Por Hernán Carrera
“El paroxismo de los
operativos militarizados no sólo encarna la arbitrariedad de la bota militar,
sino que está generando procesos de humillación masivos, en extremo peligrosos
porque pueden detonar reacciones volátiles de rabia colectiva", advierte
Entre los años 2010 y 2014
–es decir, entre el DIBISE y el plan Patria Segura–, las tasas de homicidio
saltaron de 45 a 62 por cada 100.000 habitantes, al tiempo que la población
carcelaria pasaba de 30.000 a 50.000. Nada induce a pensar que la realidad hoy
sea distinta, salvo por el perceptible incremento de la tendencia.
El fenómeno no es novedoso
ni exclusivo de estas tierras, aunque sí muestra paradójicas diferencias con
respecto a otros países latinoamericanos. En Brasil, en México, la espiral de
la violencia se desató también –igual que acá– en los años 90, al calor de
políticas “de ajuste” macroeconómico que acenturaron la desigualdad y la exclusión
social. En El Salvador, Honduras, Guatemala, además, bajo el impacto de guerras
civiles devastadoras. En Venezuela, en cambio, las estrategias neoliberales
fueron detenidas abruptamente al poco de instaurarse la llamada Revolución
Bolivariana, en 1999, y su lugar fue tomado por un discurso de inclusión social
que hizo del reparto equitativo de la renta su principal política.
¿Por qué entonces esta
guerra, nunca declarada pero letal?
Hay puntos y puntos de mira
para analizar la violencia. El de la víctima, el del victimario, el del agente
represor, el del testigo lejano y pasmado, el del cronista atribulado, el del
investigador académico.
Difícil hablar de
privilegios en ese ámbito, pero si alguna perspectiva puede calificarse de tal
en la visualización de este gran drama nacional, sin duda es el de un reducido
y valeroso grupo de investigadores que, no contentos con la relativa provisión
de realidad que puedan acarrear las teorías o las encuestas, decidieron hace
años repartir su tiempo y sus esfuerzos entre las aulas y el barrio, entre las
bibliografías y las madres que se quedan sin hijos, entre los simposios de
expertos y el relato en primera persona de quienes más directamente viven la
violencia: los jóvenes de los sectores más preteridos de la ciudad, aquellos
que sufren o, también, que integran las bandas armadas.
Entre esas pocas personas
destaca con voz propia Verónica Zubillaga. Socióloga, profesora de la
Universidad Simón Bolívar e investigadora en el Laboratorio de Ciencias
Sociales (Lacso), doctorada en la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica),
autora de trabajos publicados –y premiados– en el exterior, integrante –quizá
frustrada– de la al parecer extinta u olvidada Comisión Presidencial para el
Control de Armas y Desarme, actualmente dicta un semestre como profesora
visitante en Brown University, tras el cual seguirá otro como investigadora
visitante en Harvard University para finalmente regresar a, dice, “mi país, que
extraño enormemente, para seguir trabajando y agitando en estos temas”.
“Estos temas” son los que
Zubillaga lleva más de quince años trajinando, atenta a los entresijos, a los
ocultos resortes, a las causas y a las posibles soluciones de lo que, para el
venezolano común, no es sino caótico e indetenible mar de sangre, plomo, duelo
y sed de venganza.
Al oírla hablar, se piensa
que el país haría bien en escucharla. Que aún es posible la cordura. Que
todavía queda algo de esperanza.
Violenta es la noche
—¿Somos un país pacífico
asediado repentinamente por la violencia, o es sólo que la violencia cambia de
cauces según las circunstancias?
—La violencia, desde una
perspectiva cultural y colectiva, la podemos entender como prácticas de
respuesta frente a situaciones de adversidad. Es decir, no es que somos
violentos, sino que en momentos históricos y frente a determinadas
circunstancias actuamos de manera violenta. En los años 80, Venezuela
tenía tasas de homicidios relativamente bajas: 8 homicidios por cada 100.000
habitantes. En 1989 vino el Caracazo, y esa explosión fue la que reveló la
capacidad de violencia que teníamos como sociedad, pero también, sobre todo, la
aplastante respuesta del Estado.
El punto de inflexión lo
representa entonces 1989, seguido luego por 1992, con los golpes de Estado, y
1994 con la debacle bancaria. En la década de los 90, después de estas alzas,
nuestras tasas de homicidio se ubicaron junto a la de países como México o
Brasil, que comenzaron a experimentar la intensificación de procesos de
desigualdad asociados a las políticas de ajuste económico entonces en boga, así
como el embate de procesos de deterioro de instancias fundamentales como la
policía y el sistema de justicia, al mismo tiempo que la expansión de economías
clandestinas como la de la droga, que por ser ilegal está asociada a las armas
de fuego y a la violencia.
