Por Lissette
Gonzalez, 14/10/2012
Como era de esperarse, hemos pasado esta semana
leyendo múltiples textos que tratan de explicar el resultado electoral del
pasado domingo. Que si el fraude, que si el ventajismo, que si la operación
remate. Textos que agradecen a Capriles Radonski el esfuerzo de la campaña, que
llaman a la abstención o a votar aún con más ganas. Otra vez aparece la
conexión emocional de Chávez con sus electores o la tesis contraria resumida en
“billete mata galán”. Posiblemente porque lo mío no es el análisis político, yo
no me voy a dedicar hoy a esos temas. Según creo, hay temas sociales más
profundos detrás de ese resultado e intentaré resumirlos en las próximas
líneas.
Empecemos por la frase de una tía mía que, a mi juicio, describe de
forma clara el cambio ocurrido en los últimos catorce años: “es que ahora la
gente ya no sabe estar en su puesto”. Mi tía veía desde hace ya años que el
problema radicaba en que había ciertos grupos que estaban “alzados” y no
estaban dispuestos a mantenerse en las posiciones que tradicionalmente les
asignaba nuestro orden social pre-Chávez; posiciones subalternas, dominadas, o
como queramos llamarlas. Pero un grupo de venezolanos (mayoritario, por demás)
ya no está dispuesto a ser el último de la lista. Cree que es importante, que
otro futuro donde es protagonista es posible para él. En eso consiste la
esperanza que Chávez ha sembrado a lo largo de estos largos años de gobierno.
Mis lectores argumentarán, y con razón, que esta esperanza carece de
asidero, que los servicios públicos están peor que nunca, que la inseguridad es
un problema agobiante, que el déficit de viviendas ha crecido, así como el
embarazo adolescente y la mortalidad materna. Pero la mala noticia que vengo a
darles es que probablemente para los más pobres, la vida no debe haber cambiado
demasiado en los últimos treinta años (ya vivían en barrios sin servicios desde
entonces, por ejemplo), ahora al menos tienen ahora una esperanza que antes no
tenían y para algunos esta incluso se ha materializado en misiones, cooperativas, electrodomésticos,
viviendas y empleo. Aunque este último sea público y tutelado, es un ingreso
mejor y más estable que el de la informalidad.
Pero el asunto no se reduce a estos grupos sociales, ahora movilizados
por la esperanza. También se trata del resto de nosotros; los que cantan
fraude, por ejemplo, simplemente niegan la existencia de ese pueblo que
mayoritariamente cree que esta es su vía para salir adelante. Para los demás,
aunque tengamos certeza que esa gente y esos votos existen, no los conocemos.
Son el “otro” al que tememos: los cerros que bajaron el 27 de febrero, los que
nos asaltarán si cruzamos esa frontera imaginaria de nuestra zona de confort.
Ese video, “Caracas, ciudad de despedidas” que fue tan duramente criticado, lo
que muestra es un grupo de jóvenes profundamente desarraigados, a quienes se
les ha quitado la posibilidad de vivir una ciudad. Que sólo conocen sus
pequeñas burbujas: su casa, su club, su universidad. ¿Cómo pueden querer luchar
por un país que les es completamente ajeno? Y si deciden hacerlo, ¿cómo pueden
tener un proyecto, un mensaje, para ese país mayoritario que no sea sólo
altruismo benevolente o caridad?
Quizás hay un poco de eso en la campaña de Capriles. En estos días mucho
se ha dicho sobre que le “faltó pueblo”, aún a pesar de la importancia que se
le dio al contenido social de su plan de gobierno. El tema es quizás no que
debemos trabajar “para ellos”, sino “con ellos”. El gran éxito comunicacional
de Chávez ha sido precisamente identificarse con esos grupos excluidos, ser su
voz. Mientras tanto, la campaña opositora no logró romper la barrera de ser
distintos a ese pueblo que se pretende representar. Y se concluye: hay que
hacer más trabajo en los barrios, potenciar sus propios dirigentes. Lo cual,
sin duda, da resultados como lo muestra la victoria de Capriles en Petare. Pero
eso no será suficiente para la inclusión, porque la barrera no es sólo, ni
principalmente, política.
La clase media se encierra en sus feudos y, aunque es producto de un
acelerado proceso de movilidad social, se empeña en olvidar que el abuelo vino
del campo o de Catia o del Prado de María. Nos sentimos importantes por nuestros estudios, nuestros trabajos, lo que hemos logrado, y no queremos recordar que la
abuela o el bisabuelo eran pobres y que los hijos salieron adelante porque había
una excelente educación pública en nuestras ciudades, porque había buenos
hospitales donde nacimos nosotros o nuestros padres. En resumen, porque había
oportunidades. Hoy nos preocupamos por pagar un buen HCM y el colegio privado
de los niños, y no nos importan demasiado esos liceos sin profesor de
matemática o física gracias a los cuales quienes están hoy como nuestros padres
o abuelos hace cincuenta años, no podrán preparar a sus hijos para tener una
ocupación que les permita salir adelante por sí mismos. Pensamos que son pobres
porque quieren, que son flojos, que prefieren la dádiva. No queremos ver que
este país dejó de ofrecer hace mucho tiempo oportunidades para ellos.
Nuestras interacciones son exclusivamente con nuestros iguales.
Despreciamos o tememos a cualquiera que venga de esa otra Venezuela. Somos
profesores, periodistas, ingenieros, médicos, escritores que no nos
cuestionamos por estar viendo solo una parte de la película. Y minoritaria,
además. Cada programa de TV, cada artículo en prensa, cada libro que no se
proponga romper las barreras que separan a los venezolanos mirando desde esa
otra perspectiva, lo que logra es reforzar la barrera. Cada vez que educamos a
nuestros hijos en el miedo y sin conocer esa otra mitad de su ciudad, de su país,
estamos haciendo más grande la distancia. Qué les puedo decir, no podemos pedir
a los políticos integrar al país cuando lo que nos gusta es que en nuestro
restaurante favorito, cine, colegio o plan vacacional haya puro VIP como
nosotros. Por mucho que se fajen, los políticos no pueden hacer magia. Y tú,
¿estás haciendo algo?
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