Fernando Mires 08 de noviembre de 2014
Las coordenadas de tiempo varían a
medida que se recorren los distintos espacios de la revolución de 1989-1990.
Mientras para los húngaros el año clave es 1956, para los polacos es 1980, para
los checoeslovacos no puede ser sino 1968, cuando la hermosa primavera de Praga
fue ennegracida por tanques invasores. Pero mientras 1956 era en Hungría un
punto de referencia, 1980 en Polonia un punto culminante, 1968 debía ser en
Checoeslovaquia un punto de partida.
Un irónico punto de partida. Porque
después que los tanques asolaban Praga, muchos checoeslovacos pensaban que ese
era el punto que ponía término a todos sus sueños, la definición definitiva
del bloque soviético como una fuerza militar de carácter mundial dentro de la
cual el destino de Checoeslovaquia parecía estar sellado: zona de ocupación.
Por cierto, mucho llegó a su fin en la
Checoeslovaquia de 1968. Entre otras cosas, el proyecto para construir un
socialismo con rostro humano.
Desde 1968 los checoeslovacos supieron
definitivamente que el socialismo no podía tener, por lo menos en su país, un
rostro humano. Pero ese era también un punto de partida. Porque desde ese
momento también supieron que un cambio en el país ya no podía tener un caracter
intersocialista y que el camino de pacto o díalogo con la Nomenklatura, a
diferencias de lo que ocurría en Hungría y Polonia, estaba cerrado para
siempre. Esto significaba que las futuras luchas debían darse en términos de
confrontación abierta, lo que en cierto modo clarificaba los términos. Desde
ese punto de vista, la lucha contra el régimen parecía más difícil; pero desde
otro, quedaba demostrado que la Nomenklatura, a diferencia con la de otros
países socialistas, no tenía más fuerzas políticas de reserva que ofrecer.
Estas estaban agotadas. Se habían ido con Dubcek quien, desde su nuevo cargo de
jardinero en el que fue quizás más feliz que antes, pasó a ser el símbolo de un
pasado que cada vez era más leyenda.
La entrada de los tanques rusos a
Checoeslovaquia en 1968 fue desde el punto de vista militar una obra maestra.
Pero desde el político fue una catástrofe. Entre otras cosas, le costaría a la
URSS el resto de simpatía que tenía entre los sectores democráticos de
Occidente.
No hay que olvidar que, mal que mal,
todavía se mantenía la leyenda de la URSS luchando a muerte contra el fascismo.
En cierto modo la URSS pudo vender la imágen de su invasión a Hungría como un
acto antifacista, lo que tenía cierta credibilidad a poco más de un decenio de
la guerra mundial. Kruschev y sus reformas habían despertado más de alguna
esperanza al interior de las izquierdas democráticas, y todavía se pensaba que
Breschnev podría continuarlas. Figuras tan respetadas como Sartre habían dado
su voto de confianza al comunismo soviético de post-guerra. Los propios
seguidores de Dubcek no creían en la posibilidad de una invasión. ¿No eran al
fin y al cabo ellos los mejores socialistas del país, los únicos en condiciones
de garantizar la adhesión política a la URSS? Por si fuera poco, los más
importantes Partidos Comunistas de Europa Occidental habían puesto toda su
esperanza en Dubcek.
El PC checoeslovaco representaba no
solamente la utopía del "socialismo con rostro humano", además
brindaba a la URSS la posibilidad para una desestalinización radical en sus
relaciones con su periferia. Parecía, efectivamente, haber llegado el momento
de la europeización del comunismo, en cuyo marco podrían insertarse partidos
como el italiano, el francés, el español. Por si fuera poco, los bulliciosos
jóvenes del 68 ya habían inscrito el nombre de Praga en sus banderas.
Si la URSS hubiése apoyado a Dubcek,
podría incluso haber canalizado el potencial energético de la juventud
universitaria europea a su favor. Hoy, mirando en perspectiva tales
posibilidades, es posible pensar que si Breschnew y sus consejeros hubiésen
tenido un mínimo, no digamos de inteligencia, sino que de sentido común, para
evaluar la situación checoeslovaca, el fin del imperio soviético no habría sido
posible; por lo menos en la forma en que tuvo lugar. Por último, hay que
agregar que 1968 dió un impulso moral a la propia disidencia soviética, como
reconoció Andrew Sacharow en una entrevista (Le Monde 19 de agosto de 1978). No
hay que ser pues demasiado inteligente para encontrar ciertas relaciones entre
Praga de 1968 y Moscú de 1990.
