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sábado, 24 de octubre de 2015

Verónica Zubillaga: Hay un duelo colectivo, crónico y cíclico producido por la violencia


Por Hernán Carrera


“El paroxismo de los operativos militarizados no sólo encarna la arbitrariedad de la bota militar, sino que está generando procesos de humillación masivos, en extremo peligrosos porque pueden detonar reacciones volátiles de rabia colectiva", advierte


Entre los años 2010 y 2014 –es decir, entre el DIBISE y el plan Patria Segura–, las tasas de homicidio saltaron de 45 a 62 por cada 100.000 habitantes, al tiempo que la población carcelaria pasaba de 30.000 a 50.000. Nada induce a pensar que la realidad hoy sea distinta, salvo por el perceptible incremento de la tendencia.

El fenómeno no es novedoso ni exclusivo de estas tierras, aunque sí muestra paradójicas diferencias con respecto a otros países latinoamericanos. En Brasil, en México, la espiral de la violencia se desató también –igual que acá– en los años 90, al calor de políticas “de ajuste” macroeconómico que acenturaron la desigualdad y la exclusión social. En El Salvador, Honduras, Guatemala, además, bajo el impacto de guerras civiles devastadoras. En Venezuela, en cambio, las estrategias neoliberales fueron detenidas abruptamente al poco de instaurarse la llamada Revolución Bolivariana, en 1999, y su lugar fue tomado por un discurso de inclusión social que hizo del reparto equitativo de la renta su principal política.

¿Por qué entonces esta guerra, nunca declarada pero letal?

Hay puntos y puntos de mira para analizar la violencia. El de la víctima, el del victimario, el del agente represor, el del testigo lejano y pasmado, el del cronista atribulado, el del investigador académico.

Difícil hablar de privilegios en ese ámbito, pero si alguna perspectiva puede calificarse de tal en la visualización de este gran drama nacional, sin duda es el de un reducido y valeroso grupo de investigadores que, no contentos con la relativa provisión de realidad que puedan acarrear las teorías o las encuestas, decidieron hace años repartir su tiempo y sus esfuerzos entre las aulas y el barrio, entre las bibliografías y las madres que se quedan sin hijos, entre los simposios de expertos y el relato en primera persona de quienes más directamente viven la violencia: los jóvenes de los sectores más preteridos de la ciudad, aquellos que sufren o, también, que integran las bandas armadas.

Entre esas pocas personas destaca con voz propia Verónica Zubillaga. Socióloga, profesora de la Universidad Simón Bolívar e investigadora en el Laboratorio de Ciencias Sociales (Lacso), doctorada en la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica), autora de trabajos publicados –y premiados– en el exterior, integrante –quizá frustrada– de la al parecer extinta u olvidada Comisión Presidencial para el Control de Armas y Desarme, actualmente dicta un semestre como profesora visitante en Brown University, tras el cual seguirá otro como investigadora visitante en Harvard University para finalmente regresar a, dice, “mi país, que extraño enormemente, para seguir trabajando y agitando en estos temas”.

“Estos temas” son los que Zubillaga lleva más de quince años trajinando, atenta a los entresijos, a los ocultos resortes, a las causas y a las posibles soluciones de lo que, para el venezolano común, no es sino caótico e indetenible mar de sangre, plomo, duelo y sed de venganza.

Al oírla hablar, se piensa que el país haría bien en escucharla. Que aún es posible la cordura. Que todavía queda algo de esperanza.


Violenta es la noche

—¿Somos un país pacífico asediado repentinamente por la violencia, o es sólo que la violencia cambia de cauces según las circunstancias?

—La violencia, desde una perspectiva cultural y colectiva, la podemos entender como prácticas de respuesta frente a situaciones de adversidad. Es decir, no es que somos violentos, sino que en momentos históricos y frente a determinadas circunstancias actuamos de manera violenta. En los años 80, Venezuela tenía tasas de homicidios relativamente bajas: 8 homicidios por cada 100.000 habitantes. En 1989 vino el Caracazo, y esa explosión fue la que reveló la capacidad de violencia que teníamos como sociedad, pero también, sobre todo, la aplastante respuesta del Estado.

El punto de inflexión lo representa entonces 1989, seguido luego por 1992, con los golpes de Estado, y 1994 con la debacle bancaria. En la década de los 90, después de estas alzas, nuestras tasas de homicidio se ubicaron junto a la de países como México o Brasil, que comenzaron a experimentar la intensificación de procesos de desigualdad asociados a las políticas de ajuste económico entonces en boga, así como el embate de procesos de deterioro de instancias fundamentales como la policía y el sistema de justicia, al mismo tiempo que la expansión de economías clandestinas como la de la droga, que por ser ilegal está asociada a las armas de fuego y a la violencia.