—Un proceso de raíces
similares para casi toda América Latina, con la implantación del modelo
neoliberal. Pero en Venezuela, donde además ese modelo se interrumpió, parece
que hemos superado con creces las cifras de esos dos países.
—Sí, con el inicio del siglo
XXI, Venezuela tiene un aumento importante en sus tasas de homicidio. Dejamos
en eso de equipararnos a México o Brasil para tener tasas como las de
Guatemala, Honduras o El Salvador, que venían de padecer confrontaciones bélicas.
Los países centroamericanos, en esos tiempos de posguerra, comienzan a
experimentar no ya un conflicto central, sino una intensa conflictividad
–además armada, es decir, marcada por la presencia de armas–, así como las
respuestas violentas en sí mismas del Estado, conocidas en Centroamérica como
las políticas de Mano Dura, que en lugar de pacificar han contribuido al
aumento de la conflictividad y la violencia.
—No suena como un buen
pronóstico para Venezuela, cuando acabamos de producir un viraje más bien
radical hacia esaspolíticas de Mano Dura…
—En nuestro país, las
respuestas recientes del Estado, expresadas en la conocida Operación para la
Liberación del Pueblo, predeciblemente incrementarán la violencia, habrá más
duelos y más dolor. El Estado se constituye en un actor de la violencia, que la
atiza, la incrementa, y no en el actor privilegiado de la pacificación. En
estos momentos, nuestras tasas de homicidio, en efecto, se ubican junto a las
de países centroamericanos. Pero como venía diciendo, son prácticas de
respuestas cambiantes frente a condiciones que también van mutando. Esto nos
deja espacio para pensar que, transformando ciertas condiciones esenciales, sí
es posible transformar prácticas violentas en prácticas de convivencia.
Sentirse inseguro, vivir
inseguro
—¿Qué diferencia hay desde
el punto de vista social, si la hay, entre índices de inseguridad e índices de
percepción de inseguridad? ¿A partir de qué nos hemos convertido, según dicen,
en el segundo país más inseguro del mundo? ¿Es eso cierto?
—Hay en efecto una
diferencia entre la ocurrencia de delitos violentos y la percepción de
inseguridad o de amenaza. Hay sectores de la población que tradicionalmente se
experimentan como vulnerables, como los ancianos o las mujeres, según lo
ilustra la literatura criminológica. En América Latina hay países donde la
gente se siente muy insegura y, sin embargo, la ocurrencia de delitos violentos
–como robo u homicidio– es muy baja. Es el caso de Chile, por ejemplo.
Ahora, lo que sucede en
nuestro país es que hay una ocurrencia muy elevada de delitos violentos, que
atemorizan mucho, como el homicidio, el robo, el secuestro, y la gente tiene
mucho miedo; un miedo que en nuestro caso tiene referentes en la realidad
concreta de las experiencias cotidianas de la gente, así como en los casos
registrados por las estadísticas.
—Se suele responsabilizar a
los medios por la existencia de una percepción de inseguridad que supuestamente
está muy por encima de la realidad…
—Sí. Mucho se discute sobre
la responsabilidad de los medios de información en la creación de un
sentimiento de inseguridad, sobre todo entre los sectores de la clase media
(porque en los sectores populares, tan temprano como en los años 90 la gente ya
tenía relatos de muertes cercanas). En mis investigaciones lo que se revela,
sobre todo, es que la intensificación del temor tiene que ver con los relatos
veraces de gente cercana con quienes compartimos el mundo. Los relatos de
robos, de asaltos y homicidios contra personas que transitan los mismos
lugares, comparten nuestras mismas rutinas y los mismos medios de transporte,
son pruebas contundentes de que, en efecto, lo que les sucede a ellos nos puede
suceder también a nosotros.
Por eso cada sector social
tiene sus relatos de amenazas y tiene sus sujetos amenazantes. En los años 90
las clases medias tenían relatos de robos, causaban mucho miedo los robos de
carros, y el sujeto amenazante era el delincuente definido como de barrio; en
los barrios, las madres se hallaban muy preocupadas ante la posibilidad de que
a sus hijos los mataran por ser confundidos con algún enemigo de los muchachos
armados locales. El que representaba la amenaza no era el malandro local, del
sector inmediato, sino el malandro del sector de al lado, que invadía y no participaba
del respeto comunitario.
—¿Y hoy día?