El propio fenómeno del eurocomunismo de
los años sesenta no puede explicarse totalmente sin la invasión a Praga. Y
visto en perspectiva, el eurocomunismo, aunque fracasó en sus respectivos
países, fue uno de los principales factores erosionadores del imperio
soviético. Significó, ni más ni menos, la imposibilidad de la URSS de
expandirse politicamente hacia Europa Occidental. La idea que incluso Stalin
acarició hasta sus últimos momentos, la de la revolución mundial con hegemonía
soviética, terminaba para siempre con el eurocomunismo. Si el comunismo debía
seguir expandiéndose, debía hacerlo militarmente, lo que también era imposible
realizar en Europa Occidental sin provocar una guerra mundial que perdería
todo el planeta. En fin, si 1989 significó la muerte material del comunismo,
1968, con la invasión a Praga, señalizó su muerte ideológica, condición, al
fin, de la primera.
Quienes extraerían las mejores lecciones
de los acontecimientos de Praga serían los disidentes de los demás países de
Europa del Este. Para Kurón y Mischnik por ejemplo, quedó desde ese momento
claro que la lucha polaca debería evitar por todos los medios provocar una
invasión de la URSS para lo cual era fundamental no dividir a la Nomenklatura
nacional, pero sí, negociar con ella cuando fuera posible. La segunda, y quizás
más importante lección, fue que una transformación radical de los países
socialistas satélites no era posible si no ocurrían cambios paralelos en la
URSS, o lo que es igual: se hacía necesario acumular fuerzas para cuando
llegara el momento en que apareciera un nuevo Kruschev como decía Mischnik. El
nuevo Kruschev apareció al fin, en la figura de Gorbachov.
Pero la lección más decisiva fue la
siguiente: la revolución no podía ser posible en un sólo país, sino que debía
realizarse de una manera permanente o inenterrumpida, atendiendo a las
condiciones desiguales que imperaban en el desarrollo de cada uno. El lector
avisado se habrá dado cuenta que estoy aludienndo nada menos que a la tesis
defendida por Trotzky en relación a la revolución socialista que debería tener,
según él, en Occidente. El revolucionario ruso se habría caído de espaldas si
hubiera sabido que su tesis era correcta, pero no para implantar el comunismo,
sino que para derribarlo. Y esa tesis, defendida por supuesto con otra
terminología por los disidentes de los países de Europa del Este, demostró en
1989 ser absolutamente cierta. Como escribía Pelikán, ya en el año 1977
"Las derrotas del pasado, en Hungría en 1956 y Polonia, y en 1968 en la
primavera de Praga, permiten hacer un pronóstico que parece ser importante: La
liberación del sistema stalinista y el desarrollo de un socialismo que se
diferencie del modelo soviético, no pueden ser realizados en los límites de un
sólo país".
La convicción de que la revolución
antitotalitaria debía tener un carácter permanente llevó a los disidentes a
establecer relaciones internacionales entre ellos, teniendo lugar lo que
Pelikán llamaría un nuevo internacionalismo de acuerdo al cual la disidencia
coordinaba sus acciones e intercambiaba sus respectivas experiencias sin
someterse a ninguna conducción especial. Particularmente intensivas fueron las
relaciones entre Carta 77 en Checoeslovaquia y el KOR polaco. Todos los
esfuerzos gastados en cuarenta años por la URSS destinados a fundar una
Internacional para implantar el comunismo no funcionaron mejor que los pocos
años que gastaron los disidentes en crear relaciones internacionales con el
objetivo de derribarlo.
También los disidentes checoeslovacos
extrajeron sus conclusiones. No habiendo más esperanzas en el socialismo
reformado, no quedaba más alternativa que enfrentarlo "desde fuera"
del Partido, sobre todo si se tomaba en cuenta que después de 1968 la URSS
había cambiado al propio Partido, caso único en la historia de las
"democracias populares".