—Un proceso de raíces similares para casi toda América Latina, con la implantación del modelo neoliberal. Pero en Venezuela, donde además ese modelo se interrumpió, parece que hemos superado con creces las cifras de esos dos países.

—Sí, con el inicio del siglo XXI, Venezuela tiene un aumento importante en sus tasas de homicidio. Dejamos en eso de equipararnos a México o Brasil para tener tasas como las de Guatemala, Honduras o El Salvador, que venían de padecer confrontaciones bélicas. Los países centroamericanos, en esos tiempos de posguerra, comienzan a experimentar no ya un conflicto central, sino una intensa conflictividad –además armada, es decir, marcada por la presencia de armas–, así como las respuestas violentas en sí mismas del Estado, conocidas en Centroamérica como las políticas de Mano Dura, que en lugar de pacificar han contribuido al aumento de la conflictividad y la violencia.

—No suena como un buen pronóstico para Venezuela, cuando acabamos de producir un viraje más bien radical hacia esaspolíticas de Mano Dura…

—En nuestro país, las respuestas recientes del Estado, expresadas en la conocida Operación para la Liberación del Pueblo, predeciblemente incrementarán la violencia, habrá más duelos y más dolor. El Estado se constituye en un actor de la violencia, que la atiza, la incrementa, y no en el actor privilegiado de la pacificación. En estos momentos, nuestras tasas de homicidio, en efecto, se ubican junto a las de países centroamericanos. Pero como venía diciendo, son prácticas de respuestas cambiantes frente a condiciones que también van mutando. Esto nos deja espacio para pensar que, transformando ciertas condiciones esenciales, sí es posible transformar prácticas violentas en prácticas de convivencia.


Sentirse inseguro, vivir inseguro

—¿Qué diferencia hay desde el punto de vista social, si la hay, entre índices de inseguridad e índices de percepción de inseguridad? ¿A partir de qué nos hemos convertido, según dicen, en el segundo país más inseguro del mundo? ¿Es eso cierto?

—Hay en efecto una diferencia entre la ocurrencia de delitos violentos y la percepción de inseguridad o de amenaza. Hay sectores de la población que tradicionalmente se experimentan como vulnerables, como los ancianos o las mujeres, según lo ilustra la literatura criminológica. En América Latina hay países donde la gente se siente muy insegura y, sin embargo, la ocurrencia de delitos violentos –como robo u homicidio– es muy baja. Es el caso de Chile, por ejemplo.

Ahora, lo que sucede en nuestro país es que hay una ocurrencia muy elevada de delitos violentos, que atemorizan mucho, como el homicidio, el robo, el secuestro, y la gente tiene mucho miedo; un miedo que en nuestro caso tiene referentes en la realidad concreta de las experiencias cotidianas de la gente, así como en los casos registrados por las estadísticas.

—Se suele responsabilizar a los medios por la existencia de una percepción de inseguridad que supuestamente está muy por encima de la realidad…

—Sí. Mucho se discute sobre la responsabilidad de los medios de información en la creación de un sentimiento de inseguridad, sobre todo entre los sectores de la clase media (porque en los sectores populares, tan temprano como en los años 90 la gente ya tenía relatos de muertes cercanas). En mis investigaciones lo que se revela, sobre todo, es que la intensificación del temor tiene que ver con los relatos veraces de gente cercana con quienes compartimos el mundo. Los relatos de robos, de asaltos y homicidios contra personas que transitan los mismos lugares, comparten nuestras mismas rutinas y los mismos medios de transporte, son pruebas contundentes de que, en efecto, lo que les sucede a ellos nos puede suceder también a nosotros.

Por eso cada sector social tiene sus relatos de amenazas y tiene sus sujetos amenazantes. En los años 90 las clases medias tenían relatos de robos, causaban mucho miedo los robos de carros, y el sujeto amenazante era el delincuente definido como de barrio; en los barrios, las madres se hallaban muy preocupadas ante la posibilidad de que a sus hijos los mataran por ser confundidos con algún enemigo de los muchachos armados locales. El que representaba la amenaza no era el malandro local, del sector inmediato, sino el malandro del sector de al lado, que invadía y no participaba del respeto comunitario.

—¿Y hoy día?

