Escrito el Oct 26th, 2012 porAlberto Barrera Tyszka
abarrera60@gmail.com
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Lo mínimo que uno espera de una democracia participativa
es que, al menos, sea algo democrática y algo participativa
No siempre las cosas se parecen a sus
nombres. Es algo que ocurre con algunos objetos pero, también, con ciertos
animales, incluso con determinadas personas. Seguro te ha pasado. Alguna vez
conociste a una Silvia que tenía una irremediable cara de Benilde. Con las
mascotas suele ser más frecuente. Recuerdo a un vecino con un perro chihuahua
cuyo nombre era Dragón. Cada vez que salían a la calle y él comenzaba a llamarlo
se producía un extraño cortocircuito de sílabas sobre la acera. Lo peor, sin
embargo, sucede cuando de manera deliberada se pretende tener un nombre
radicalmente distinto a lo que uno es. Cuando no se trata de una casualidad
sino de una intención, cuando el lenguaje se convierte en traición o en estafa.
Por ejemplo: lo mínimo que uno espera de una democracia participativa es que,
al menos, sea algo democrática y algo participativa.
No deja de sorprenderme la capacidad
extraordinaria que tiene alguna gente para desenchufar su espíritu crítico ante
algunas circunstancias.
Hay tantos camaradas y tantos compañeros,
feroces cuestionadores de las ceremonias del poder burgués, que de pronto se
apagan voluntariamente cuando los mismos desmanes, con grosera similitud, se
producen en su bando, en su propia organización. De repente, sus sagrados
principios quedan suspendidos. Sin ningún problema, y sin ningún pudor,
comienzan a vivir la realidad en modo de ausencia.
Son tan revolucionarios, tan
conciencia liberadora, tan dialécticos, a la hora de salir en la televisión
hablando de la democracia verdadera y del poder del pueblo, del socialismo
bolivariano y del futuro comunal, que uno no entiende en dónde diablos se
esconden cuando hay que analizar y debatir eso mismo pero a propósito del PSUV,
con respecto a la escogencia de los candidatos del oficialismo para las próximas
elecciones del 16 de diciembre. Hasta ese instante dura la revolución. Es otro
síntoma de los tiempos: la ideología también es provisional, desechable.
Es muy difícil justificar la manera
unilateral y autoritaria como el partido de gobierno ha elegido a sus
candidatos a gobernadores. Por más maromas que se ensayen, siempre queda un mal
sabor, ese ay flotando, aguando la fiesta en el cielo de la utopía. Hay quienes
han intentado proponer la enfermedad del Presidente como argumento. Pero un
cáncer no puede ser una excusa multiusos. Tampoco puede legitimar infinitamente
cualquier equivocación política. Se trata de una incoherencia mayúscula.
Ni siquiera se puede tapar con un
quirófano.
La memoria colectiva, además, todavía
recuerda el mitin en el estado Carabobo, cuando en un ataque de intemperancia
de lo más abrupto pero de lo más saludable, el Presidente regañó a la multitud
e impuso a Francisco Ameliach como candidato a la gobernación. En contra de las
bases.
En contra de las organizaciones populares.
En contra de la autogestión y del proceso comunal. Sin ninguna fragilidad
clínica, se pasó por el forro todo el grandioso proyecto para el próximo
sexenio con un único argumento: Porque lo digo yo. Vayan tomando nota: ¿acaso
no querían patria? Aquí la tienen. Yo soy la patria.
Otra premisa trata de explicar lo que
ocurre aferrándose a una palabra que, en ocasiones, le ha sido muy útil al
Gobierno: transición. Todo lo malo que ocurre se debe a que estamos en una
etapa de transición. Por eso hay corrupción, burocratismo, ineficiencia,
clientelismo, falta de solidaridad, calles rotas, prisiones llenas de armas,
hospitales que no funcionan, machismo, rock and roll y piojos. Todo lo que se
pueda criticar cabe en ese término. Se trata de algo caprichoso y sin mucho
fundamento. Basta recordar que 11 de los 23 candidatos a gobernadores,
designados por el poder, son militares.
¿En qué parte de la transición están
ellos? ¿En la que vamos dejando atrás o en la que vamos entrando? En México,
durante setenta años, el PRI se mantuvo institucionalmente y de manera
ininterrumpida en el poder. Era “la dictadura perfecta”, sostenida sobre la
práctica democrática del Dedazo. Carlos Monsiváis la definía así: “La
sensatez de la República depende del monopolio de las decisiones (…) El
presidente mira a su alrededor y calcula quién le será fiel o quién, en el caso
de traicionarlo, le será menos dañino. Y deposita la esencia de su mando en el
control sobre doce años de la vida nacional, los seis que le tocan y los seis
del sucesor, porque no serían concebibles sin la acción del Dedo, del genuino
Dedo de Dios. El Dedazo es la plataforma de convicción del presidencialismo”.
Quizás va siendo hora de pensar en el
nombre de las cosas. Esta semana, la revolución bolivariana sólo fue un dedo.
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