Por Yedzenia Gainza, 21/10/2015
Bruselas, corazón de Europa, una ciudad donde el verde de los parques y
el colorido de las flores contrastan con el cielo gris y la llovizna
pulverizada que convierten la acción de plancharse el pelo en una de las mil
formas de perder el tiempo.
Cualquiera que haya atravesado Aragüita para ir a la UNITEC, haya
estado colgado en un autobús a lo largo de la Intercomunal de Turmero –donde
después de una nada agradable caminata se entra a la UBA–, haya sobrevivido a
los cráteres de la variante de Bárbula para poder ir a clases en la UC, o
simplemente haya tenido que esconderse de los tiroteos en la UCV, podría pensar
que al entrar a la sede del Parlamento Europeo en Bruselas se sentiría como
cucaracha en baile de gallinas. Y un poco así parecía.
A la ciudadana de un país en el que desde hace tiempo regresar vivo a
casa e irse a la cama sin el estómago vacío son considerados logros dignos de
una medalla de oro en las olimpiadas de la vida, le impresionaba ver cómo hay
un lugar en el que se discute el futuro de millones de personas e incluso se
defienden los derechos que sistemáticamente son pisoteados por el régimen
cleptocrático que hace años la hizo cruzar el Atlántico sin saber muy bien
cuándo iba a volver.
Recordó que los tapones de dólares que tienen muchos países de su
propio continente no son tan grandes como para ensordecer a la notablemente
imperfecta Europa que como vieja señora, lleva a cuestas en forma de canas la
experiencia de mucha sangre, sudor y lágrimas.
Mientras iba explorando los recovecos del edificio donde coincidía con
muchas caras conocidas y casi en la misma proporción por las que inspiran
desprecio o admiración, de pronto tuvo lugar una maravillosa sorpresa.
De repente, en pleno Parlamento Europeo apareció él, así en su
imponente significado… Un orgullo infinito subió por mis tacones hasta tropezar
con la tristeza en mi pecho. Ambos sin mucho esfuerzo llegaron a mi rostro y se
quedaron allí a modo de discreta sonrisa. Sí, una de esas que se sueltan
cuando se siente un dolor muy profundo y una dulce voz susurra: “tranquila,
esto también pasará”. Algo así como cuando caminando hacia el Coliseo se
escucha a un artista callejero entonando “moliendo café”, una mezcla de
sentimientos difícil de identificar con una sola palabra.
Simón Bolívar estaba allí y para mí el efecto fue el mismo que si me
hubiera encontrado a un maestro, a uno de esos amigos de mis padres que pueden
regañarme sin problemas. Encontrar al Libertador en Bruselas fue como ver una
luz al final del túnel, la confirmación de eso que se mueve por las venas de
cualquiera que venga de la tierra donde ha nacido ese gigante de verdad: uno
nunca puede sentirse fuera de lugar. No sé si será lo que algunos llaman
esperanza o lo que otros llaman ingenuidad, lo que sí sé es que no hay un
rincón del mundo lo suficientemente lejano como para hacerme olvidar de dónde
vengo. Porque aunque quisiera, siempre hay algo que retumba dentro, algo tan
fuerte que hace imposible hacerse el sordo.
Quien quiera engañarse creyendo que no oye nada, es libre de hacerlo.
Yo no quiero, no he querido y nunca voy a querer. Porque espero volver a ver a
Simón, pero sentada en un banquito de la Plaza Bolívar de mi ciudad comiéndome
un helado de coco sin pensar que no lo voy a contar.
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