—Hoy en día las conversaciones cotidianas están tomadas por relatos de victimización muy trágicos y muy cercanos. Narrarnos nuestras tragedias es lo que nos convence, de manera definitiva y radical, de que la ciudad y el lugar donde vivimos se han convertido en escenario de desamparo y muertes. En las clases medias comienzan a proliferar experiencias y relatos de muertes cercanas, secuestros, robos en la propia vivienda. Pero en los barrios la situación puede llegar a ser tan dramática como en contextos de conflicto armado. Por ejemplo, en un proyecto con el que trabajamos en un barrio caraqueño, hay mujeres que tienen, cada una, uno, dos y hasta tres hijos muertos. Hay una mujer que tiene no sólo un hijo asesinado, sino también cinco familiares cercanos, entre primos y tíos. Son situaciones de duelos en serie.

—¿No son situaciones propias más bien de una guerra?

—Estamos viviendo en un contexto que nosotros llamamos deconflictividad armada –digo nosotros porque trabajo con Manuel Llorens y John Souto–, es decir, no hay un conflicto bélico central, sino una conflictividad expandida que, aunada al desamparo y a la letalidad de las armas, produce saldos como los de una guerra. Y hay que destacar que las armas introducen esta letalidad devastadora, porque transforman las desavenencias en situaciones de muerte, de duelo. Las armas, como dicen los jóvenes que hemos entrevistado, "cambian la mentalidad", son como actores en sí mismas, que invitan a usarlas. Pero, justamente, las armas son objetos de matanza: tiñen las relaciones de desconfianza y contribuyen a establecer la muy perniciosa suposición de que, como el otro está armado, hay que disparar antes.

—No es sólo el malandro el que busca armarse. Mucha gente está convencida de que, en una situación de “salvaje oeste”, la única defensa es contar con un arma. Incluso, hay quienes defienden o hasta estimulan la existencia de grupos armados, sea para “defender a la comunidad” o por razones políticas.

—Pensar que el pueblo debe estar armado para la defensa de la revolución, o que grupos de la población civil deben estar armados para faenas de seguridad ciudadana, es una de las premisas más perversas que pueden plantearse. Y sus consecuencias son devastadoras, como estamos precisamente experimentando. Las armas facilitan que se establezcan poderes arbitrarios y crueles. Las armas circulan, cambian de usos. Es ingenuo pensar que el pueblo va a estar armado por motivos políticos y que esas armas no circularán. Las armas son robadas, vendidas, alquiladas o prestadas para robar, matar; son utilizadas para extorsionar y cobrar peajes o vacunas; es decir, promueven que la violencia sea una actividad lucrativa. Una de las grandes responsabilidades del Estado es precisamente no haber desarrollado una política seria, articulada y sostenida en el tiempo, de control de armas y municiones.

Entonces, para concluir esta idea: tenemos saldos de muertes violentas que están entre los más altos del mundo, después de Honduras. De hecho, la primera causa de muerte de los jóvenes varones en este país es la muerte violenta, y son los jóvenes de barrios: ellos son las principales víctimas de la violencia, pero esto sigue estando invisibilizado.

—¿Y los medios, tienen o no una responsabilidad?

—Lo que sí hacen los medios de comunicación es seleccionar y privilegiar tipos de víctimas, por un lado, y por otro, invisibilizar otras víctimas, así como crear victimarios definidos como el mal absoluto, lo que promueve salidas represivas rápidas y efectistas por parte de los gobiernos, y de paso la segregación en la ciudad.

Por ejemplo, durante los días cercanos al trágico asesinato de Mónica Spears y su familia, mientras hacíamos trabajo en un barrio, una de las mujeres nos dijo: "Todo este alboroto por esta actriz, y aquí cada semana matan a un joven y nadie dice nada". No quiero banalizar la tragedia de la muerte de esa familia, sólo quiero destacar que uno lo que puede leer allí es el desconsuelo asociado a una histórica falta de reconocimiento de ese dolor. Los jóvenes varones de los barrios no sólo son víctimas banales, sino que también, por ser jóvenes varones de barrio, son "predelincuentes", como dijo una vez de manera infausta el viceministro de Seguridad Ciudadana Belisario Landis en el año 2000, cuando lamentaba que 2.000 jóvenes “predelincuentes” habían muerto a manos de la policía. Y es escandaloso que una autoridad sólo lamente, es decir, no condene, no establezca que hay que investigar y menos hacer justicia. Es, a fin de cuentas, una justificación de la matanza, y esto no hay que olvidarlo.