—Hoy en día las
conversaciones cotidianas están tomadas por relatos de victimización muy
trágicos y muy cercanos. Narrarnos nuestras tragedias es lo que nos convence,
de manera definitiva y radical, de que la ciudad y el lugar donde vivimos se
han convertido en escenario de desamparo y muertes. En las clases medias
comienzan a proliferar experiencias y relatos de muertes cercanas, secuestros,
robos en la propia vivienda. Pero en los barrios la situación puede llegar a
ser tan dramática como en contextos de conflicto armado. Por ejemplo, en un
proyecto con el que trabajamos en un barrio caraqueño, hay mujeres que tienen,
cada una, uno, dos y hasta tres hijos muertos. Hay una mujer que tiene no sólo
un hijo asesinado, sino también cinco familiares cercanos, entre primos y tíos.
Son situaciones de duelos en serie.
—¿No son situaciones propias
más bien de una guerra?
—Estamos viviendo en un
contexto que nosotros llamamos deconflictividad armada –digo nosotros porque
trabajo con Manuel Llorens y John Souto–, es decir, no hay un conflicto bélico
central, sino una conflictividad expandida que, aunada al desamparo y a la
letalidad de las armas, produce saldos como los de una guerra. Y hay que
destacar que las armas introducen esta letalidad devastadora, porque
transforman las desavenencias en situaciones de muerte, de duelo. Las armas,
como dicen los jóvenes que hemos entrevistado, "cambian la
mentalidad", son como actores en sí mismas, que invitan a usarlas. Pero,
justamente, las armas son objetos de matanza: tiñen las relaciones de
desconfianza y contribuyen a establecer la muy perniciosa suposición de que,
como el otro está armado, hay que disparar antes.
—No es sólo el malandro el
que busca armarse. Mucha gente está convencida de que, en una situación de
“salvaje oeste”, la única defensa es contar con un arma. Incluso, hay quienes
defienden o hasta estimulan la existencia de grupos armados, sea para “defender
a la comunidad” o por razones políticas.
—Pensar que el pueblo debe
estar armado para la defensa de la revolución, o que grupos de la población
civil deben estar armados para faenas de seguridad ciudadana, es una de las
premisas más perversas que pueden plantearse. Y sus consecuencias son
devastadoras, como estamos precisamente experimentando. Las armas facilitan que
se establezcan poderes arbitrarios y crueles. Las armas circulan, cambian de
usos. Es ingenuo pensar que el pueblo va a estar armado por motivos políticos y
que esas armas no circularán. Las armas son robadas, vendidas, alquiladas o
prestadas para robar, matar; son utilizadas para extorsionar y cobrar peajes o
vacunas; es decir, promueven que la violencia sea una actividad lucrativa. Una
de las grandes responsabilidades del Estado es precisamente no haber
desarrollado una política seria, articulada y sostenida en el tiempo, de
control de armas y municiones.
Entonces, para concluir esta
idea: tenemos saldos de muertes violentas que están entre los más altos del
mundo, después de Honduras. De hecho, la primera causa de muerte de los jóvenes
varones en este país es la muerte violenta, y son los jóvenes de barrios: ellos
son las principales víctimas de la violencia, pero esto sigue estando
invisibilizado.
—¿Y los medios, tienen o no
una responsabilidad?
—Lo que sí hacen los medios
de comunicación es seleccionar y privilegiar tipos de víctimas, por un lado, y
por otro, invisibilizar otras víctimas, así como crear victimarios definidos
como el mal absoluto, lo que promueve salidas represivas rápidas y efectistas
por parte de los gobiernos, y de paso la segregación en la ciudad.
Por ejemplo, durante los
días cercanos al trágico asesinato de Mónica Spears y su familia, mientras
hacíamos trabajo en un barrio, una de las mujeres nos dijo: "Todo este
alboroto por esta actriz, y aquí cada semana matan a un joven y nadie dice
nada". No quiero banalizar la tragedia de la muerte de esa familia, sólo
quiero destacar que uno lo que puede leer allí es el desconsuelo asociado a una
histórica falta de reconocimiento de ese dolor. Los jóvenes varones de los
barrios no sólo son víctimas banales, sino que también, por ser jóvenes varones
de barrio, son "predelincuentes", como dijo una vez de manera
infausta el viceministro de Seguridad Ciudadana Belisario Landis en el año
2000, cuando lamentaba que 2.000 jóvenes “predelincuentes” habían muerto a
manos de la policía. Y es escandaloso que una autoridad sólo lamente, es decir,
no condene, no establezca que hay que investigar y menos hacer justicia. Es, a
fin de cuentas, una justificación de la matanza, y esto no hay que olvidarlo.
El desamparo
—¿Qué relación hay entre la
impunidad, o entre el (fallido) papel represor del Estado, y la creciente
práctica del linchamiento? ¿Qué significa, otra vez en términos de sociedad, de
cultura, la aceptación del linchamiento, el beneplácito que despierta la
difusión o el conocimiento de hechos de esa naturaleza?
