Boris
Muñoz 19 de Octubre, 2012
¿Cómo crees que será el resultado de
las elecciones?”, le pregunté a P V, el conductor que me llevó de
Maiquetía a Caracas dos semanas antes del 7-O. Habíamos transitado juntos
varias veces esa ruta matizando el tráfico con animados debates sobre el único
tema los venezolanos tenemos en común desde hace demasiado tiempo: la política.
P V es un férreo opositor al gobierno, por lo cual su respuesta podía
resultarme en cierto grado previsible. “Por todo lo que he oído y visto, creo
que le ganamos a Chávez 80 a 20 legal”, sentenció sin dejar lugar a la duda.
Cuando dos semanas después P V me buscó para llevarme al aeropuerto, le
repetí la pregunta, aunque esta vez conjugada en pretérito: “¿Cómo viste el
resultado electoral?”. Pensé que escucharía una amarga perorata sobre el robo
de votos y las trampas electrónicas del gobierno, pero P V dejó clara su
posición con un lacónico: “Nos ganaron”. Para mí, la más sorprendente de las
respuestas de P V no fue su fantasiosa predicción de una victoria
arrolladora, sino la sencilla asunción de la derrota.
Esa ductilidad expresa un hecho
novedoso. Por dura que haya sido la derrota para la oposición, perder forma
parte de la normalidad democrática. Sin embargo, esta nueva normalidad es una
moneda de dos caras. Una cara se caracteriza por dos rasgos singulares. El
primero es la despolarización parcial de la sociedad expresada en la alta
votación. La segunda es la asimilación del continuismo chavista. “Nos ganaron”
implica reconocer que hay buenas razones para el triunfo de Chávez (desde los
programas sociales, hasta su liderazgo personal y la capacidad de movilización
de votantes el día de la elección). Esto lleva a concluir que el 7-O no fue el Día
de la Bestia y que el país sobrevivió para seguir cargando a cuestas con
sus problemas, como el hombre de la Emulsión de Scott carga el pesado
bacalao. Esta cara de la normalidad puede ser un viento refrescante para la
política venezolana, sofocada por el discurso pugnaz y la intolerancia hacia
quienes disienten o simplemente piensan diferente.
Sin embargo, la nueva normalidad muestra
otra cara con rasgos agraviantes para el juego democrático. Aunque no haya
habido fraude en el proceso de votación y escrutinio, el descarado ventajismo
oficialista le resta transparencia y méritos al resultado. Aunque Chávez no
ofreció nada nuevo, ganó encaramado en las razones ya mencionadas. Pero también
lo hizo usando recursos del Estado para crear un ventajismo prácticamente
imbatible, apelando al temor de los más desprotegidos de la sociedad a perderlo
todo y controlando en buena medida al árbitro que esta vez mostró una
complicidad activa con el atropello constante a las reglas del juego electoral.
El gobierno trato de hacer pasar todo esto como algo normal. Pero no hay nada
de normal en estas tretas y ardides execrables . Los venezolanos no deben
admitir la normalización del manipuleo de reglas y condiciones de la
competencia electoral, pues vuelven el juego tan disparejo que el resultado
termina siempre empañado por la duda. En particular, la oposición tiene el reto
de impugnar esta situación y lograr un CNE más balanceado que le permita
competir en términos adecuados y hacer creíble los resultados. Esa es una tarea inmediata que puede
lograrse sobre la base de una legitimidad ganada contra todo obstáculo. De lo
contrario, el sistema electoral colapsará por la fuerza de la paradoja: que
haya un ganador predeterminado acaba con la posibilidad de elegir. Como lo
estableció Adam Pzeworski, la democracia es un juego basado en la incertidumbre
electoral. Si una parte de la población cree que uno de los competidores
controla al árbitro o que los resultados están predeterminados, nos alejamos de
la democracia.
Nada de esto debe impedir un examen a
fondo de la actuación de Henrique Capriles Radonski y la Mesa de la Unidad.
Nadie puede regatearle méritos a su mística y entrega como candidato. Le dio
identidad a una oposición que hasta ahora se definía por una negación: ser
anti-chavista. Esto fue patente ya desde agosto cuando sus seguidores
comenzaron a definirse como caprilistas y a usar la gorra tricolor como un
símbolo de pertenencia. Capriles, sin las dotes oratorias de su rival, creó un
discurso propio y una forma de transmitirlo. Desarrolló también un ágil juego
de cintura para esquivar los ataques e invectivas de Chávez, haciendo que se
revirtieran contra éste como por efecto bumerán. A lo largo de casi toda la
campaña Capriles fijó la agenda de temas logrando colocar a Chávez en una
esquina defensiva y obligándolo a prometer más eficiencia.