El desamparo

—¿Qué relación hay entre la impunidad, o entre el (fallido) papel represor del Estado, y la creciente práctica del linchamiento? ¿Qué significa, otra vez en términos de sociedad, de cultura, la aceptación del linchamiento, el beneplácito que despierta la difusión o el conocimiento de hechos de esa naturaleza?

—Prácticas como el linchamiento tienen que ver, en efecto, con el intenso sentido de desamparo, la acumulación de humillaciones y el sentido de impotencia, que produce que la rabia colectiva ajusticiadora se exprese de esa manera explosiva. Tienen que ver con un intenso estado de exasperación y con la acumulación de un sufrimiento que llega al límite de lo insoportable. Representa, pues, el exceso de la venganza colectiva. Pero esta venganza tiene que ver, justamente, con contextos de desinstitucionalización muy profundos; es decir, de sentirse la gente completamente desguarnecida de instituciones que provean de protección y justicia; de sentir, concretamente, que no se cuenta para nada con un sistema de justicia y una policía confiable.
El sistema de justicia, en el seno del Estado moderno, existe justamente para detener la escalada de la venganza. La visibilización del linchamiento es un síntoma del fracaso del Estado en uno de sus ámbitos más fundamentales, como lo es la pacificación de las relaciones sociales y el establecimiento de justicia.

—La memoria colectiva suele ser en Venezuela corta. ¿Hablamos del Estado como el gobierno que hoy nos rige, o ese desamparo y los linchamientos tienen antecedentes en el país?

—Sí, hay que destacar que en el pasado cercano tuvimos períodos donde también se hicieron muy visibles. Recuerdo que a mediados de los años 90 comenzaron a hacerse tan evidentes que Provea, en sus anuarios, los tenía registrados. Recuerdo que en el año 2000 se registraron al menos 100 personas heridas y 20 muertas en linchamientos. Precisamente, ese fue un período de mucha conflictividad y de una acentuada desinstitucionalización, luego de la debacle bancaria de los 90 y, seguidamente, la tragedia de Vargas. A fin de cuentas, al cierre de los años noventa se hace evidente el hastío de la población, el rechazo y la ruptura con el sistema vigente. Ese fue un grave síntoma.

Pero yo quisiera subrayar que, más allá de la espectacularidad del linchamiento, tenemos una crónica falta de justicia que produce las cadenas de muertes que estamos experimentando. Y lo subrayo de nuevo: la ausencia de instituciones que establezcan protección y justicia, impide la paz social. En nuestras investigaciones se revela que hay un duelo colectivo crónico y cíclico, sobre todo en los barrios. Los niños son socializados sabiendo que en el otro sector del barrio habita el asesino de su hermano, de su tío, y esto desde muy temprano lo convierte en doliente, es decir, aquel que debe cobrar la muerte del ser querido.

Igualmente la dinámica muy conocida como “la culebra”, que es el conflicto que sólo se salda con muerte. La sociabilidad en el barrio, recurso fundamental para resolver las necesidades de la vida diaria, obliga a que si un amigo, familiar o pariente fue asesinado, hay que saldar esa deuda. Hay pues una red de dolientes, y de allí la cadena de muertes implicada en la culebra. Es decir que cada asesinato se multiplica, porque son varios los dolientes que lo deben saldar. A eso le sumas la facilidad en el acceso de las armas y tienes la situación que tenemos, de conflictividad armada.

—Hace tiempo no se difunden cifras oficiales de esa conflictividad. ¿Se sabe algo con certeza? ¿Qué tipo de saldo está produciendo esa guerra no declarada?

—Se sabe por las estadísticas policiales que en este país, en el 90% de los homicidios se utilizó un arma de fuego y, de acuerdo a las fuentes policiales, en el 70% de los casos el móvil de los homicidios lo constituye el “ajuste de cuentas”. Además, se conoce que el 95% de las víctimas de homicidios son varones, y que la gran mayoría (83%) proviene de sectores urbanos en desventaja. Todas estas estadísticas fueron levantadas en las encuestas de victimización llevadas a cabo por el INE, y también en estudios publicados por la Comisión de Desarme. Estos datos no quieren decir que la gente de los barrios sea "naturalmente" violenta. Las lógicas de la venganza se establecen cuando hay ausencia de justicia y de protección institucionalizada y legítima.


Los (supuestos) correctivos

—Aunque esto sea muy esquemático, quizá podría decirse, extremando, que las políticas públicas a este respecto han oscilado entre la idea del "buenandro", de las "zonas de paz", y el despliegue ahora de las OLP. ¿Funciona alguno de esos extremos? ¿Cuáles son las grandes fallas de esas políticas públicas? ¿Cuáles los obstáculos?

