Por Yedzenia Gainza, 20/11/2016
Laida es la más chiquita de cinco hermanas (Las
Rodríguez). Todas son conocidas en el barrio donde nacieron y crecieron, el
mismo donde vivió su madre hasta el final de sus días. De todas, ella es la más
guapa, la más agradable, ocurrente y simpática, la que siempre tiene una
sonrisa a flor de labios y un brillo en los ojos capaz de desarmar cualquier
preocupación. Así la recuerdo.
Desde que la conozco nadie se ha quejado de ella,
salvo ese periodo de su vida en el que fue chavista –algo que todos le perdonan
como quien perdona a un amigo que ha caído en las drogas y no mencionan nunca
como los que consiguieron salir de ellas. Su bondad, sus ganas de trabajar y su
fortaleza la hicieron cosechar amigos por donde pasaba. Siempre fue muy curiosa
y le gustaba escuchar historias sobre cómo era el mundo al otro lado de las
fronteras que ella nunca había cruzado. Un atlas no es capaz de transmitir la
emoción que alguien siente cuando el amor de su vida camina sonriente por la
terminal de un puerto para recogerla después de un largo viaje.
Tiene una casa modesta, pequeña pero siempre muy
limpia. Aunque era una mujer pobre nunca le faltaba un color bonito para
pintarla cuando se acercaba la Navidad. Hace unos quince años redondeaba el
sueldo de su marido trabajando como peluquera a domicilio y –remunerada o no –
su disponibilidad ha sido total para ayudar a quien puede. Su compañía
amenizaba las largas y pesadas jornadas de trabajo en un negocio cuyos
beneficios han ido mucho más allá de las manos de su dueña. De pronto aparecía
en silencio y se ponía en una esquina esperando que se detectara su presencia
como si creyera que el aroma del café humeante que traía en una taza no la delataría.
Todas las mañanas (después de despedir a su
marido e hijas), Laida iba café en mano a dar los buenos días. Como es una
mujer detallista se había dado cuenta de que yo no tomaba café, así que muchas
tardes a la hora de la merienda se aparecía con una gran taza de avena recién
hecha, cremosa, llena de leche y la dosis justa de canela. Yo por esa avena
habría hecho cualquier cosa, beberla me llevaba de vuelta a esas mañanas en las
que no podía ir al colegio sin haber terminado la tacita que me preparaba mi
abuela. Laida tiene el secreto para hacerla igual, un secreto que como yo
también ignoran los cocineros de los mejores hoteles del país. Daba igual si
engordaba o no, cuando pasaba tiempo sin llevarme yo le pedía descaradamente
que preparara un poco. Nunca se negó.
El roce hace el cariño, y a esa negra que
desayunaba con mi madre es imposible no tenérselo. Cuando la recuerdo no sólo
siento nostalgia de su avena, sino por las tardes que nos reímos hasta que nos
dolía la barriga, por sus palabras de ánimo cuando era necesario y sus
ocurrencias cuando alguien estaba de mal humor. Esa mujer ha conocido a mis
amigos sin conocerlos, ha viajado conmigo sin moverse de su barrio. La
felicidad es sobre todo compartir pequeñas cosas.
Todo ha cambiado mucho y Laida ya no es tan
alegre como antes. Vive angustiada porque tiene serias dificultades para
conseguir comida, le preocupa que llegue el día en el que ni ella ni sus hijas
puedan alimentar a sus nietos. Sabe que la situación va a peor y que hay pocas
o ninguna garantía de que mejore. Se le ponen los pelos de punta al pensar que
no tiene fondos para hacer frente a una enfermedad grave y que cuando se le
sube la tensión porque no consigue pastillas para controlarla, los cubanos del
consultorio pirata que hace años puso el gobierno cerca de su casa le mandan
Ibuprofeno.
Laida me escribió hace unos días para decirme que
siempre se acuerda de mí y con tristeza recordó que al hacerme avena jamás
pensó en la cantidad de leche que utilizaba, ponía la necesaria y listo. Ahora
casi nunca consigue para preparar el biberón a sus nietos y, cuando tiene, sabe
que debe parar una vez que el agua se ve un poco blanca. Habla sobre la
cantidad de personas que ha visto pasando hambre y de la impotencia por no
poder ayudarles, de cómo el más simple diagnóstico médico es casi un desahucio.
Dijo: “Antes ser pobre significaba tener un carrito viejo, vestir de ropa
sin firma, ir de vacaciones a la playa más cercana, ahorrar para ponerle rejas
a la casa o para celebrar los quince años de una hija. Hoy ser pobre es pensar
con qué vamos a rellenar los tres panes que cenaremos esta noche porque no nos
alcanza para harina de maíz, es escoger entre comprar un kilo de pollo o uno de
caraotas. Hoy soy rica entre los pobres, pues hay gente buscando comida en la
basura y para no llegar a eso una de mis hijas se va del país, se lleva a mis
niños y quién sabe cuándo volveré a verlos.”
Quisiera que recuperara la sonrisa, las ganas de
vivir, por eso le dije que escribiría sobre ella.
Negra: sé que no es fácil, pero aprieta los
dientes. No te puedes perder el capítulo final de esta larga pesadilla. Cuando
por fin termine, sé que tú también estarás en pie para celebrar y ayudar a
levantar el país. Brindaremos con una taza de avena. Eso sí, la haces tú porque
a mí nunca me quedará tan buena.
Yedzenia Gainza
@Yedzenia
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