Fernando Mires 2 de octubre de 2012
Que las elecciones del 07. de
Octubre de 2012 en Venezuela no estén cruzadas por debates entre los dos
contrincantes es un hecho escandaloso y por eso llama la atención de la opinión
pública internacional. Tanto más escandaloso si se toma en cuenta que
Henrique Capriles no sólo ha desafiado a debatir, sino incluso, en los mejores
términos, así lo ha solicitado al presidente recibiendo en cambio andanadas de
insultos, cada uno más grosero que el otro. ¡Qué lástima!
Lástima, porque la de Venezuela no
será cualquiera elección. En ella se encuentran enfrentadas nada menos
que las dos formas predominantes de gobernabilidad que priman en América
Latina. A un lado el autocratismo político que une a Chávez con Ortega,
Morales, Correa, y en parte con Fernández. Al otro lado el proyecto de
democracia social representado por Capriles, muy cerca de Rousseff, de Mujica,
de Fúnez, de Humala e incluso de Santos.
Las dos principales formas de
gobernabilidad latinoamericana están avaladas por sus respectivos paradigmas,
teorías y culturas políticas ¡Cuánto ganarían las nuevas generaciones si
pudiesen presenciar o leer un debate entre dos de los exponentes más dilectos
de ambas formas de representación! ¡Cómo se enriquecería el bagaje político
latinoamericano si Chávez hubiera salido de su autismo ideológico, aceptando un
debate que hasta sus huestes – y sobre todo sus huestes- requieren escuchar!
En todos los países democráticos los
candidatos debaten entre sí. Ahí ponen a prueba su prestancia, su dicción, sus
proyectos, sus programas. Es en esos momentos discutitivos cuando la política
alcanza su máxima expresión. De ahí que un proceso electoral sin debate, es
decir, sin el elemento fundamental del hacer político, es un procedimiento
democrático a medias. Porque, y esa es la experiencia democrática, cuando dos
contrincantes debaten, ese debate continúa al interior de las familias, de las
asociaciones, en el trabajo, e incluso en los bares de la llamada
sociedad civil. A través del debate pre-presidencial la nación discute consigo
misma, buscando su destino común.
La política nació con el debate en la
polis griega. A través de argumentos antagónicos la ciudadanía de origen se
convertía en una de ejercicio. Desde esos momentos la polis solo podía existir
sobre la base de la polémica. Eso, y no sus riquezas, o su poderío militar, o
su cultura, fue lo que más diferenció a los griegos de los pueblos bárbaros.
Hoy en día ocurre lo mismo: la política sigue portando consigo el sello
ateniense: el debate. Las democracias no sólo son institucionales. Son, además,
discursivas. Esa es la razón por la cual cuando un político niega el debate, no
sólo niega el debate, niega, además, su propia condición política.
No están claras las razones que
incitan a Chávez a no aceptar el debate. Hay quienes dicen: su propia formación
militar lo impide pues la deliberación no es arte preferido en los cuarteles. O
que sus limitaciones de salud le impiden realizar el esfuerzo físico y mental
que implica discutir. No pocos piensan: ya se le acabaron las ideas y no tiene
nada nuevo que ofrecer. En cualquier caso las razones menos válidas son
las presentadas por el presidente. No son, por cierto, razones políticas. Son
simples razones avícolas. Pero no solo las águilas, tampoco las gallinas cazan
moscas.
No obstante, cualquiera sea la razón predominante, lo cierto es que si la política es debate, sin debate no hay política. Cuando alguien niega el debate niega a la política. Es por eso que afirmo y sostengo: un político que no se atreve a debatir no merece gobernar
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