—Tenemos un déficit histórico de políticas de seguridad ciudadana y de prevención de la violencia. Y una acumulación histórica de operativos militarizados, que no sólo no han logrado controlar y menos disminuir la violencia o enfrentar los nuevos desafíos (como son los planteados por la expansión de la economía de las drogas ilícitas y de las armas en el continente), sino que han contribuido a su aumento. Adicionalmente, este gobierno ha truncado procesos fundamentales que él mismo inició, como el proceso de reforma policial y el de control de armas y municiones.

El paroxismo de los operativos militarizados lo representa actualmente la reciente OLP. No podemos olvidar que en el pasado tuvimos la Ley de Vagos y Maleantes, las redadas en los barrios, pero la espectacularidad y la masiva intervención militar de esta OLP es inédita: no sólo encarna la arbitrariedad de la bota militar, con todo su exceso, sino que también está generando procesos de humillación masivos, en extremo peligrosos porque pueden detonar reacciones volátiles de rabia colectivas.

—¿Qué cabe esperar de allí?

—Previsiblemente tendremos como resultado un aumento importante de la violencia y de su crueldad. La violencia urbana es uno de los más grandes y básicos desafíos de la política. Porque el asunto más elemental de la política es la convivencia; a saber, la producción de las condiciones materiales mínimas para tener una vida digna; el forjar los pactos y reivindicaciones necesarias –y siempre cambiantes– para convivir aun siendo muy distintos y en posiciones de poder diferentes; así como el establecimiento de un reconocimiento básico que nos permita sostener conflictos sin matarnos. Ese es también el gran reto que establecen las grandes ciudades. Por ello el Estado es un actor privilegiado a la hora de establecer responsabilidades.

—¿El Estado está fallando de la misma manera que siempre, pero ahora más?

—Las grandes fallas de la política pública en el ámbito de la seguridad ciudadana tienen que ver con continuidades del pasado y graves errores del presente.

Primeramente, tienen que ver con las desigualdades y exclusiones urbanas persistentes. Si bien las misiones sociales han sido importantes para mejorar la vida de la gente –y es cierto que la gente que vive en los barrios, sus mayores beneficiarios, han podido tener una sensación de cercanía, de ser apoyados directamente, de estar incluidos y reconocidos políticamente–, no terminaron de resolver problemas estructurales básicos, como la carencia de viviendas y comunidades dignas, o las desigualdades educativas. En este momento de veloz deterioro económico, la situación obviamente se agrava de manera importante.

La gente pudo tener más recursos, lo que hace una diferencia fundamental, sin duda, pero siguió viviendo en un barrio de condiciones muy adversas. A esta dimensión agrego la persistente exclusión juvenil. Los jóvenes de barrios han sido los grandes huérfanos del proceso bolivariano. A pesar de que son las principales víctimas de la violencia, no ha habido un reconocimiento, por parte del Estado, de esta situación. No ha habido políticas de inclusión juvenil, sustantivas y sostenidas, que permitan que los jóvenes tengan esperanzas de lograr identidades reconocidas y acceso al consumo por los canales regulares.


Tres dimensiones fundamentales

—En un asunto tan complejo como éste –y que por demás no es exclusivo de Venezuela–, ¿cuáles son, cuáles serían los grandes temas, los grandes nudos del problema?

—Teniendo al Estado en el centro del análisis y desde una perspectiva relacional, tenemos que mirar tres dimensiones: la relaciones en el seno del Estado, las relaciones Estado-sociedad y las relaciones Estado-redes criminales.

Así, una dimensión fundamental la constituye la pugnacidad y fragmentación en el propio Estado, en los distintos niveles de gobierno y en las instancias relacionadas con la seguridad ciudadana; a saber, el Ministerio de Interior y Justicia. Con esto aludo a la polarización política en las instancias ejecutivas de gobierno –en los niveles nacional, estatal y municipal–, para implementar las políticas básicas de seguridad ciudadana: todo lo que impide la coordinación entre las autoridades oficialistas y de oposición. Y digamos que esto –y coincido con Andrés Antillano, con sus declaraciones en la entrevista que le hicieron en este mismo espacio– no es ni siquiera por diferencias políticas o ideológicas, pues en estos temas la oposición y el oficialismo han tendido más bien a coincidir.

