Francisco Fernández-Carvajal 22 de mayo de 2020
@hablarcondios
— Nos hace comprender
lo que son las cosas creadas, según el designio de Dios sobre la creación y la
elevación al orden sobrenatural.
— El don de ciencia y
la santificación de las realidades temporales.
— El verdadero valor y
sentido de este mundo. Desprendimiento y humildad necesarios para disponernos a
recibir este don.
I. «Las criaturas
son como un rastro del paso de Dios. Por esta huella se rastreará su grandeza,
poder y sabiduría y todos sus atributos»1.
Son como un espejo en el que se refleja el esplendor de su belleza, de su
bondad, de su poder...: los cielos pregonan la gloria de Dios y le
anuncia el firmamento, que es la obra de sus manos2.
Sin embargo, en muchas ocasiones, a causa del pecado
original y de los pecados personales, los hombres no saben interpretar esa
huella de Dios en el mundo, no alcanzan a conocer al que es la fuente de todos
los bienes: por la consideración de las obras no supieron descubrir a
su divino Artífice. Seducidos por la hermosura de las cosas creadas, las
tuvieron por dioses. Que aprendan a conocer –sigue diciendo la Sagrada
Escritura– cuánto mejor es el Señor de todo lo creado, pues es el autor
de la belleza quien hizo todas estas cosas3.
El don de ciencia facilita al hombre comprender las
cosas creadas como señales que llevan a Dios, y lo que significa la elevación
al orden sobrenatural. El Espíritu Santo, a través del mundo de la naturaleza y
del de la gracia, nos hace percibir y contemplar la infinita sabiduría, la
omnipotencia, la bondad, la naturaleza íntima de Dios. «Es un don contemplativo
cuya mirada penetra, como la del don de inteligencia y del de sabiduría, en el
misterio mismo de Dios»4.
Mediante este don, el cristiano percibe y entiende con
toda claridad «que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los
astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el
sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se
ordena»5. Es una sobrenatural disposición por la que el alma participa
de la misma ciencia de Dios, descubre las relaciones que existen entre todo lo
creado y su Creador y en qué medida y sentido sirven al fin último del hombre.
Manifestación del don de ciencia es el Canto
de los tres jóvenes, recogido en el Libro de Daniel, que muchos
cristianos rezan en la acción de gracias después de la Santa Misa. Se pide a
todas las cosas creadas que bendigan y den gloria al Creador: Benedicite,
omnia opera Domini, Domino... Obras todas del Señor, bendecid al Señor; y
alabadle y ensalzadle por todos los siglos. Ángeles del Señor, bendecid al
Señor. Cielos... Aguas todas que estáis sobre los cielos... Sol y luna...
Estrellas del cielo... Lluvia y rocío... Vientos todos... Frío y calor...
Rocíos y escarchas... Noches y días... Luz y tinieblas... Montes y collados...
Plantas todas... Fuentes... Mares y ríos... Ballenas y peces... Aves... Bestias
y ganados... Sacerdotes del Señor... Espíritus y almas de los justos... Santos
y humildes de corazón... Cantadle y dadle gracias porque es eterna su
misericordia6.
Este canto admirable de toda la creación, de lo
animado y de lo que carece de vida, da gloria a su Creador. Es «una de las más
puras y ardientes expresiones del don de ciencia: que los cielos y toda la
creación canten la gloria de Dios»7.
En muchas ocasiones también nos ayudará a nosotros a dar gracias al Señor
después de participar en la obra que más gloria da a Dios: la Santa Misa.
II. Mediante el don
de ciencia, el cristiano dócil al Espíritu Santo sabe discernir con perfecta
claridad lo que le lleva a Dios y lo que le separa de Él. Y esto en las artes,
en el ambiente, en las modas, en las ideologías... Verdaderamente puede
decir: El señor conduce al justo por caminos rectos y le comunica la
ciencia de los santos8.
El Paráclito advierte también cuándo las cosas buenas y rectas en sí mismas
pueden convertirse en malas para el hombre porque le separan de su fin
sobrenatural: por un deseo desordenado de posesión, por apegamiento del corazón
a estos bienes materiales de tal manera que no lo dejan libre para Dios,
etcétera.
El cristiano que se ha de santificar en medio del
mundo tiene una particular necesidad de este don para ordenar a Dios las
actividades temporales, convirtiéndolas en medio de santidad y apostolado.
Mediante el don de ciencia, la madre de familia comprende más profundamente
cómo su quehacer doméstico es camino que le lleva a Dios si lo hace con
rectitud de intención y deseos de agradar a Dios, de la misma manera que el
estudiante entiende que su estudio es el medio ordinario que posee para amar a
Dios, hacer apostolado y servir a la sociedad; para el arquitecto son sus
planos y proyectos; para la enfermera, el cuidado de los enfermos, etcétera. Se
comprende entonces por qué debemos amar el mundo y las realidades temporales, y
cómo «hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones
más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir»9.