—Prácticas como el
linchamiento tienen que ver, en efecto, con el intenso sentido de desamparo, la
acumulación de humillaciones y el sentido de impotencia, que produce que la
rabia colectiva ajusticiadora se exprese de esa manera explosiva. Tienen que
ver con un intenso estado de exasperación y con la acumulación de un
sufrimiento que llega al límite de lo insoportable. Representa, pues, el exceso
de la venganza colectiva. Pero esta venganza tiene que ver, justamente, con
contextos de desinstitucionalización muy profundos; es decir, de sentirse la
gente completamente desguarnecida de instituciones que provean de protección y
justicia; de sentir, concretamente, que no se cuenta para nada con un sistema
de justicia y una policía confiable.
El sistema de justicia, en
el seno del Estado moderno, existe justamente para detener la escalada de la
venganza. La visibilización del linchamiento es un síntoma del fracaso del
Estado en uno de sus ámbitos más fundamentales, como lo es la pacificación de
las relaciones sociales y el establecimiento de justicia.
—La memoria colectiva suele
ser en Venezuela corta. ¿Hablamos del Estado como el gobierno que hoy nos rige,
o ese desamparo y los linchamientos tienen antecedentes en el país?
—Sí, hay que destacar que en
el pasado cercano tuvimos períodos donde también se hicieron muy visibles.
Recuerdo que a mediados de los años 90 comenzaron a hacerse tan evidentes que
Provea, en sus anuarios, los tenía registrados. Recuerdo que en el año 2000 se
registraron al menos 100 personas heridas y 20 muertas en linchamientos.
Precisamente, ese fue un período de mucha conflictividad y de una acentuada
desinstitucionalización, luego de la debacle bancaria de los 90 y,
seguidamente, la tragedia de Vargas. A fin de cuentas, al cierre de los años
noventa se hace evidente el hastío de la población, el rechazo y la ruptura con
el sistema vigente. Ese fue un grave síntoma.
Pero yo quisiera subrayar
que, más allá de la espectacularidad del linchamiento, tenemos una crónica
falta de justicia que produce las cadenas de muertes que estamos
experimentando. Y lo subrayo de nuevo: la ausencia de instituciones que
establezcan protección y justicia, impide la paz social. En nuestras
investigaciones se revela que hay un duelo colectivo crónico y cíclico, sobre
todo en los barrios. Los niños son socializados sabiendo que en el otro sector
del barrio habita el asesino de su hermano, de su tío, y esto desde muy
temprano lo convierte en doliente, es decir, aquel que debe cobrar la muerte
del ser querido.
Igualmente la dinámica muy
conocida como “la culebra”, que es el conflicto que sólo se salda con muerte.
La sociabilidad en el barrio, recurso fundamental para resolver las necesidades
de la vida diaria, obliga a que si un amigo, familiar o pariente fue asesinado,
hay que saldar esa deuda. Hay pues una red de dolientes, y de allí la cadena de
muertes implicada en la culebra. Es decir que cada asesinato se multiplica,
porque son varios los dolientes que lo deben saldar. A eso le sumas la
facilidad en el acceso de las armas y tienes la situación que tenemos, de
conflictividad armada.
—Hace tiempo no se difunden
cifras oficiales de esa conflictividad. ¿Se sabe algo con certeza? ¿Qué tipo de
saldo está produciendo esa guerra no declarada?
—Se sabe por las
estadísticas policiales que en este país, en el 90% de los homicidios se
utilizó un arma de fuego y, de acuerdo a las fuentes policiales, en el 70% de
los casos el móvil de los homicidios lo constituye el “ajuste de cuentas”.
Además, se conoce que el 95% de las víctimas de homicidios son varones, y que
la gran mayoría (83%) proviene de sectores urbanos en desventaja. Todas estas
estadísticas fueron levantadas en las encuestas de victimización llevadas a
cabo por el INE, y también en estudios publicados por la Comisión de Desarme.
Estos datos no quieren decir que la gente de los barrios sea
"naturalmente" violenta. Las lógicas de la venganza se establecen
cuando hay ausencia de justicia y de protección institucionalizada y legítima.
Los (supuestos) correctivos
—Aunque esto sea muy
esquemático, quizá podría decirse, extremando, que las políticas públicas a
este respecto han oscilado entre la idea del "buenandro", de las
"zonas de paz", y el despliegue ahora de las OLP. ¿Funciona alguno de
esos extremos? ¿Cuáles son las grandes fallas de esas políticas públicas?
¿Cuáles los obstáculos?