Otro aspecto de esta dimensión asociada a las relaciones intra-Estado tiene que ver con las tensiones y divisiones entre la visión civil y la visión militarizada, que finalmente se impuso dentro del chavismo y que ha ocupado el Ministerio de Interior y Justicia; es decir, las fragmentaciones dentro del mismo chavismo. Estas divisiones han impedido el sostenimiento en el tiempo de cualquier política pública en este ámbito, y truncaron los procesos más interesantes que emprendió el gobierno bolivariano, y que podían ser muy fructíferos, como lo fue el proceso de reforma policial y el intento de iniciar un proceso de control de armas y municiones.

—Es difícil sostener una política cuando sus ejecutores no duran nada en el cargo…

—En 16 años de gobierno bolivariano se tienen 14 ministros del Interior. Algunos han “echado para atrás” lo realizado por el anterior. Y me refiero, por ejemplo, a Pedro Carreño, cuando desechó el trabajo realizado por la Comisión para la Reforma Policial, argumentando que era “de derecha”, lo que revela una gran ignorancia de su parte, no sólo en temas básicos de seguridad ciudadana, sino en las cuestiones político-ideológicas más elementales. Si bien la policía nacional se instaura luego de amplios procesos de consulta y de consenso social, y tiene un muy buen arranque, la lentitud en la instauración de una policía eficaz y el rápido deterioro de las condiciones laborales y de vida de los agentes, comienzan a empañar las esperanzas de una mejor policía. En lugar de fortalecer la consolidación de una nueva policía que tanto costó establecer, el mismo gobierno trunca este importante proceso. Colocar a una figura como Freddy Bernal en una nueva comisión de reforma de la policía significa desechar todos los avances y retomar el modelo que justamente quería y debía desmontarse.

La fragmentación en el seno del Estado la viví muy de cerca cuando estuve en la comisión presidencial para el control de armas y desarme. Muchos de los que estábamos allí, incluyendo representantes de la policía, nos enfrentamos a la resistencia del sector militar a poner coto a la producción, distribución y venta de municiones. Es, evidentemente, un rubro productivo muy lucrativo para unos, pero letal para la mayoría de los venezolanos. Los intereses del sector militar son muy poderosos dentro del Estado.

—¿No son los militares la “mano dura” que muchos piden, desde la derecha como desde la izquierda?

—La visión militarizada que se ha impuesto sólo ha contribuido a empeorar la situación y a incrementar la conflictividad social. No es disciplina militar lo que le ha faltado a la Policía Nacional, como han dicho el Presidente y algunos funcionarios, dictaminando así el fracaso de un gran esfuerzo por introducir en la policía el respeto a los derechos humanos. Lo que ha faltado ha sido un mejor y más eficaz entrenamiento en la resolución de casos, consolidar una policía cercana y confiable para la gente, además de sostener y promover mejoras sustantivas en la calidad de vida de los agentes policiales, para que puedan cumplir su exigente labor.

La militarización de la seguridad, y aquí pasamos a la segunda dimensión, las relaciones Estado-sociedad, tiñe las relaciones sociales de franca conflictividad, en lugar de pacificarlas. Implica –como ilustra la literatura y lo ha destacado Keymer Ávila– el desplazamiento de políticas propias del ámbito de la seguridad ciudadana, centradas en el mejoramiento de las condiciones de vida de la gente y la prevención de la violencia, hacia laseguridad nacional, en la que prevalece la identificación de enemigos externos y se define la situación como guerra. Cuando esto sucede, bajo el discurso de la excepcionalidad de la guerra, el Estado deviene en un “actor de violencia ilegítima” y se masifican las ocupaciones y el encarcelamiento.

—La OLP, los “abatidos”…

—Es lo que estamos padeciendo, sí, muy concretamente, con la OLP. El Estado se convierte en un agente de venganza y no de justicia. Estas políticas han sido estrategias típicas en contextos electorales en América Latina. En Centroamérica, esa línea, conocida como Mano Dura y Mano Súper Dura, solo contribuyó al hacinamiento carcelario y a que las redes criminales, al tener una sede permanente de reunión y planificación, se fortalecieran y se prepararan para responder a la situación de guerra, tornando más sofisticados sus crímenes, además. De hecho, durante ese período las tasas de homicidio aumentaron significativamente en El Salvador.

Y lo mismo aquí. Desde que comenzaron los operativos militarizados –como el DIBISE, en el año 2010; el Patria Segura, en el año 2013–, las tasas de homicidio se incrementaron de manera fundamental, pasando de 45 por cada 100.000 habitantes, que ya era elevadísima, a 62. La población carcelaria casi se duplicó, pasó de 30.000 a 50.000, y más bien se creó un nuevo problema con la crisis carcelaria y las nuevas redes organizadas con jerarquías establecidas dentro de las prisiones.