Chávez debió bailarle pegado, como
quien dice, y hasta tuvo que cantar bajo la lluvia para no quedar como un mero
actor de reparto en la campaña. Él mismo reconoció que el ritmo de Capriles lo
obligó a salir más de lo previsto de Miraflores, en alusión a su recuperación
del cáncer. Tenía más claro que nadie que era demasiado lo que había en juego.
Es lo que llamé estrategias de combate aikido para dirigir la fuerza del
atacante en su contra. Con esto no le regateo méritos a un talante de líder
excepcional, simplemente subrayo la astucia de Capriles para comprender cómo
enfrentar a su contrincante. Pero el curso de la campaña hizo también evidente
que Chávez y su oferta política pierden terreno de manera considerable y
constante. Su victoria fue imperfecta, aunque como buen publicista y absolutista
él se empeñe en proclamar lo contrario. “Hay una victoria clara pero para el
ganador el resultado no ofrece un mensaje claro. Considerando toda la ventaja
con que compitió, cualquier resultado debajo de 10 puntos de ventaja hubiese
equivalido a una desaprobación. Chávez gana en el límite cuando esperaba una
ventaja mayor para hacer avanzar el estado comunal. Su posición es buena pero
no suficiente para celebrar”, me comentó la historiadora Margarita López Maya.
Algo de eso sentí al pasar revista a
las caras reunidas en el Comando Carabobo la noche del domingo 7 de Octubre. A
pesar de conocer ya el resultado, del elenco alineado de izquierda a derecha,
solo Diosdado Cabello parecía gozoso. El rostro de José Vicente Rangel era el
de un jugador de póker, pero los de Darío Vivas y Aristóbulo Istúriz traslucían
preocupación. En los días previos a la elección, algunos chavistas afirmaban
que Chávez superaría a Capriles por entre 13 y 15 por ciento, otros daban una
ventaja reducida entre 6 y 8 por ciento. En ese sentido, fueron más realistas
que los miembros de la Mesa de la Unidad, quienes una semana antes, tras los
bastidores de la marcha de la Avenida Bolívar, expresaban la euforia de los
descorchadores de botellas sobre la base de una ventaja de entre dos y 6 por
ciento, supuestamente sólida, supuestamente irreversible.
El viernes de la víspera, a la entrada
de un hotel donde se celebraba una reunión de la oposición que se suponía de
muy petit comité, me tropecé literalmente con un prominente jerarca de
la MUD. En un breve intercambio le pregunté cómo iban los números de Capriles.
“Estamos entre 5 y 6 puntos arriba”, me respondió. Como en esas situaciones y
muchas otras mi naturaleza me vuelve impertinente. “¿No hay algo de
triunfalismo en su apreciación?”, le pregunté. El jerarca me reprochó
airadamente poner en duda en su propia cara lo que me decía. Le ofrecí una
disculpa sincera pero sin dejar de aclararle que las experiencias pasadas
contribuían a reforzar el escepticismo. Hablando de caras, lo que más me sorprendió
de la del jerarca fue que a pesar de lo agrio de su reclamo su rostro fuera
solo una máscara sin expresión alguna.
Más allá de las anécdotas está el
asunto medular. A pesar de ofrecer una enorme ganancia neta para la oposición,
la campaña de Capriles tuvo unos pocos e importantes fallos que es preciso
reconocer. El primero es haber sobreestimado su crecimiento solo sobre la base
de encuestas que ofrecían perspectivas halagadoras sobre factores especulativos
e impresiones no cuantificables. Esas encuestas suponían que los electores
indecisos favorecerían casi unánimemente al candidato opositor. Quienes debían
tener los pies más en la tierra estaban en las nubes. A partir de ahí la
campaña opositora se volvió una caja de resonancia.