Así –siguen siendo palabras de San Josemaría Escrivá– «cuando un cristiano
desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello
rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido
martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la
prosa de cada día»10.
Ese verso heroico para Dios lo componemos los hombres con las menudencias de la
tarea diaria, de los problemas y alegrías que encontramos a nuestro paso.
Amamos las cosas de la tierra, pero las valoramos
según su justo valor, el que tienen para Dios. Así daremos una importancia
capital a ser templos del Espíritu Santo, porque «si Dios habita en
nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental,
transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente»11.
Por encima de los bienes materiales, y de la misma vida, consideramos la fe
como el tesoro más grande que hemos recibido, y estaríamos dispuestos a dejarlo
todo antes de perderla. Con la luz de este don conocemos, por ejemplo, el valor
de la oración y de la mortificación y la influencia decisiva que tienen en
nuestra vida, lo que nos empujará a no abandonarlas en ninguna circunstancia.
III. A la
luz del don de ciencia, el cristiano reconoce el poco valor de lo temporal si
no es camino para lo eterno, la brevedad de la vida humana sobre la tierra, la
escasa felicidad que puede dar este mundo comparada con la que Dios ha
prometido a quienes le aman, la inutilidad de tanto esfuerzo si no se realiza
cara al Señor... Al recordar la vida pasada, en la que quizá Dios no fue lo
primero, el alma siente una profunda contrición por tanto mal y por tanta
ocasión perdida, y nace en ella el deseo de recuperar el tiempo malbaratado
siendo más fiel al Señor.
Todo lo de este mundo –al que amamos y en el que
debemos santificarnos– aparece a la luz de este don con el sello de la
caducidad, mientras que señala con toda nitidez el fin sobrenatural del hombre,
al que debemos subordinar todas las realidades terrenas.
Esta visión del mundo, de los acontecimientos y de las
personas desde la fe, puede quedar oscurecida, incluso cegada, por lo que San
Juan llama la concupiscencia de los ojos12.
Parece entonces como si la mente rechazara la verdadera luz, y ya no se sabe
ordenar a Dios las realidades terrenas, que se toman como fin. El deseo
desordenado de bienes materiales, el cifrar la felicidad en lo de aquí abajo
entorpece o anula la acción de este don. El alma cae entonces en una especie de
ceguera en la que ya es incapaz de reconocer y de saborear los bienes
verdaderos, los que no perecen, y la esperanza sobrenatural se transforma en el
deseo, cada vez mayor, de bienestar material, huyendo de cuanto signifique
mortificación y sacrificio.
La visión puramente humana de la realidad acaba por
desembocar en la ignorancia de las verdades de Dios, o bien estas aparecen como
algo teórico, sin sentido práctico para la vida corriente, sin capacidad para
informar la existencia normal. Los pecados contra este don dejan sin luz, y así
se explica esa gran ignorancia de Dios que padece el mundo. En ocasiones se
trata de verdadera incapacidad para entender o asimilar lo sobrenatural, porque
se han vuelto completamente los ojos del alma a bienes parciales y engañosos y
se han cerrado a los verdaderos.
Para disponernos a recibir este don necesitamos pedir
al Espíritu Santo que nos ayude a vivir la libertad y el desasimiento ante los
bienes materiales y a ser más humildes, para poder ser enseñados sobre el verdadero
valor de las cosas. Junto a estas disposiciones, fomentaremos la presencia de
Dios, que ayuda a ver al Señor en medio de nuestros trabajos, y haremos el
propósito decidido de considerar en la oración los sucesos que van decidiendo
nuestra vida y las mismas realidades de todos los días: la familia, los
compañeros que están codo a codo en el mismo trabajo, aquello que más nos
preocupa... La oración siempre es un faro poderoso que ilumina la verdadera
realidad de las cosas y de los acontecimientos.
Para obtener este don, para hacernos capaces de
poseerlo en mayor plenitud, acudimos a la Virgen, Nuestra Señora. Ella es Madre
del Amor Hermoso, y del temor, y de la ciencia, y de la santa esperanza13.
«Madre de la ciencia es María, porque con Ella se
aprende la lección que más importa: que nada vale la pena, si no estamos junto
al Señor; que de nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las
ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo, la luz
de la santa esperanza que es un anticipo del amor interminable en nuestra
definitiva Patria»14.
1 San
Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 5, 3. —
2 Sal 19,
1-2. —
3 Sab 13,
1-3. —
4 M.
M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid
1983, p. 200. —
5 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 130. —
6 Cfr. Dan 3,
52-90. —
7 M. M. Philipon, o. c.,
p. 203. —
8 Sab 10,
10. —
9 San
Josemaría Escrivá, Homilía Amar al mundo apasionadamente,
8-X-1967. —
10 Ibídem.
—
11 ídem, Amigos
de Dios, 92. —
12 1
Jn 2, 16. —
13 Eclo 24,
24. —
14 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 278.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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