Fernando Mires 17 de noviembre de 2016
Aristóteles
era escéptico con respecto a la posibilidad de que la democracia pudiera ser la
forma de gobierno más apropiada para regir los destinos de la polis. Para el
filósofo la forma ideal de gobierno era la república, entendiendo por ella un
Estado sometido al imperio de la ley.
La
democracia -deducimos de la lectura del capítulo lV de La Política- puede
llegar a ser una forma adecuada de gobierno si se mantienen los principios del
ideal republicano, vale decir, la hegemonía de la ley por sobre los intereses
de grupos particulares. Posibilidad remota, pensó Aristóteles.
Los
problemas para la democracia provienen, según Aristóteles, de dos vertientes.
La primera, de la mayoría. Al estar el pueblo formado por muchos, sus intereses
no son homogéneos sino diferentes e incluso contrapuestos. Hecho que conspira
contra toda forma de gobernabilidad.
La
segunda reside en el hecho de que las aspiraciones de los muchos son de índole
económico, y la economía para los griegos era una actividad no solo diferente
sino antagónica a la política. Los políticos de la polis debían ser hombres
liberados de los intereses y pasiones que provienen de la ausencia de bienes.
Para
decirlo en términos modernos: Aristóteles sentía temor frente a la sociedad de
masas. Muchos siglos después ese temor sería compartido por diferentes
pensadores. Desde el aristocratismo intelectual de Nietzsche, el republicanismo
de Ortega y Gasset, el psicoanálisis de Freud, la sociedad de masas nunca contó
con las simpatías de los grandes filósofos de la modernidad temprana.
Hannah
Arendt iría más lejos: siguiendo el dictamen aristotélico se pronunció a favor
de la sociedad de clases en contra de la sociedad de masas (El Origen del
Totalitarismo). Según Arendt, las clases daban forma contractual a la sociedad
mientras las masas la desorganizaban en una no-sociedad a la que Emile Durkheim
denominaría con el concepto de anomia, hoy usado como sinónimo de
desintegración social.
Para
Arendt el fin de las clases no llevaba a la igualdad social sino a la desaparición
de la sociedad. Por lo mismo constituía la condición apropiada para el ascenso
de los demagogos y sus consecuentes dictaduras apoyadas por las grandes masas.
La democracia –decía Aristóteles- lleva
a la demagogia y la demagogia a la tiranía.
¿Es
entonces la democracia una forma de gobierno destinada a destruirse a sí misma?
En el caso ateniense, al menos, lo fue. Los temores de Aristóteles fueron
cumplidos. La luz de la democracia griega permaneció apagada durante siglos.
Bárbaros y demagogos unidos comenzaron a reinar en medio de la oscuridad de la
no-política.
Pero
Hannah Arendt pensó ese tema en una dirección diferente a Aristóteles. El
problema no lo vio en la democracia en cuanto tal sino en los ideales de los
griegos. En efecto, si uno lee con atención a Aristóteles, podrá comprobar que
todos sus pensamientos apuntaban hacia la búsqueda de la armonía. Esa armonía,
según Arendt, no puede ser encontrada en la política (¿Qué es Política?) Para
eso están las religiones, el arte, el amor. La democracia –así creo interpretar
a Arendt- solo existe como lucha por la democracia, incluyendo la lucha en
contra de demagogos y tiranos, cuenten o no con el apoyo de la mayoría.
Podríamos también decirlo de otro modo: los antagonismos son la fuerza energética
que impide a la democracia derrumbarse sobre sí misma.
Cuando
Donald Trump fue elegido presidente de los EE UU supimos otra vez más que una
mayoría democrática había parido a un gran demagogo. Pero también supimos que
muchos ciudadanos han comenzado a alinear fuerzas para cerrar su avance. Eso es
precisamente la democracia: un campo de lucha. Nunca el lugar de la armonía. La
democracia es, para decirlo con Chantal Mouffe, una realidad agónica (On the
Political). Allí, como en otros espacios, incluyendo los personales, tiene
lugar en ella una lucha entre el principio de la muerte y el de la vida.
A
diferencia de Aristóteles, hoy sabemos que las leyes no han sido hechas para
impedir sino para proteger la lucha entre contrarios. Eso significa que la
democracia no está al final de la lucha sino en la lucha misma. Y esa lucha no
tiene final.
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