Ivo Hernández 01/10/2012
En el histórico encuentro que
sostuvieron a comienzo de la década de los 60 del siglo pasado Fidel Castro,
jefe de una revolución que comenzaba en Cuba, y Rómulo Betancourt, primer
presidente de Venezuela luego de una dictadura militar, el cubano ya avizoraba
para su provecho un futuro financiado con el petróleo venezolano.
Infortunadamente para él, se topó entonces con uno de los políticos más
curtidos y avezados del continente. Alguien que podía ver y entender la
radiografía política de Castro, de frente y de perfil, antes que otros
hipnotizados.
Pero Castro ha tenido siempre las dos
condiciones maquiavélicas de un líder: talento y fortuna. La suerte le llegó
con creces en sus años postreros. No vino sola, es cierto, sino de la mano de
su visión y talento político. Luego de ser uno de los primeros mandatarios en
condenar el intento de golpe de Estado contra Carlos Andrés Pérez en 1992, se
percata de la veta enorme que encarna un joven militar formado apresuradamente,
y con la mitología de la izquierda latinoamericana intacta en la cabeza. De
inmediato le invita con honores a la Habana, apenas Hugo Chávez es sobreseído
de la causa de una felonía mayor a su juramento profesional, dos años después.
Comienza entonces una de las
relaciones más fructíferas para la familia Castro de que haya memoria, pues con
este Hugo Chávez en la presidencia de la Republica, después de la debacle de un
sistema de partidos que jamás se reformó y que pensó que la historia había
llegado a su fin, Venezuela pasaría a ser el mayor sustento de la economía
cubana, eclipsando los mejores esfuerzos de la Unión Soviética. Tanto como Cuba
ha sabido sorprender con sus deportistas en las Olimpiadas, está demostrado que
las economías centralizadas y planificadas son un fracaso, y que la economía
cubana solo puede existir, y con ella el régimen de los Castro, si se le
mantiene con subsidios. Nunca, en más de 50 años, ha podido dar un paso sola.
Es una quiebra perpetua, mantenida con respiración artificial.
Venezuela ha sido condenada a
subsidiar este y otros regímenes, hipotecando profundamente su futuro. El país
se nota muy deteriorado, incluso respecto a su pasado reciente, que no fue
mucho mejor. Pero la expoliación a que se le ha sometido ha sido excesiva. Es
como un maratonista que, a la vez que corre, va donando sangre. No puede llegar
muy lejos. Sostener la isla de Cuba desde Caracas ha derruido el aparato
estatal venezolano convirtiéndolo en una provincia satélite donde las decisiones
sustantivas son tomadas a distancia. El propio presidente ha sido claro en
esto. Ya no habla de dos, sino de solo un país.
El próximo 7 de octubre, este
escenario puede cambiar. Los viejos estamentos democráticos, vapuleados por
ideólogos comunistas importados para convertir el agua en baba, no han cedido
en una nación que todavía sueña con ser algo más que el alimento de una
hacienda política foránea. Las bisagras de lo que algún día fue una democracia
con alternancia en el Gobierno no están rotas todavía, y el régimen actual lo
sabe. Venezuela es el último reducto donde la izquierda borbónica, la que ni
olvida ni aprende, se va a jugar todo por mantener la falacia de un mundo que
avanza, dicen ellos, por medio del odio y la lucha de clases.
Ahora mismo en Caracas, brigadas bien
pagadas de operadores de muchos países luchan por perpetuar la opresión y
desesperanza de un mandatario eterno. El petróleo se regala en el futuro a
cualquier precio, para que haya liquidez con que mantenerlos, y el aparato ideológico
y mediático está instalado. La noche totalitaria amenaza con expandirse.
Del otro lado esta un grupo de
ciudadanos que ha visto a su país hundirse con la inflación más alta del mundo,
la peor violencia del continente, y la más alta tasa de migración juvenil de
Sudamérica. ¿Cómo enfrentar a este ejército intelectual de especialistas
multinacionales? Con el arma que todo dictador teme, porque es la única que lo
invalida: el voto.
La democracia volverá a Venezuela y
empezará en Cuba.
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