Por Ricardo Escalante, 27/11/2015
Los sangrientos hechos recientes de París y Malí demostraron una vez
más la necesidad de combatir las manifestaciones de violencia en todas sus
formas y en cualquier lugar, porque el peligro está no solo en Al Qaeda y el
Ejército Islámico, sino también en otras organizaciones e individuos que se
disfrazan de caperucitas para cometer atentados.
El terrorismo es tan antiguo como la existencia misma de los alucinados
y puede presentarse en el momento menos esperado. Puede ser obra de grupos entrenados
o de lobos solitarios. Hay casos estruendosos que sacuden a la humanidad por el
método utilizado y por el número de víctimas, pero hay otros igualmente
repudiables que no causan reacciones internacionales contundentes porque
intereses geopolíticos lo impiden.
En Estados Unidos son frecuentes las matanzas protagonizadas por locos
que de manera libre compran armas y municiones de distinto calibre, pero hay
regulaciones que en distintos estados coliden con el ejercicio de las
libertades individuales. Por fortuna, muchos de esos criminales mueren en la
escena de los hechos, mientras otros son condenados a cadena perpetua o pena de
muerte.
En Colombia, durante 60 años las FARC han sido autoras de cientos de
miles de muertes, heridos, mutilados, secuestros, desplazados, torturas físicas
y emocionales, violaciones y devastación de amplias zonas rurales y urbanas, a
pesar de lo cual ahora fingen pureza angelical para reclamar inmerecidas
garantías y derechos políticos. En ese largo recorrido se han financiado con
narcotráfico, extorsiones, asaltos y connivencia con organizaciones y gobiernos
con resortes morales tan reblandecidos como los propios.
Hay también formas de terrorismo nada fáciles de enfrentar y erradicar
porque son planificadas y perpetradas desde la cabeza misma de gobiernos con
líderes carismáticos, populistas, deshonestos, como Muamar el Gadaffi, capaces
de incurrir en hechos como la voladura del avión de Pan Am en Lockerbie
(21-12-1988), además de masacres en los aeropuertos de Roma y Viena. Para
sostenerse en el poder, Gadaffi sembró terror y muerte en su país.
El gobierno liderado por Nicolás Maduro y Diosdado Cabello encarna hoy
una forma abyecta del terrorismo de Estado: presos políticos, asesinatos a
malsalva, camarillas esquilmadoras de los recursos nacionales y vínculos con el
narcotráfico internacional.
La historia es abundante en atolondrados que han dejado inmensos
cementerios y traumas colectivos: Hitler, Stalin, Pol Pot, Mussolini, Sadam
Hussein e innumerables en dictadores en África y América Latina. ¿Hay acaso
diferencia entre quienes estrellaron los aviones contra las Torres Gemelas en
Nueva York en 1991 y los desquiciados que se regodean con la destrucción de los
pueblos por ellos gobernados? Pues creo que no, porque unos y otros son
terroristas y merecen ser combatidos con firmeza aleccionadora. La única
diferencia pudiera estar en que unos poseen poder letal prolongado y se escudan
en investiduras de Estado.
Existen matarifes desalmados como Kim Jon Il –el más excéntrico de una
dinastía que desde Corea del Norte ha mantenido el mundo en vilo con sus
amenazas de devastación-, y que ha descubierto en asuntos baladíes las razones
para acabar con alguna novia, tío u otro familiar, amigo o funcionario. ¿No se
justificaría acaso una alianza efectiva para derrocar ese régimen primitivo que
ha humillado, aislado a sus ciudadanos de cualquier forma de civilización?
Otra arista del problema consiste en la grave fragilidad de la memoria
de los pueblos, que pronto terminan no solo por olvidar, sino hasta por rendir
culto a la personalidad de ʺhéroesʺ como Hugo Chávez, con regímenes corruptos
que persiguieron, torturaron, y clausuraron libertades y derechos civiles.
Chávez creó bandas paramilitares para sembrar terror en sus conciudadanos.
Por eso, la lucha el Ejercito Islamico, Al Qaeda y otras organizaciones
similares no puede tener pausa, pero al mismo tiempo no debemos pasar
desapercibidas las distintas formas de terrorismo.
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