—Tenemos un déficit
histórico de políticas de seguridad ciudadana y de prevención de la violencia.
Y una acumulación histórica de operativos militarizados, que no sólo no han
logrado controlar y menos disminuir la violencia o enfrentar los nuevos
desafíos (como son los planteados por la expansión de la economía de las drogas
ilícitas y de las armas en el continente), sino que han contribuido a su
aumento. Adicionalmente, este gobierno ha truncado procesos fundamentales que
él mismo inició, como el proceso de reforma policial y el de control de armas y
municiones.
El paroxismo de los operativos
militarizados lo representa actualmente la reciente OLP. No podemos olvidar que
en el pasado tuvimos la Ley de Vagos y Maleantes, las redadas en los barrios,
pero la espectacularidad y la masiva intervención militar de esta OLP es
inédita: no sólo encarna la arbitrariedad de la bota militar, con todo su
exceso, sino que también está generando procesos de humillación masivos, en
extremo peligrosos porque pueden detonar reacciones volátiles de rabia
colectivas.
—¿Qué cabe esperar de allí?
—Previsiblemente tendremos
como resultado un aumento importante de la violencia y de su crueldad. La
violencia urbana es uno de los más grandes y básicos desafíos de la política.
Porque el asunto más elemental de la política es la convivencia; a saber, la producción
de las condiciones materiales mínimas para tener una vida digna; el forjar los
pactos y reivindicaciones necesarias –y siempre cambiantes– para convivir aun
siendo muy distintos y en posiciones de poder diferentes; así como el
establecimiento de un reconocimiento básico que nos permita sostener conflictos
sin matarnos. Ese es también el gran reto que establecen las grandes ciudades.
Por ello el Estado es un actor privilegiado a la hora de establecer
responsabilidades.
—¿El Estado está fallando de
la misma manera que siempre, pero ahora más?
—Las grandes fallas de la
política pública en el ámbito de la seguridad ciudadana tienen que ver con
continuidades del pasado y graves errores del presente.
Primeramente, tienen que ver
con las desigualdades y exclusiones urbanas persistentes. Si bien las misiones
sociales han sido importantes para mejorar la vida de la gente –y es cierto que
la gente que vive en los barrios, sus mayores beneficiarios, han podido tener
una sensación de cercanía, de ser apoyados directamente, de estar incluidos y
reconocidos políticamente–, no terminaron de resolver problemas estructurales
básicos, como la carencia de viviendas y comunidades dignas, o las
desigualdades educativas. En este momento de veloz deterioro económico, la situación
obviamente se agrava de manera importante.
La gente pudo tener más
recursos, lo que hace una diferencia fundamental, sin duda, pero siguió
viviendo en un barrio de condiciones muy adversas. A esta dimensión agrego la
persistente exclusión juvenil. Los jóvenes de barrios han sido los grandes
huérfanos del proceso bolivariano. A pesar de que son las principales víctimas
de la violencia, no ha habido un reconocimiento, por parte del Estado, de esta
situación. No ha habido políticas de inclusión juvenil, sustantivas y
sostenidas, que permitan que los jóvenes tengan esperanzas de lograr
identidades reconocidas y acceso al consumo por los canales regulares.
Tres dimensiones
fundamentales
—En un asunto tan complejo
como éste –y que por demás no es exclusivo de Venezuela–, ¿cuáles son, cuáles
serían los grandes temas, los grandes nudos del problema?
—Teniendo al Estado en el
centro del análisis y desde una perspectiva relacional, tenemos que mirar tres
dimensiones: la relaciones en el seno del Estado, las relaciones
Estado-sociedad y las relaciones Estado-redes criminales.
Así, una dimensión
fundamental la constituye la pugnacidad y fragmentación en el propio Estado, en
los distintos niveles de gobierno y en las instancias relacionadas con la
seguridad ciudadana; a saber, el Ministerio de Interior y Justicia. Con esto
aludo a la polarización política en las instancias ejecutivas de gobierno –en
los niveles nacional, estatal y municipal–, para implementar las políticas
básicas de seguridad ciudadana: todo lo que impide la coordinación entre las
autoridades oficialistas y de oposición. Y digamos que esto –y coincido con
Andrés Antillano, con sus declaraciones en la entrevista que le hicieron en
este mismo espacio– no es ni siquiera por diferencias políticas o ideológicas,
pues en estos temas la oposición y el oficialismo han tendido más bien a
coincidir.
Otro aspecto de esta
dimensión asociada a las relaciones intra-Estado tiene que ver con las
tensiones y divisiones entre la visión civil y la visión militarizada, que
finalmente se impuso dentro del chavismo y que ha ocupado el Ministerio de
Interior y Justicia; es decir, las fragmentaciones dentro del mismo chavismo.