Esta sobrepoblación carcelaria impide que el Estado tenga el control de las prisiones y ha favorecido que los propios privados de libertad establezcan formas de organización muy sofisticadas, basadas en la arbitrariedad de la fuerza y la violencia, además de convertir la prisión en un espacio salvajemente lucrativo. Porque todo genera lucro en la cárcel para las capas superiores de la organización de los internos: el espacio, la comida, las armas, las drogas, las fiestas. Evidentemente, aquí los funcionarios tienen su cuota de responsabilidad…

—La tercera dimensión que usted apuntaba: las relaciones Estado – redes criminales…

—Sí, pero quisiera primero subrayar las relaciones sociedad-Estado, es decir, mirar un poco hacia las respuestas de la sociedad. Si nos pensamos como sociedad, vemos que históricamente hemos sido muy poco reivindicativos frente al Estado en este ámbito. En la década de los 90 comenzamos a construir casetas de vigilancia. Llenos de miedo, comenzamos a subir nuestros muros y a enrejarnos, en lugar de exigir al Estado un sistema de justicia decente. En el siglo XXI, frente al aumento de la violencia, seguimos transformando la ciudad y sus edificios, y a las rejas de púas le agregamos sistemas eléctricos. Es decir, que se ha impuesto en la ciudad un modelo de arquitectura que ya no es sólo defensivo y que segrega, sino que es en sí mismo amenazante, y que suma también su parte a la conflictividad social en que nos hallamos.

Nos toca, como sociedad, exigir salidas que tienen que ver con la vida pública: más oportunidades para los jóvenes en desventaja, mejor policía, mejor sistema de justicia. Precisamente, los jóvenes también se hallan desatendidos por las organizaciones sociales. Hay una movilización importante con respecto a la infancia, pero al traspasar la adolescencia y llegar a la juventud, hay un repliegue también en la sociedad. Los jóvenes son vistos como pre-malandros y generan miedo, como subrayé antes. En el fondo, los jóvenes varones de sectores populares son los grandes olvidados, y es necesario reivindicar que constituyen un sector de inmensas oportunidades y no de amenazas.

—Por lo general, el ciudadano común no ha sabido nunca si temerle más a ese joven o al agente policial…

—La tercera dimensión que subrayaba. La violencia en el país debe ser comprendida también como expresión de las relaciones de colaboración clandestinas entre agentes del Estado y las redes criminales. En un contexto donde los agentes policiales se sienten ellos mismos desamparados, trabajando en pésimas condiciones y sin una buena preparación, se propician las condiciones de colaboración entre los funcionarios y los miembros de las redes criminales. Se sabe bien que las armas y las drogas están en las cárceles gracias a la complicidad de los funcionarios. Una vez entrevisté a un hombre que estuvo en prisión recientemente y me comentaba que uno de sus amigos decidió quedarse en prisión un año más: para seguir ahorrando, porque estaba haciendo mucho dinero con la venta de heroína. También me comentaba que todas las armas que entran a la cárcel hay que pagarlas dos veces: la primera al proveedor inicial, la segunda, el mismo precio, a los custodios.

Igualmente, en el negocio de las drogas ilícitas. En el microtráfico, uno de los mayores beneficiados con el carácter ilícito de las drogas son los agentes policiales. En entrevistas con mujeres que habitan en barrios y participan en el microtráfico de drogas, unas me relataron ser acosadas y amenazadas regularmente por funcionarios policiales; otras, las que se hallaban en mejores posiciones, narraron tener que pagar una cuota regular a los agentes, pero siempre con la incertidumbre de estar sujetas a sus amenazas de violencia. 

En el tráfico regional de drogas, en particular en el de la cocaína, donde Venezuela ocupa un lugar fundamental, por supuesto no ocuparíamos ese lugar si no tuviésemos esta conexión entre militares –que controlan puertos, aeropuertos y vías de transporte– y traficantes. Pero, obviamente, quienes pueblan las prisiones, al menos una cuarta parte, son los jóvenes que ocupan posiciones subalternas en el microtráfico de drogas, no los sectores poderosos. Así que grupos del sector privilegiadamente responsable de la seguridad tienen intereses y están imbricado en economías que, por ser ilícitas, están íntimamente asociadas a las armas y a la violencia.


“Politizar” la violencia

—¿Qué hacer frente a ese monstruo? ¿Existen, en otros países, modelos estratégicos exitosos que puedan servir de guía? ¿En qué debería consistir, a grandes rasgos, una política acertada en este campo?

