Américo Martín 20 de febrero de 2022
Jóvito
fue en ese momento –1952– el líder salvador. Llamó a dar un paso adelante y a
concurrir a las elecciones no importa el ventajismo brutal de la dictadura ni
las artimañas a las que recurriría en caso extremo. Un paso adelante. El país y
la opinión democrática internacional aprobaron ese mensaje destinado a
desbloquear la situación política y arrinconar a la dictadura militar. Villalba
se creció como nunca. Oleadas humanas decidieron acompañarlo. No se disputaba
la presidencia de la república; Jóvito y Mario Briceño Iragorry se limitaron a
encabezar la lista de URD a la Constituyente. Copei también participó, pero en
esa coyuntura era URD el más idóneo para ganar la mayoritaria votación de AD,
como en efecto sucedió.
Jóvito tuvo una gallarda trayectoria. Estuvo toda su vida en el cielo de la política, pero tres fueron sus grandes momentos, que como tales también lo fueron de Venezuela: la manifestación del 14 de febrero de 1936. A ese extraordinario pronunciamiento del pueblo caraqueño responderá el presidente López Contreras tendiendo un puente hacia la democracia. Era el objetivo de su Programa de Febrero. Algo largo y estrecho el puente, dirá Leo en Fantoches, pero puente al fin.
La
flauta volverá a sonarle a Jóvito en 1952 con su memorable llamado a dar el
paso adelante en las elecciones para la Constituyente convocadas por la
dictadura.
En
1958 será premiado por tercera vez. Fue la primera elección democrática en diez
años. Villalba, al frente de URD, dio un salto muy alto pero lamentablemente se
llevó el travesaño con el pie. Había organizado un amplio frente unitario en
torno a la candidatura del popular almirante Wolfgang Larrazábal. Si hubiera
habido alguna posibilidad de derrotar electoralmente a AD, el andamiaje armado
por URD habría sido quizá el medio más idóneo. Villalba se envolvió en la
esperanza de lograr una brillante victoria. El problema es que no había
posibilidad alguna de vencer a la formidable maquinaria de AD y a su invicto
abanderado.
Jóvito
Villalba estuvo destinado a ser presidente, mereció serlo; y por tenerle yo
tanto afecto y admirar sus fuertes convicciones democráticas, lamenté que su
legítima ambición presidencial no lograra colmarse. Deja una amarga lección a
los líderes políticos. Superada en el gomecismo la era de los viejos caudillos,
la mejor manera de obtener triunfos sostenibles es contar con un eficaz instrumento
partidista. Sin disponer de un partido de hondo contenido democrático y
dirección visionaria es muy difícil obtener triunfos sostenibles.
*******
– Te
llaman por teléfono
–
¿De parte de quién?
–
No se identificó.
Estoy
en mi casa, en la quinta Mares. Maquinalmente tomo el auricular y una voz seca,
cortante, me pregunta:
¿Usted
conoce a Eduardo Angarita?
Agarraron
a Frank, pensé. ¿Cómo debo contestar? Opto por demostrar indiferencia y me las
doy de chistoso. Lo que me sale, lo sé bien, de cómico no tiene nada pero por
ahí me voy
– ¿Angarita?
¡Claro que la conozco! La tomo y me gusta.
Deliberadamente
he trastocado el nombre de Angarita por el de Kantarita, el yogurt de moda con
el nombre de “leche acidófila”. El tipo me cuelga con brusquedad.
La
Seguridad Nacional tiene el número de mi casa. Seguramente los espías lo
tomaron de la libreta telefónica de mi amigo preso. Frank, obviamente no ha
dicho nada comprometedor sobre mí, de otro modo no me llamarían, me capturarían
por sorpresa.
Entre
la clandestinidad y la prisión
Hay
por lo menos dos asuntos de estos trajines de la política que nos enloquecen un
poco sin darnos cuenta: la clandestinidad y la prisión. La primera
la viví con acento muy especial desde 1953 hasta 1958; el trastorno mental de
la segunda lo descubriré en la década de los años 1960, cuando me convierta en
preso estable de una democracia.
La
clandestinidad despierta fantasmas dormidos. Estamos en el asueto de diciembre.
El incidente de Eduardo Angarita me lleva a una absurda conclusión: al comenzar
las clases en enero me esperará la consabida comisión de la Seguridad Nacional
en la puerta del liceo. Únicamente le transmito mis inquietudes a mi amigo Omar
Zamora, quien sin necesidad de clandestinidad o cárcel es más loco que yo. Le
parece totalmente válida mi conjetura.