Sobre este equívoco se desarrolló una
campaña publicitaria paralela para persuadir a los factores de opinión de que
el auge de Capriles sobrepasaría a Chávez y su maquinaria. Era cierto que el
impulso acompañaba a Capriles, pero también que en las últimas tres semanas de
campaña Chávez hizo un esfuerzo titánico por frenar ese ascenso. Este error de
apreciación se puso de manifiesto en el acto de cierre chavista. El comentario
dominante ante los miles de autobuses que colmaron las calles y avenidas de
Caracas fue que transportaban a una grey misionera que había viajado largas
horas obligada, comprada o jalada bajo amenaza. Eso puede ser cierto en alguna
medida. Sin embargo, la verdadera demostración de fuerza no eran las miles de
franelas rojas que, con obediencia de soldadesca pero espíritu de carnaval,
acompañaron a su líder bajo el aguacero de ese día. En realidad, el dato más
relevante eran los miles de autobuses que trancaron la ciudad, pues probaban no
solo una gran movilización sino también una meticulosa organización. En el
bando opositor se hizo sentir la falta de una movilización a fondo que
permitiera mover las bases electorales de todos partidos y grupos electorales
de la Mesa de la Unidad. En ese sentido, el señalamiento de Capriles sobre la
falta de campañas paralelas, no solo es revelador sino preocupante.
A pesar de que ahora esas falencias se
pongan de bulto, aun así nada garantizaba remontar los 10 puntos de ventaja que
obtuvo Chávez. No hay duda que la movilización y el líder fueron factores
críticos. Pero el crecimiento económico, por el alto precio del petróleo y el
gran endeudamiento, que provocaron una expansión del consumo en los sectores
populares, fue un importante aliado del gobierno. Este factor había sido
ponderado repetidamente por los grandes bancos en Nueva York que, basándose en
estas variables, daban a Chávez una ventaja rotunda. Si un votante está
relativamente satisfecho con su economía personal será reacio cambiar el estado
de las cosas. Si su bolsillo está vacío tratará de echar abajo las puertas del
palacio. Chávez gastó buena cantidad del oro de su bolsa en la movilización del
voto a través del aumento del gasto público. Esta vez ganó. Sin embargo, los
efectos secundarios del crecimiento artificial de la economía se harán sentir
más temprano que tarde y podrían llevarlo a tener que implementar el odioso
paquete de ajustes -llámenlo neoliberal o periodo especial – que, según
él, su contrincante hubiera implementado en el caso de ganar. Esos mismos
bancos neoyorquinos que anunciaron su victoria predicen que si estos
correctivos no son llevados a cabo en breve, la economía venezolana colapsará
en no más de un par de años.
Los jerarcas de la campaña y el mismo
Capriles cometieron otra pifia al esquivar a toda costa un enfrentamiento más
personal entre los dos líderes. Chávez no consiguió el cuerpo a cuerpo que
buscaba con Capriles para -en su fantasía de bravucón camorrero- aplastarlo y
pulverizarlo. Pero quizás habría convenido que el flaquito lo bailara más de
cerca e incluso le conectara un par de jabs, así recibiera uno que otro
manotazo. Las dos ocasiones más claras para hacerlo fueron durante la semana
negra de agosto. Las inundaciones en Sucre, la caída del puente de Cúpira y el
incendio de Amuay dejaron al desnudo la incompetencia y la falta de planes de
contingencia eficientes para disminuir el impacto de las tragedias. Aunque
resulta pusilánime explotar la desdicha con fines políticos –cosa que Chávez si
ha hecho hasta la saciedad en función continuada desde el deslave en 1999
pasando por las inundaciones en 2010 hasta Amuay en 2012-, lo medular es que
estos eventos fueron una ilustración clara del ruinoso estado en que se
encuentran muchas cosas en el país y que Capriles denunció hasta la saciedad en
sus recorridos pueblo por pueblo. Lo congruente habría sido señalarlos de forma
más contundente. Otra situación que no se abordó con suficiente profundidad fue
el asesinato de tres activistas de oposición en Barinas. A pesar de que estos
jóvenes dieron su vida por la causa opositora, arrastrados por el fragor de la
campaña, ni el candidato ni la dirigencia de la MUD confrontaron a Chávez todo
lo que debían por estos crímenes políticos ni le rindieron a estos mártires el
debido homenaje. Aunque en este caso la oposición optó por no hacer bulla para que
sus adeptos no sintieran miedo de asistir a sus manifestaciones, en un ámbito
más amplió fue vaga para enfrentar las amenazas e intimidaciones que Chávez
perifoneaba a diestra y siniestra. Le faltó imaginación y arrojo. Finalmente,
Capriles tampoco hizo todo lo que debía por exponer algo bastante obvio para
cualquier observador: el probado desfase entre la prédica de Chávez, sus logros
como mandatario y el estilo de vida de sus principales operadores con respecto
al pueblo desposeído que claman representar. El camino del progreso, pasa
también por la identificación clara de la senda que hay que dejar atrás.