—Sí, por supuesto. Hay varios aspectos fundamentales por atender, que puedo enumerar rápidamente, sin necesariamente seguir un orden de importancia y a riesgo de simplificarlos drásticamente.

Uno es el foco en las ciudades y las condiciones de vida de la gente. Mejoras sustantivas en los servicios sociales y culturales en los sectores desfavorecidos; mejoras en el espacio físico, mejores viviendas y mejores edificaciones públicas; mejor iluminación, incluso, porque la gente se siente protegida, atendida y susceptible a recuperar la confianza. Más conexión entre los espacios: la ciudad es un lugar por definición conflictivo, experimental, pero es sobre todo un lugar de encuentros, de pertenencia: es la sede para ejercer la ciudadanía. Nos hace falta conectarnos. Quisiera llegar a ver un día donde podamos transformar las casetas de vigilancia, derribar las barreras y convertirlas en espacios de encuentro.

—Un sueño muy común y colectivo, ¿pero no tiene algo de utopía, visto desde la realidad?

—No. Una experiencia en Latinoamérica, con todas sus complejidades y contradicciones, la constituyen sin duda Medellín y los esfuerzos por transformar la ciudad y politizar la violencia, para convertirla en un asunto de la vida pública. Rio de Janeiro también es una ciudad francamente intervenida para producir flujos, encuentros, hacer la vida más amable y disminuir la violencia.

Otro foco fundamental tiene que ser la institución policial. Tenemos por ejemplo, en Centroamérica, el caso de Nicaragua, vecina a países con elevadísimos niveles de violencia y que también vivió momentos de conflicto armado, y, sin embargo, tiene considerablemente bajos niveles de violencia. Esto tiene que ver con los procesos migratorios particulares de Nicaragua: a diferencia de sus vecinos El Salvador, Honduras y Nicaragua, durante la guerra su población no emigró al estado de California, en Estados Unidos, donde los jóvenes incorporaron las prácticas de las bandas locales con armas. El nicaragüense emigró sobre todo al estado de Florida, donde se generaron otros procesos de incorporación.

Pero tiene que ver, sobre todo, con la calidad de la policía establecida e institucionalizada durante la revolución sandinista. En Nicaragua hubo mucho cuidado en establecer una policía de proximidad, cercana a la población, y eso definitivamente contribuyó a disminuir los niveles de conflictividad social. Se necesita una policía respetuosa de los derechos humanos. Que se respeten los derechos humanos no significa impunidad, como mucha gente dice; significa que se establezcan actuaciones policiales apegadas a la justicia, para poder detener el ciclo siempre en escalada de la venganza y de la violencia.

—Detener la “culebra”. Y el ciclo de las armas, que usted subrayaba.

—Sí. Un tercer y un cuarto aspectos son la atención a los jóvenes y el control de armas y municiones. Es el caso de la experiencia brasileña, concretamente en ciudades como Río de Janeiro, donde ha habido mucha movilización social para el control de armas. Allí se implicaron distintas instancias de gobierno, entrelazadas con organizaciones sociales.

Los países menos violentos en América Latina son aquellos donde la gente no está armada y donde ni siquiera es concebible tener un arma para defenderse, como Argentina. Y la atención a jóvenes es fundamental, pues son las principales víctimas y victimarios de la violencia. En Río de Janeiro, pero también en Quito, hay una amplitud de organizaciones sociales dedicadas a la promoción de los jóvenes; es decir, dedicadas a cuestionar la estigmatización y a generar procesos de incorporación y protagonismo juvenil. En Quito, incluso, el sector privado, en colaboración con gobiernos locales, intervino de manera importante, luego del establecimiento de pactos y procesos de reparación, apoyando iniciativas de hombres y jóvenes pertenecientes a bandas. Allí apoyaron procesos de emprendimiento de los mismos jóvenes.

En Río de Janeiro ha sido muy duro el proceso de lucha y de lidia con los comandos de la droga. Pero la lucha es y ha sido evitar que más y más jóvenes sean reclutados y que tengan como única opción el ingreso a un comando de droga. En este sentido, adicionalmente a los operativos militarizados de la policía, se tiene el establecimiento regular del Estado y de organizaciones sociales en las favelas, con programas de inclusión juvenil.

—¿A eso se refiere cuando habla de “politizar la violencia”?

—En efecto. Algo que tienen en común estas experiencias es convertir la violencia en un asunto de la vida pública y de convivencia. Por eso también han desarrollado campañas donde se promueve la tolerancia y la inclusión como mensaje central.

12-10-15




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