Estas divisiones han impedido el sostenimiento en el tiempo de cualquier
política pública en este ámbito, y truncaron los procesos más interesantes que
emprendió el gobierno bolivariano, y que podían ser muy fructíferos, como lo
fue el proceso de reforma policial y el intento de iniciar un proceso de
control de armas y municiones.
—Es difícil sostener una
política cuando sus ejecutores no duran nada en el cargo…
—En 16 años de gobierno
bolivariano se tienen 14 ministros del Interior. Algunos han “echado para
atrás” lo realizado por el anterior. Y me refiero, por ejemplo, a Pedro
Carreño, cuando desechó el trabajo realizado por la Comisión para la Reforma
Policial, argumentando que era “de derecha”, lo que revela una gran ignorancia
de su parte, no sólo en temas básicos de seguridad ciudadana, sino en las
cuestiones político-ideológicas más elementales. Si bien la policía nacional se
instaura luego de amplios procesos de consulta y de consenso social, y tiene un
muy buen arranque, la lentitud en la instauración de una policía eficaz y el
rápido deterioro de las condiciones laborales y de vida de los agentes,
comienzan a empañar las esperanzas de una mejor policía. En lugar de fortalecer
la consolidación de una nueva policía que tanto costó establecer, el mismo
gobierno trunca este importante proceso. Colocar a una figura como Freddy
Bernal en una nueva comisión de reforma de la policía significa desechar todos
los avances y retomar el modelo que justamente quería y debía desmontarse.
La fragmentación en el seno
del Estado la viví muy de cerca cuando estuve en la comisión presidencial para
el control de armas y desarme. Muchos de los que estábamos allí, incluyendo
representantes de la policía, nos enfrentamos a la resistencia del sector
militar a poner coto a la producción, distribución y venta de municiones. Es,
evidentemente, un rubro productivo muy lucrativo para unos, pero letal para la
mayoría de los venezolanos. Los intereses del sector militar son muy poderosos
dentro del Estado.
—¿No son los militares la
“mano dura” que muchos piden, desde la derecha como desde la izquierda?
—La visión militarizada que
se ha impuesto sólo ha contribuido a empeorar la situación y a incrementar la
conflictividad social. No es disciplina militar lo que le ha faltado a la
Policía Nacional, como han dicho el Presidente y algunos funcionarios,
dictaminando así el fracaso de un gran esfuerzo por introducir en la policía el
respeto a los derechos humanos. Lo que ha faltado ha sido un mejor y más eficaz
entrenamiento en la resolución de casos, consolidar una policía cercana y
confiable para la gente, además de sostener y promover mejoras sustantivas en
la calidad de vida de los agentes policiales, para que puedan cumplir su
exigente labor.
La militarización de la
seguridad, y aquí pasamos a la segunda dimensión, las relaciones
Estado-sociedad, tiñe las relaciones sociales de franca conflictividad, en
lugar de pacificarlas. Implica –como ilustra la literatura y lo ha destacado
Keymer Ávila– el desplazamiento de políticas propias del ámbito de
la seguridad ciudadana, centradas en el mejoramiento de las condiciones de
vida de la gente y la prevención de la violencia, hacia laseguridad
nacional, en la que prevalece la identificación de enemigos externos y se
define la situación como guerra. Cuando esto sucede, bajo el discurso de la
excepcionalidad de la guerra, el Estado deviene en un “actor de violencia
ilegítima” y se masifican las ocupaciones y el encarcelamiento.
—La OLP, los “abatidos”…
—Es lo que estamos
padeciendo, sí, muy concretamente, con la OLP. El Estado se convierte en un
agente de venganza y no de justicia. Estas políticas han sido estrategias
típicas en contextos electorales en América Latina. En Centroamérica, esa
línea, conocida como Mano Dura y Mano Súper Dura, solo
contribuyó al hacinamiento carcelario y a que las redes criminales, al tener
una sede permanente de reunión y planificación, se fortalecieran y se
prepararan para responder a la situación de guerra, tornando más sofisticados
sus crímenes, además. De hecho, durante ese período las tasas de homicidio
aumentaron significativamente en El Salvador.
Y lo mismo aquí. Desde que
comenzaron los operativos militarizados –como el DIBISE, en el año 2010; el
Patria Segura, en el año 2013–, las tasas de homicidio se incrementaron de
manera fundamental, pasando de 45 por cada 100.000 habitantes, que ya era
elevadísima, a 62. La población carcelaria casi se duplicó, pasó de 30.000 a
50.000, y más bien se creó un nuevo problema con la crisis carcelaria y las
nuevas redes organizadas con jerarquías establecidas dentro de las prisiones.
