Francisco Fernández-Carvajal 08 de mayo de 2020
@hablarcondios
— Esperanza humana y
virtud sobrenatural de la esperanza. Certidumbre de esta virtud. El Señor nos
dará siempre las gracias necesarias.
— Pecados contra la
esperanza: la presunción y el desaliento.
— La Virgen, Esperanza
nuestra. Acudir a Ella en los momentos más difíciles, y siempre.
I. Leemos en el
Evangelio de la Misa estas consoladoras palabras de Jesús: Si pidiereis
algo en mi nombre yo lo haré1.
Y la Antífona de comunión recoge otras no menos consoladoras palabras del
Señor: Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo
donde yo estoy y contemplen mi gloria2.
El mismo Señor es nuestro intercesor en el Cielo, y
nos promete que todo lo que le pidamos en su Nombre, nos lo concederá. Pedir en
su Nombre significa en primer lugar tener fe en su Resurrección y en su
misericordia; y significa pedir aquello, humano o sobrenatural, que conviene a
nuestra salvación, objetivo fundamental de la virtud cristiana de la esperanza,
de la misma vida del hombre.
Existe la esperanza humana del labrador cuando
siembra, del marino que emprende una travesía, del comerciante cuando inicia un
negocio... Se pretende llegar a un bien, a un fin humano: una buena cosecha,
llegar al puerto al que se ha puesto rumbo, unas buenas ganancias... Y existe
la esperanza cristiana, que es esencialmente sobrenatural y, por tanto, está
muy por encima del deseo humano de ser dichoso y de la natural confianza en
Dios. Por esta virtud tendemos hacia la vida eterna, hacia una dicha
sobrenatural, que no es otra cosa que la posesión de Dios: ver a Dios como Él
mismo se ve, amarle como Él se ama. Y al tender hacia Dios lo hacemos con los
medios que Él nos ha prometido, y que no nos faltarán nunca si nosotros no los
rechazamos. El motivo fundamental por el que esperamos alcanzar este bien
infinito es que Dios nos da su mano, según su misericordia y su infinito amor,
al que nosotros correspondemos con nuestro querer, aceptando con amor esa mano
que Él nos tiende3.
Con la virtud de la esperanza, el cristiano no tiene
la seguridad de la salvación –a no ser por una gracia especialísima de Dios–,
pero sí tiende con certeza hacia su fin, de modo semejante a
como, en el orden de las cosas humanas, el que emprende un viaje no tiene la
certeza de llegar al fin de su proyecto, pero sí tiene la certidumbre de ir
bien encaminado y de llegar si no abandona el camino. «La seguridad de la
esperanza cristiana, no es, pues, la certeza de la salvación, sino la certidumbre
absoluta de que vamos hacia ella»4,
confiados en que Dios «nunca manda lo imposible, pero nos ordena hacer lo que
podemos, y pedir lo que no está en nuestra mano hacer»5.
Enseña el Magisterio de la Iglesia que «todos deben
tener firme esperanza en la ayuda de Dios. Porque si somos fieles a la gracia,
de la misma manera como Dios ha comenzado en nosotros la obra de nuestra
salvación, la llevará a cabo, obrando en nosotros el querer y el obrar (Flp 2,
13)»6. El Señor no nos dejará si nosotros no le dejamos, y nos dará
los medios necesarios para salir adelante en toda circunstancia y en todo
tiempo y lugar. Nos escuchará cada vez que recurramos a Él con humildad. Nos
dará los medios para buscar la santidad en nuestro quehacer, en medio del
trabajo y en las condiciones que rodean nuestra vida. Nos dará más gracia si
son mayores las dificultades, y más fuerzas si es mayor la debilidad.
II. «La esperanza
cristiana ha de ser activa, evitando la presunción; y debe
ser firme e invencible, para rechazar el desaliento»7.
Existe la presunción cuando se confía
más en las propias fuerzas que en la ayuda de Dios y se olvida la necesidad de
la gracia para toda obra buena que realicemos; o bien cuando se espera de la
divina misericordia lo que Dios no puede darnos por nuestra mala disposición,
como es el perdón sin verdadero arrepentimiento, o la vida eterna sin hacer
ningún esfuerzo para merecerla. No es raro que de la presunción se llegue
pronto al desaliento, cuando aparecen las pruebas y las dificultades, como si
ese bien dificultoso, que es el objeto de la esperanza, fuera imposible de
alcanzar. Este desaliento conduce al pesimismo primero y más tarde a la tibieza8,
que considera demasiado difícil la tarea de la santificación personal,
apartándose de cualquier esfuerzo.
La causa de la desesperanza no son las dificultades,
sino la ausencia de deseos sinceros de santidad y de llegar al Cielo. Quien ama
a Dios y quiere amarlo aún más, aprovecha las mismas dificultades para
manifestarle que le ama y para crecer en las virtudes. Viene la falta de
esperanza cuando se cae en el aburguesamiento, en el apegamiento a los bienes
de la tierra, a los que se considera como los únicos verdaderos.
El tibio llega al desaliento porque ha perdido, por
muchas negligencias culpables, el objetivo de su lucha por la santidad, por
conocer y amar más a Dios. Las cosas materiales adquieren entonces para él un
valor de fin absoluto en la práctica, aunque quizá no en la teoría. Y «si
transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del
horizonte la morada eterna y el fin para el que hemos sido creados –amar y
alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo–, los más brillantes intentos
se tornan en traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas»9.
