Ana Teresa Torres 8 de Octubre, 2012
Leía hoy
unas declaraciones de quien mucho admiro, Ramón Guillermo Aveledo, quien hace
una distinción muy importante entre la tristeza en el ámbito privado y la
depresión en el ámbito político (entrevista en Globovisión). La política –dice
Aveledo– es siempre una lucha y una actividad muy dura, por ello “no hay
espacio para la depresión”. Pero al mismo tiempo acepta su propia tristeza, la
de su familia y la de todos los que vimos frustradas nuestras aspiraciones.
Para los que no somos políticos de oficio es posible que la distinción no
exista en los mismos términos. Yo soy escritora y psicoanalista, y para mí la
tristeza es un sentimiento y la depresión un estado, no necesariamente
patológicos; a veces inevitables, a veces necesarios. Freud definía la
melancolía como la reacción ante la pérdida de un ser querido o su abstracción
equivalente, y entre esas abstracciones equivalentes precisamente mencionaba la
patria y la libertad. De modo que personalmente creo que hay que saber
reconciliarse con la tristeza, y con la depresión también (repito, no soy
política sino escritora y psicoanalista, o simplemente, una ciudadana que
perdió las elecciones). Tengo para mí que los venezolanos no sabemos hacer bien
los duelos, es decir, que tendemos a salir de los momentos depresivos lo antes
posible, por medio de la rabia, o de la dispersión, e incluso la falsa euforia.
O tendemos a minimizarlos. Por ejemplo, que alguien diga que esto, lo ocurrido,
es “un tropiezo”. Entiendo lo que quiere decirse, pero ¿tropiezo? Vaya con el
tropezón.
Conozco y
aprecio a venezolanos para quienes el resultado de estas elecciones era
esencial en términos de su vida personal y familiar; para ellos no hay
consuelo. No sería yo capaz de inventarlo. Para todos era de alta importancia.
Para el país también, pero el país es mayoritariamente responsable del
resultado de las elecciones, y debe aceptar (los responsables, quiero decir)
que eligieron libremente la opción que quisieron. Si más adelante la quieren
cambiar, bienvenidos, pero de momento no son unos ángeles ni niños inocentes.
Votaron, eligieron. Pobres o ricos, son ciudadanos responsables de sus
decisiones.
Sentirnos
tristes o deprimidos no es una desvalorización. Es la reacción normal ante lo
ocurrido, es decir, una grave pérdida para aquellos que pensamos en la
posibilidad de otra vía para un mejor país. ¿Que habrá otras oportunidades?
Seguramente, pero esta la perdimos y por lo tanto es una pérdida. Así
redundantemente. Sin subterfugios. La pena y la tristeza pasan, no cabe duda,
pero no pasan mejor por querer salir de ellas.
Pasan porque
los seres humanos tenemos la capacidad de elaborar duelos y superar traumas,
siempre y cuando los aceptemos. Duelos congelados por negados, esos sí que
tardan en pasar. Una buena manera de saltarse el duelo es la del que dice, yo
no he perdido, es que me robaron. O la de, yo más nunca voto, eso no sirve para
nada.
Supongo que
en los próximos días recibiremos numerosos análisis de las causas de lo
ocurrido, y sobre todo llamados al pensamiento “positivo”, pero lo cierto es
que no estábamos bien preparados, precisamente por la inclinación a minimizar
lo que llaman “sentimientos negativos”; los sentimientos no son positivos ni
negativos (disiento de los manuales de autoayuda), los sentimientos son
reacciones de la subjetividad humana y todos conviven, y todos pueden ser
necesarios. La duda es uno de ellos. Y una de las razones por las que no
estábamos preparados fue la insistencia social (la presión social, diría) en
minimizar al adversario (¿enemigo?). La insistencia en que un hombre cercano a
los 60 años (un anciano en los códigos venezolanos), con posibles limitaciones
físicas (que ignoramos en sus detalles), y movido en una “carroza”, no estaba a
la altura de un hombre de 40, en capacidad de caminar doscientos pueblos como
si nada. Una insistencia en menospreciar al adversario, en considerarlo despectivamente,
en verlo derrotado por nuestros propios deseos. En considerarlo desde nuestras
propias referencias. En despreciar a sus seguidores. Y una insistencia en no
permitirnos la duda. Quizá la política no permita dudar. Pero ya pasó el tiempo
de la duda y viene el del pesar. ¿Tampoco será admisible? ¿Ya estamos montados
en que la victoria nos espera a la vuelta de la esquina?
Yo también
espero la victoria (desde hace catorce años), y no niego los considerables
avances en el camino, pero por el momento la fuerza de la resistencia exige ese
incomodo estado de esperar en la desolación.
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