A pesar de que a esas alturas era poco
lo que se podía a hacer, las distracciones, omisiones y errores de cálculo
aluden tanto a cierto voluntarismo opositor como a una subestimación de la
maquinaria chavista. Estas cosas yuxtapuestas añaden otro lastre al resultado y
muestran a una oposición que no termina de conocer a su adversario ni tampoco a
sí misma.
Con todo, la evaluación que Capriles y
la MUD hagan de la candidatura y la campaña, no debe ser un mea culpa, sino un
examen a conciencia. Hubo puntos débiles pero sobre todo muchos aciertos que
colocan a la oposición en un lugar inédito en 14 años y en buena medida la
comprometen frente a los electores que los respaldaron. Interesantemente,
Capriles y la MUD quedan a cargo de 45% de quienes votaron el 7-O. No hay
mayorías absolutas, sino un país dividido en dos toletes casi iguales que están
unidos por la voluntad de resolver sus diferencias.
Sin embargo, un examen de esa
naturaleza no es cosa que pueda despacharse en un conciliábulo de un par de
días. Primero hay que pasar por la previsible desmoralización producto del
resultado y la depresión que sigue a la efervescencia. En los días que vienen
se encontrará el lugar de cada cosa y eso debería llevar a entender que la
campaña de Capriles ha sido la espina dorsal de un nuevo momento político.
Una visión crítica de la candidatura,
podría comenzar por la revisión de los límites del discurso empleado durante la
campaña. Capriles demostró una disciplina espartana y un compromiso ritual con
su causa, pero el guión que lo llevó al famoso “in crescendo” tenía límites.
Aunque había que mantener el entusiasmo en las filas opositoras, también era
necesario una alta dosis de realismo. Por ejemplo decir con toda claridad que
además de mantener las misiones y mejorarlas, urge en Venezuela una
reconstrucción institucional. El mensaje de Capriles era el progreso pero la
precondición para éste es la reconciliación. Reconciliar pasa por limpiar el
ámbito político del personalismo, el abuso de poder y la corrupción. Capriles
consiguió darle forma a este mensaje y hacerlo creíble, en virtud de la amplia
sed de renovación moral en el país, pero le faltó tiempo para proyectarlo.
Obsesionado consigo mismo, Chávez
centró su discurso en la unidad pueblo-líder, entendiendo al pueblo como el
cuerpo de la nación y al líder como su corazón y su cerebro. Chávez así lo hizo
porque sabe de sobra como hacer saltar los resortes melodramáticos del pueblo
venezolano, en buena medida reflejos condicionados por un rancio patriotismo.
Por eso su oferta fue muy concreta: no importa que el país se esté cayendo, lo
que importa es que sigan conmigo, porque yo soy la patria y los que quieran
patria que vengan conmigo. De allí que haya promovido la ficción de su
potencial muerte como la muerte del pueblo. La oposición, por su parte, tenía
la tediosa pero imprescindible tarea de contrarrestar esa narrativa. Para ello
debía tomar al asunto por los cuernos y recordarle a los votantes la
inmoralidad y el ventajismo que enfrentaba. No se puede negar que Chávez sigue
cautivando a un sector grande de la población más pobre. Pero una cosa es
competir contra un dirigente declinante aunque todavía fuerte y otra muy
distinta sumar a ese liderazgo el descomunal aparato propagandístico y la masa
de recursos proveniente de la renta petrolera puesta a su total disposición
para captar votantes y movilizarlos. De nuevo, había que recordar que no se
competía en condiciones normales. Había que recordar, digo, que la lucha
democrática es también una lucha de resistencia contra una autocracia. Y esto
debe ser así hasta que el paisaje de fondo haya cambiado.
Una consecuencia natural de una
derrota es el reflujo de movilización. Hay gente que hará sus maletas para
marcharse del país, pero siempre será una fracción pequeña de los 6.500.000 de
venezolanos que votaron por Capriles. La oposición debe lamer sus heridas con
paciencia, como recomienda el verso de un poeta colombiano. Acto seguido tiene
que asumir los retos del presente inmediato.
