatural...»9.
La
Iglesia, velando por el honor de Dios, no rechaza soluciones distintas a las de
otras épocas, bendice la pobreza limpia y acogedora –¡qué estupendas iglesias,
sencillas pero muy dignas, hay en algunas aldeas de pocos medios económicos y
de mucha fe!–; lo que no se admite es el descuido, el mal gusto, el poco amor a
Dios que supone dedicar al culto ambientes u objetos que –si se pudiera– no se
admitirían en el hogar de la propia familia.
Es
lógico que los fieles corrientes ayuden, de mil maneras diferentes, para que se
cuide y se conserve con esmero lo referente al culto divino. Los signos
litúrgicos, y cuanto se refiere a la liturgia, entra por los ojos. Los fieles
deben salir fortalecidos en su fe después de una ceremonia litúrgica, con más
alegría y animados a amar más a Dios.
Pidamos
a la Santísima Virgen que aprendamos a ser generosos con Dios como lo fue Ella,
en lo grande y en lo pequeño, en la juventud y en la madurez..., que sepamos
ofrecer, como Abel, lo mejor que tengamos en cada momento y en todas las
circunstancias de la vida.
1 Primera
lectura. Año I. Cfr. Gen 4, 1-5, 25. —
2 Sagrada
Biblia, Epístola a los Hebreos, EUNSA, Pamplona 1987, nota
a 11, 4. —
3 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 43. —
4 Sagrada
Biblia, Epístola a los Hebreos, EUNSA, loc. cit.
—
5 Lev 22,
20. —
6 A.
del Portillo, Homilía, 20-VII-1986. —
7 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 527. —
8 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 124. —
9 Paul
Claudel, Ausencia y presencia.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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