Esta sobrepoblación
carcelaria impide que el Estado tenga el control de las prisiones y ha
favorecido que los propios privados de libertad establezcan formas de
organización muy sofisticadas, basadas en la arbitrariedad de la fuerza y la
violencia, además de convertir la prisión en un espacio salvajemente lucrativo.
Porque todo genera lucro en la cárcel para las capas superiores de la
organización de los internos: el espacio, la comida, las armas, las drogas, las
fiestas. Evidentemente, aquí los funcionarios tienen su cuota de
responsabilidad…
—La tercera dimensión que
usted apuntaba: las relaciones Estado – redes criminales…
—Sí, pero quisiera primero
subrayar las relaciones sociedad-Estado, es decir, mirar un poco hacia las
respuestas de la sociedad. Si nos pensamos como sociedad, vemos que históricamente
hemos sido muy poco reivindicativos frente al Estado en este ámbito. En la
década de los 90 comenzamos a construir casetas de vigilancia. Llenos de miedo,
comenzamos a subir nuestros muros y a enrejarnos, en lugar de exigir al Estado
un sistema de justicia decente. En el siglo XXI, frente al aumento de la
violencia, seguimos transformando la ciudad y sus edificios, y a las rejas de
púas le agregamos sistemas eléctricos. Es decir, que se ha impuesto en la
ciudad un modelo de arquitectura que ya no es sólo defensivo y que segrega,
sino que es en sí mismo amenazante, y que suma también su parte a la
conflictividad social en que nos hallamos.
Nos toca, como sociedad,
exigir salidas que tienen que ver con la vida pública: más oportunidades para
los jóvenes en desventaja, mejor policía, mejor sistema de justicia.
Precisamente, los jóvenes también se hallan desatendidos por las organizaciones
sociales. Hay una movilización importante con respecto a la infancia, pero al
traspasar la adolescencia y llegar a la juventud, hay un repliegue también en
la sociedad. Los jóvenes son vistos como pre-malandros y generan miedo, como
subrayé antes. En el fondo, los jóvenes varones de sectores populares son los
grandes olvidados, y es necesario reivindicar que constituyen un sector de
inmensas oportunidades y no de amenazas.
—Por lo general, el
ciudadano común no ha sabido nunca si temerle más a ese joven o al agente
policial…
—La tercera dimensión que
subrayaba. La violencia en el país debe ser comprendida también como expresión
de las relaciones de colaboración clandestinas entre agentes del Estado y las
redes criminales. En un contexto donde los agentes policiales se sienten ellos
mismos desamparados, trabajando en pésimas condiciones y sin una buena
preparación, se propician las condiciones de colaboración entre los
funcionarios y los miembros de las redes criminales. Se sabe bien que las armas
y las drogas están en las cárceles gracias a la complicidad de los
funcionarios. Una vez entrevisté a un hombre que estuvo en prisión
recientemente y me comentaba que uno de sus amigos decidió quedarse en prisión
un año más: para seguir ahorrando, porque estaba haciendo mucho dinero con la
venta de heroína. También me comentaba que todas las armas que entran a la
cárcel hay que pagarlas dos veces: la primera al proveedor inicial, la segunda,
el mismo precio, a los custodios.
Igualmente, en el negocio de
las drogas ilícitas. En el microtráfico, uno de los mayores beneficiados con el
carácter ilícito de las drogas son los agentes policiales. En entrevistas con
mujeres que habitan en barrios y participan en el microtráfico de drogas, unas
me relataron ser acosadas y amenazadas regularmente por funcionarios
policiales; otras, las que se hallaban en mejores posiciones, narraron tener
que pagar una cuota regular a los agentes, pero siempre con la incertidumbre de
estar sujetas a sus amenazas de violencia.
En el tráfico regional de drogas, en
particular en el de la cocaína, donde Venezuela ocupa un lugar fundamental, por
supuesto no ocuparíamos ese lugar si no tuviésemos esta conexión entre
militares –que controlan puertos, aeropuertos y vías de transporte– y
traficantes. Pero, obviamente, quienes pueblan las prisiones, al menos una
cuarta parte, son los jóvenes que ocupan posiciones subalternas en el
microtráfico de drogas, no los sectores poderosos. Así que grupos del sector
privilegiadamente responsable de la seguridad tienen intereses y están
imbricado en economías que, por ser ilícitas, están íntimamente asociadas a las
armas y a la violencia.
“Politizar” la violencia
—¿Qué hacer frente a ese
monstruo? ¿Existen, en otros países, modelos estratégicos exitosos que puedan
servir de guía? ¿En qué debería consistir, a grandes rasgos, una política
acertada en este campo?