Debemos andar por la vida con los objetivos bien
determinados, con la mirada puesta en Dios, que es lo que nos lleva a realizar
con ilusión nuestros quehaceres temporales, costosos o no. Entonces
comprendemos que todos los bienes terrenos (siendo bienes) son relativos y
deben estar subordinados siempre a la vida eterna y a lo que a ella se refiere.
El objetivo de la esperanza cristiana trasciende, de un modo absoluto, todo lo
terreno10.
Esta actitud ante la vida, mantenedora de la
esperanza, supone una lucha alegre diaria, porque la tendencia de todo hombre,
de toda mujer, es hacer de esta vida una ciudad permanente, estando
en realidad de paso. La lucha interior bien definida en la dirección
espiritual, el examen general diario, el recomenzar una y otra
vez, con humildad, sin dar lugar al desánimo, es la mejor garantía para
mantenernos firmes en la esperanza. El Señor nos ha prometido, según leemos en
el Evangelio de la Misa, que siempre que acudamos en demanda de ayuda nos
atenderá.
III. Yo
soy la Madre del amor hermoso... en mí está toda la esperanza de vida y de
virtud11, son palabras que la Iglesia ha puesto durante siglos en boca
de la Virgen.
La esperanza fue la virtud peculiar de los Patriarcas
y de los Profetas, de todos los israelitas piadosos que vivieron y murieron con
la vista puesta en el Deseado de las naciones12 y
en los bienes que su llegada al mundo traería consigo, contentándose con
mirarlos de lejos y saludarlos, considerándose peregrinos y huéspedes
en esta tierra13.
Durante muchas generaciones esta esperanza sostuvo al pueblo de Israel en medio
de incontables tribulaciones y pruebas.
Con más fuerza que los Patriarcas y los Profetas y
todos los hombres justos se unió la Virgen Santísima a este clamor de esperanza
y de deseo de la pronta llegada del Mesías. Esta esperanza era mayor en la
Virgen porque estaba confirmada en la gracia y preservada, por tanto, de toda
presunción y de toda falta de confianza en Dios. Ya antes de la Anunciación,
Santa María profundizaba en las Sagradas Escrituras como nunca lo hizo
inteligencia humana alguna, y esta claridad en el conocimiento de lo que habían
anunciado los Profetas fue aumentando hasta llegar a la plena confianza en que
se realizaría lo anunciado. Esta esperanza fue creciendo como crece la certeza
«que tiene el navegante, después de haber tomado el rumbo conveniente, de
dirigirse efectivamente hacia el término de su viaje, y que aumenta a medida
que se acerca»14.
María se ejercitaba en la esperanza cuando en su
juventud deseaba ardientemente la llegada del Mesías; luego, cuando esperaba
que el secreto de la Concepción virginal del Salvador se manifestase a José, su
esposo; cuando se encontró en Belén sin un lugar donde llegara el Mesías; en su
huida precipitada a Egipto... Más tarde, cuando todo parecía perdido en el
Calvario, Ella esperaba la Resurrección gloriosa de su Hijo... mientras el
mundo estaba sumido en la oscuridad. Ahora, próxima ya la Ascensión de Jesús a
los cielos, se dispone a sostener a la naciente Iglesia en la difusión del
Evangelio y la conversión del mundo pagano.
A lo largo de los siglos, el Señor ha querido
multiplicar las señales de su asistencia misericordiosa y nos ha dejado a María
como faro poderosísimo para que sepamos orientarnos cuando estemos perdidos, y
siempre. «Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas con los
escollos de la tentación, mira a la estrella, llama a María. Si te agitan las
olas de la soberbia, de la ambición o de la envidia, mira a la estrella, llama
a María. Si la ira, la avaricia o la impureza impelen violentamente la nave de
tu alma, mira a María. Si turbado con la memoria de tus pecados, confuso ante
la fealdad de tu conciencia, temeroso ante la idea del juicio, comienzas a
hundirte en la sima sin fondo de la tristeza o en el abismo de la
desesperación, piensa en María.
»En los peligros, en las angustias, en las dudas,
piensa en María, invoca a María. No se aparte María de tu boca, no se aparte de
tu corazón; y para conseguir su ayuda intercesora no te apartes tú de los
ejemplos de su virtud. No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la
ruegas, no te perderás si en Ella piensas. Si Ella te tiene de su mano, no
caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía;
llegarás felizmente al puerto si Ella te ampara»15.
1 Jn 14,
14. —
2 Jn 17,
24. —
3 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
Palabra, 2ª ed., Madrid 1975, vol. II, p. 738. —
4 Ibídem,
p. 740. —
5 San
Agustín, Trat. de la naturaleza y de la gracia, 43, 5.
—
6 Conc.
de Trento, Decreto sobre la justificación, cap. 13, Dz 806.
—
7 R.
Garrigou-Lagrange, o. c., p. 741. —
8 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 988. —
9 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 208. —
10 Cfr. F.
Fernández-Carvajal, La tibieza, Palabra, 5ª ed., Madrid
1985, p. 95. —
11 Cfr. Eclo 24,
24. —
12 Ag 2,
8. —
13 Heb 11,
13. —
14 P.
Garrigou-Lagrange, La Madre del Salvador, Rialp, Madrid
1976, p. 162. —
15 San
Bernardo, Hom. 2 sobre el «missus est», 7.
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