Opus Dei 09 de abril de 2022
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Comentario
del Domingo de Ramos (Ciclo C). En Semana Santa Jesús desea entrar a la ciudad
de nuestra alma. Deseemos recibirlo con la humildad del borrico y de las
palmas, con un corazón dispuesto a los sacramentos, cuidando las cosas
pequeñas, en la sonrisa y en el servicio a los demás.
Evangelio
(Lc 19,28-40)
Dicho
esto, caminaba delante de ellos subiendo a Jerusalén.
Y
cuando se acercó a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos,
envió a dos discípulos, diciendo:
—Id a
la aldea que está enfrente; al entrar en ella encontraréis un borrico atado, en
el que todavía no ha montado nadie; desatadlo y traedlo. Y si alguien os
pregunta por qué lo desatáis, le responderéis esto: «Porque el Señor lo
necesita».
Los
enviados fueron y lo encontraron tal como les había dicho. Al desatar el
borrico sus amos les dijeron:
—¿Por
qué desatáis el borrico?
—Porque
el Señor lo necesita —contestaron ellos.
Se lo
llevaron a Jesús. Y echando sus mantos sobre el borrico hicieron montar a
Jesús. Según él avanzaba extendían sus mantos por el camino. Al acercarse, ya
en la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los discípulos, llena
de alegría, comenzó a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios que
habían visto, diciendo:
¡Bendito
el Rey que viene en nombre del Señor!
¡Paz
en el cielo y gloria en las alturas!
Algunos
fariseos de entre la multitud le dijeron:
—Maestro,
reprende a tus discípulos.
Él les
respondió:
—Os
digo que si éstos callan gritarán las piedras.
Comentario
Este
domingo es considerado por la liturgia como el “Domingo de Ramos en la Pasión
del Señor”, porque conmemora la entrada de Cristo en Jerusalén para consumar su
Misterio Pascual. Por eso se leen desde muy antiguo dos evangelios en este día.
Como explica el Papa Francisco, “esta celebración tiene como un doble sabor,
dulce y amargo, es alegre y dolorosa, porque en ella celebramos la entrada del
Señor en Jerusalén, aclamado por sus discípulos como rey, al mismo tiempo que
se proclama solemnemente el relato del evangelio sobre su pasión. Por eso
nuestro corazón siente ese doloroso contraste y experimenta en cierta medida lo
que Jesús sintió en su corazón en ese día, el día en que se regocijó con sus
amigos y lloró sobre Jerusalén”[1].
Benedicto
XVI señala que el pasaje de la entrada triunfal “está cargado de referencias
misteriosas”[2].
De la versión de Lucas podemos fijarnos en varias de ellas. Por un lado, Jesús
desciende el Monte de los Olivos desde Betfagé y Betania, por donde se esperaba
la entrada del Mesías. Con sus precisas instrucciones sobre el burro, Jesús
emplea el derecho de los reyes a pedir una montura para uso personal. David
mandó montar a su hijo Salomón sobre su propio burro para ser llevado a ungir
como rey (1Re 1,33). El borriquillo estaba atado, como anunció Jacob que haría
Judá con el suyo (Gn 49,11).
Por
otro lado, la gente alfombraba con sus mantos el paso de Jesús, como hacían los
habitantes de Jerusalén antiguamente en honor de los reyes (2Re 9,13). Y la
multitud, llena de júbilo, empezó a cantar para Jesús una versión del Salmo
118: “¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor!”. Y también decían “paz en
el cielo, gloria en las alturas”, palabras que nos recuerdan el canto de los
ángeles, cuando Jesús nació en Belén (cfr. Lc 2,14), en la ciudad del rey David
y del Mesías.
El
trasfondo mesiánico de lo que estaba pasando no escapó a la observación de los
fariseos, quienes pidieron escandalizados que Jesús reprendiera a sus
discípulos. Pero el Maestro les señala la dureza de su corazón. Eran tan claras
las señales del Mesías que hasta las piedras gritarían en su honor si ellos
consiguieran callar a los discípulos. Y de hecho, como explica un Padre de la
Iglesia, “una vez crucificado el Señor, ya que callaron sus conocidos por el
temor que tenían, las piedras y las rocas le alabaron, porque, cuando expiró,
la tierra tembló, las piedras se rompieron entre sí y los sepulcros se
abrieron”[3].
“Así
como entonces el Señor entró en la Ciudad Santa a lomos del asno –dice
Benedicto XVI−, así también la Iglesia lo veía llegar siempre nuevamente bajo
la humilde apariencia del pan y el vino”[4]. Por eso, la
escena del domingo de Ramos se repite en cierto modo en nuestra propia vida.
Jesús se acerca a la ciudad de nuestra alma a lomos de lo ordinario:
en la sobriedad de los sacramentos; o en las suaves insinuaciones, como las que
San Josemaría señalaba en su homilía sobre esta fiesta: “vive con puntualidad
el cumplimiento del deber; sonríe a quien lo necesite, aunque tú tengas el alma
dolorida; dedica, sin regateo, el tiempo necesario a la oración; acude en ayuda
de quien te busca; practica la justicia, ampliándola con la gracia de la
caridad”[5].
En
este episodio también podemos contemplar con san Josemaría la figura del
borrico: “Hay cientos de animales más hermosos, más hábiles y más crueles. Pero
Cristo se fijó en él, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba.
Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de
corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la
alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos
limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma”[6]. Quien recibe
a Jesús con humildad y sencillez, luego lo lleva a todas partes.
[1] Papa
Francisco, Homilía, Domingo de Ramos 2017.
[2] Benedicto
XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la
Resurrección, Ediciones Encuentro, Madrid 2011, p. 13s.
[3] Beda, Catena
Áurea.
[4] Benedicto
XVI, Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección,
Ediciones Encuentro, Madrid 2011, p. 21.
[5] San
Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 77.
[6] Ibídem,
n. 181.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/2022-04-10/
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