—Sí, por supuesto. Hay varios
aspectos fundamentales por atender, que puedo enumerar rápidamente, sin
necesariamente seguir un orden de importancia y a riesgo de simplificarlos
drásticamente.
Uno es el foco en las
ciudades y las condiciones de vida de la gente. Mejoras sustantivas en los
servicios sociales y culturales en los sectores desfavorecidos; mejoras en el
espacio físico, mejores viviendas y mejores edificaciones públicas; mejor
iluminación, incluso, porque la gente se siente protegida, atendida y
susceptible a recuperar la confianza. Más conexión entre los espacios: la
ciudad es un lugar por definición conflictivo, experimental, pero es sobre todo
un lugar de encuentros, de pertenencia: es la sede para ejercer la ciudadanía.
Nos hace falta conectarnos. Quisiera llegar a ver un día donde podamos
transformar las casetas de vigilancia, derribar las barreras y convertirlas en
espacios de encuentro.
—Un sueño muy común y
colectivo, ¿pero no tiene algo de utopía, visto desde la realidad?
—No. Una experiencia en
Latinoamérica, con todas sus complejidades y contradicciones, la constituyen
sin duda Medellín y los esfuerzos por transformar la ciudad y politizar la
violencia, para convertirla en un asunto de la vida pública. Rio de Janeiro
también es una ciudad francamente intervenida para producir flujos, encuentros,
hacer la vida más amable y disminuir la violencia.
Otro foco fundamental tiene
que ser la institución policial. Tenemos por ejemplo, en Centroamérica, el caso
de Nicaragua, vecina a países con elevadísimos niveles de violencia y que
también vivió momentos de conflicto armado, y, sin embargo, tiene
considerablemente bajos niveles de violencia. Esto tiene que ver con los
procesos migratorios particulares de Nicaragua: a diferencia de sus vecinos El
Salvador, Honduras y Nicaragua, durante la guerra su población no emigró al
estado de California, en Estados Unidos, donde los jóvenes incorporaron las
prácticas de las bandas locales con armas. El nicaragüense emigró sobre todo al
estado de Florida, donde se generaron otros procesos de incorporación.
Pero tiene que ver, sobre
todo, con la calidad de la policía establecida e institucionalizada durante la
revolución sandinista. En Nicaragua hubo mucho cuidado en establecer una
policía de proximidad, cercana a la población, y eso definitivamente contribuyó
a disminuir los niveles de conflictividad social. Se necesita una policía
respetuosa de los derechos humanos. Que se respeten los derechos humanos no
significa impunidad, como mucha gente dice; significa que se establezcan
actuaciones policiales apegadas a la justicia, para poder detener el ciclo
siempre en escalada de la venganza y de la violencia.
—Detener la “culebra”. Y el
ciclo de las armas, que usted subrayaba.
—Sí. Un tercer y un cuarto
aspectos son la atención a los jóvenes y el control de armas y municiones. Es
el caso de la experiencia brasileña, concretamente en ciudades como Río de
Janeiro, donde ha habido mucha movilización social para el control de armas.
Allí se implicaron distintas instancias de gobierno, entrelazadas con
organizaciones sociales.
Los países menos violentos
en América Latina son aquellos donde la gente no está armada y donde ni
siquiera es concebible tener un arma para defenderse, como Argentina. Y la
atención a jóvenes es fundamental, pues son las principales víctimas y
victimarios de la violencia. En Río de Janeiro, pero también en Quito, hay una
amplitud de organizaciones sociales dedicadas a la promoción de los jóvenes; es
decir, dedicadas a cuestionar la estigmatización y a generar procesos de incorporación
y protagonismo juvenil. En Quito, incluso, el sector privado, en colaboración
con gobiernos locales, intervino de manera importante, luego del
establecimiento de pactos y procesos de reparación, apoyando iniciativas de
hombres y jóvenes pertenecientes a bandas. Allí apoyaron procesos de
emprendimiento de los mismos jóvenes.
En Río de Janeiro ha sido
muy duro el proceso de lucha y de lidia con los comandos de la droga. Pero la
lucha es y ha sido evitar que más y más jóvenes sean reclutados y que tengan
como única opción el ingreso a un comando de droga. En este sentido,
adicionalmente a los operativos militarizados de la policía, se tiene el
establecimiento regular del Estado y de organizaciones sociales en las favelas,
con programas de inclusión juvenil.
—¿A eso se refiere cuando
habla de “politizar la violencia”?
—En efecto. Algo que tienen
en común estas experiencias es convertir la violencia en un asunto de la vida
pública y de convivencia. Por eso también han desarrollado campañas donde se
promueve la tolerancia y la inclusión como mensaje central.
12-10-15
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