Conservar la unidad es el mayor
desafío hasta nuevo aviso. El oficialismo ha pretendido minar la alianza
opositora diciendo que se trata de un saco de gatos. Ostensiblemente, la unidad
es la verdadera bestia negra para el chavismo, puesto que es la única forma en
que la oposición ha logrado recortar una distancia significativa.
Pero al mismo tiempo la alianza
opositora debe constituirse como una fuerza política con contenido propio y
diferenciado para promover el debate sobre la gestión de gobierno y presentar
políticas públicas mejor concebidas que las de Chávez. Debe hacerse más
competitiva y atractiva. Solo así se logrará consolidar la afiliación de dos
millones de nuevos votos que causó la figura de Capriles. De ahora en adelante
el cobre debe batirse en las agendas, en la redacción de políticas y leyes, y
en la denuncia de la lepra de la corrupción.
Los desafíos de Capriles son
diferentes. Ya logró encontrar una voz para conectarse con un público. Es la
figura nacional que no era hace cuatro meses y logró no solo venir de atrás en
una carrera muy dispareja sino llegarle muy cerca a la presidencia. En
síntesis, ha unido a la oposición tras de sí dándole voz, cuerpo y rostro.
Ahora necesita darle sustancia a su propuesta política aterrizándola en la
realidad y alejándola del juego maniqueo del pensamiento mágico planteado por
Chávez. La era Chávez se caracterizó por mostrar la realidad de los venezolanos
que fueron olvidados por sus élites: él los reconoció y les dio significado a
sus vidas, prometiéndoles vengarlos y recuperar el igualitarismo que ha sido
una fuerza conductora en buena parte de la historia venezolana. Aunque las
élites que aun conservan buena parte del poder económico del país han comenzado
asumir su responsabilidad en el desmadre que condujo al reinado de Chávez, es
necesario dar ese debate de una vez por todas para poder ampliar el terreno del
disenso que permita a largo plazo la construcción de un nuevo contrato social.
En ese sentido, Capriles tiene la
tarea de hacer valer el voto opositor evitando que Chávez haga caída y mesa
limpia como es su costumbre. En el terreno del liderazgo ideológico, si
Capriles es realmente un político de centro izquierda tiene que probarlo
demostrando una mejor comprensión de los problemas estructurales de Venezuela.
A partir de allí necesita plantear su propia agenda con soluciones que vayan a
la raíz de esos problemas. De esa manera podrá situarse más allá de las
coyunturas inmediatas y competir políticamente, sea dentro de seis años o ante
cualquier imprevisto ocasionado por la salud de Chávez.
Lo mejor del resultado del 7-O fue el
82 por ciento de participación electoral. Una enorme masa crítica de
venezolanos se movilizó por la democracia. Pongo el acento en la palabra
crítica, porque es una masa dispuesta defender electoralmente sus preferencias.
Ese es el recado más claro del proceso electoral. Ahora, esos venezolanos deben
mantenerse movilizados para articular propuestas desde el seno de la sociedad
civil y demandar de su gobernante un ejercicio del poder menos retórico y más
eficiente. Pero también hay que entender que la sociedad se muestra
marcadamente dividida en dos opciones políticas. De la porción electoral
conquistada por la oposición se desprende otro mandato evidente: para hacer
viable al país es indispensable reconocer que hay un enorme sector de la
sociedad que quiere un país diferente. Si cualquier sociedad estuviera
compuesta por 45 por ciento de oligarcas y burgueses, como dice parte del
chavismo, de la oposición, no estaríamos en el planeta Tierra sino en Marte o
en Júpiter. El empeño de Chávez de estigmatizar a ese 45 por ciento, recuerda
el desprecio de Mitt Romney por el 47 por ciento del electorado que lo adversa.
Para Romney y para Chávez, casi la mitad de la población son rémoras que
impiden el avance del neoliberalismo y la revolución, respectivamente. Es obvio
que Chávez debe abandonar el discurso del antagonismo maniqueo que sembró un
virtual apartheid político (ésa fue siempre una monserga oportunista y
superficial que medró del resentimiento atomizado en toda la sociedad
venezolana). Aunque dio resultados en su momento, hoy está agotado y en vía al
fracaso. En suma, el gobierno debe dejar de verse al ombligo y promover la inclusión
y el protagonismo no solo social sino también político. Hay incluso sectores
dentro del chavismo que ya lo han pedido. Pero que Chávez acate ese anhelo es
cuestión de ver para creer. Mientras tanto, la victoria perfecta solo existirá
en el delirio.
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