Decido
empezar a prepararme para las preguntas del interrogatorio policial y me
dispongo a afrontar la tortura, que doy por descontada. Ni siquiera he pensado
en enconcharme. A mis 15 años no se me ocurre cómo funciona eso aunque
teóricamente lo recomiende a mis compañeros.
Llega
enero, voy a clase, no pasa nada ese ni ningún otro día. No sé si aprendí la
lección. No pude comprobarlo porque lógicamente nunca se me presentó una
situación imposible como la inventada esa vez por mi febril imaginación.
Entre
el desastre de la Constituyente de 1952 y fines de 1957 la dictadura sienta sus
reales en Venezuela. Reducida por los golpes materiales, la resistencia se
repliega y va cayendo en la pasividad y la resignación. Es un mar de
tranquilidad inalterable. Viejos adecos y comunistas deambulan como sombras
rumiando pérdidas. Basculando de la preocupación a la esperanza, mi tío Luis
Estaba, adeco ya sin oficio partidista, ha descubierto no sé cómo mi condición
de militante clandestino. Soy el hijo de su hermana y le angustia el peligro al
que me expongo con tan ingenua tranquilidad. Pero le entusiasma saber que la
llama de la resistencia no se ha extinguido ni se reduce a viejos militantes
errantes. Ahí hay unos jóvenes ejerciendo o intentando hacerlo el papel de
relevos. Lo veo salir de su casa de El Conde, en el este 12 y él me ve en dirección
al puente de San Agustín, rumbo al cine Alameda.
–
Ven acá que quiero preguntarte algo
–
Hola tío, ¿qué hay?
–
¿Ustedes se reúnen? me arroja como si fuera una piedra. ¿La
juventud del partido se está reuniendo?
Necesita
recibir noticias optimistas para elevar el ánimo. No pudo encontrar nadie mejor
que optimistas irredentos como uno.
Claro,
por supuesto. Nos reunimos regularmente y en total secreto. Nos estamos
reconstruyendo. Todavía no es el momento de pasar a la ofensiva, le
advierto ensayando el lenguaje de las estrategias y las tácticas, ya aprendido
en mi actividad de novato.
Esa es
la tónica dominante en la pax romana impuesta por la
dictadura. Pero como no todo puede quedar en aguas submarinas constituimos
grupos culturales cuyas actividades sean toleradas, con el fin de movernos en
el plano legal así sea en forma indirecta
En
1953 conozco por primera vez una cárcel por dentro. Salimos del liceo y
caminamos amigablemente hacia el parque Carabobo los comunistas Vincencio
González, Jesús David Garmendia y Luis Álvarez Domínguez, y los adecos Romulito
y yo. Al llegar al parque nos rodean varios espías. Somos trasladados a la
Seguridad Nacional, cuya sede estaba todavía en El Paraíso. Observo una virgen
en la sala de entrada, pero no es La Coromoto. Nos sientan sin presionarnos
demasiado. Un señor llama:
– Romulito,
pasa para acá
–
Mi nombre no es Romulito. Me llamo Rómulo Henríquez Navarrete.
–
Ven acá
Suponemos
que nos irán llamando. Luis portaba en sus bolsillos propaganda de su partido.
Como pudo, se desprendió de ella y la introdujo bajo el asiento del carro donde
habíamos sido trasladados a la Seguridad Nacional. Esperamos quizá dos o tres
horas. Han seguido hablando con Romulito. Se nos acerca un agente de pelo cano
llamado Luis Torres, y uno a uno nos va preguntando:
–
¿Cuántos años tienes?
–
Dieciséis, dicen mis compañeros, quince, remato yo
El
canoso nos mira con conmiseración
¡Qué
bolas las de ustedes! ¡En lugar de ponerse a estudiar….!
Inesperadamente
aparece Romulito. Alguien lo había mencionado o su nombre aparecería en una
agenda inapropiada, lo cierto es que no lo acusaron de nada. Fue una simple
exploración sin consecuencias. Ninguno ha sido registrado en el archivo
policial y puedo regresar a mi casa sin que mis padres llegaran a sospechar lo
que me había ocurrido.
Pienso
en la buena suerte de Luis Álvarez. Cuando den con los papeles que escondió en
el carro de la Seguridad no podrán relacionarlos con nosotros precisamente
porque no tuvieron la previsión de levantarnos las fichas de rutina y de dejar
constancia del incidente. La burocracia, siempre tan oportuna, preferiría botar
los papeles al cesto para no trabajar de más.
Este es
el último artículo de Américo Martín. Extrañaremos su pluma. Paz a su alma.
Américo
Martín
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