Según datos proporcionados por el
propio Comité Central, hacia septiembre de 1970, 475.731 miembros habían dejado
de pertenecer al Partido. Según otras informaciones la cifra rebasaba el número
de 600.000 persona. En otras palabras, ya no existía más una Nomenklatura
nacional. Husak y los suyos no eran más que una simple embajada soviética en el
poder. ¿Como enfrentar a esa asociación mercenaria? Militarmente era imposible,
puesto que siempre significaría perder. La única alternativa era hacerlo
moralmente, apelando a la conciencia ciudadana, denunciando la permanente
violación a los derechos humanos. Es por esa razón que mientras KOR y
Solidarnosc fueron las fuerzas más políticas de la resistencia, Carta 77 fue la
con más fuerza moral.
Los disidentes agrupados en Carta no se
consideraban siquiera como una organización política (aunque lo era) sino que
como una fuerza moral, y en su primera declaración del 11 de enero de 1977 se
definía como una "asociación informal y libre de seres humanos de
diferentes ideologías, diferentes creencias y diversas profesiones"
(Garton Asch 1990:63). Principalmente Havel hizo de los principios morales un
programa, en un país en que el régimen se caracterizaba por su inmoralidad de
origen, de facto y de praxis.
Luchar contra la mentira era la
estrategia de Havel y los suyos. Denunciarla donde estuviera y como fuera era
su principio de acción. Mientras más perseguidos y encarcelados eran, mayor era
su presencia moral, y menor era la de ese régimen que ya no creía ni en sí
mismo, y que se expresaba, como suele ocurrir en los sistemas sin legitimidad,
en actividades corruptas, lo que se traducía, entre otras cosas, en su total
ineficacia política y económica. Como afirmaba Havel en una conferencia en
Toulousse: "Una sóla persona que se atreva a gritar la palabra libertad, y
que la defiende con todo su ser y su vida puede ser más poderosa que miles de
electores anónimos, aunque formalmente le sean arrebatadas todas las
libertades". Este fue el Credo de Carta 77 que por lo demás no era una
sóla persona, pues su circulo de simpatizantes eran millares. Pero la prédica
con el ejemplo fue, sin dudas, una de las características de la disidencia
checoeslovaca, hasta el punto que a veces se tiene la impresión de que ser
enviado a la cárcel por el régimen era motivo de orgullo, por una parte, y un
paso politicamente calculado, por otra. Si la Nomenklatura lo hubiera sabido,
habría abierto todas las puertas de todas las cárceles. Quizás se habría
mantenido un par de meses más en el poder.
La moral convertida en política explica
por qué la rebelión checoeslovaca fue principalmente portada por sectores
sociales no inmediatamente vinculados a intereses materiales, como
estudiantes, artistas e intelectuales. Para ellos, la principal reivindicación
no eran los aumentos de salarios, sino la libertad de acción y de palabra. A diferencias
de Polonia en donde los intereses culturales se articularon con los económicos,
en Checoeslovaquia los últimos se articularían con los primeros. Eso explica
también que a la hora de hacerse del poder, Havel y los suyos tuvieran menos
ideas concretas para gobernar que la gente de Walesa de quien se tiene la
impresión que ya antes de 1980 guardaba un programa de gobierno en su
dormitorio.
Viernes 24 de noviembre de 1989. La
Nomenklatura ha sido derrotada; sin dignidad, como en Hungría; sin negociar,
como en Polonia; vergonzosamente, como se lo merecía. Al igual que en el
entierro de Nagy en Budapest, ha llegado el ansiado día en que la nación se
encuentra con su historia. Pero, a diferencias con Hungría, el Nagy
checoeslovaco está vivo, y el pueblo lo llama: ¡Dubcek, Dubcek, Dubcek! El ya
anciano líder comunista asoma a los balcones. 1968 está ahí, de nuevo, y la
gente no pudo contener más las lágrimas. Todos saben que la primavera de 1968
no volverá; pertenece al pasado; pero también saben lo decisiva que ha sido en
la liberación, no sólo de Checoeslovaquia, sino de todos los países
socialistas. 1989 fue la reivindicación de 1968. Pero como todo pasado, no
puede ser revivido. Dubcek, antes que nada es un símbolo, y como tal fue
reintegrado al nuevo poder; simbolicamente.
Texto extractado y resumido del
libro "El Orden del Caos, Historia
del fin del Comunismo"" de Fernando Mires. Editorial Araucaria,
Buenos Aires, 2005.
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