Francisco Fernández-Carvajal 11 de mayo de 2020
@hablarcondios
— El Señor comunica Su
paz a los discípulos.
— La paz verdadera es
fruto del Espíritu Santo. Misión de pacificar el mundo, comenzando por nuestra
propia alma, la familia, el lugar de trabajo...
— Sembradores
de paz y de alegría.
I. El Evangelio de
la Misa recoge una de aquellas promesas que Jesús hizo a sus discípulos más
íntimos en la Última Cena, y que se verían realizadas después de la
Resurrección: La paz os dejo, mi paz os doy; no la doy yo como la da el
mundo1. Y más adelante, en la misma Cena, les repetirá: Os he
dicho esto para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación, pero
confiad: yo he vencido al mundo2.
Ahora, después de la Resurrección, Jesús se presenta delante de ellos y les
dice: Pax vobis!, la paz sea con vosotros3.
Pondría el Señor el acento entrañable de otras ocasiones. Y con este saludo
amigable quedaron disipados el temor y la vergüenza que pesaban sobre los
Apóstoles por haberse comportado con cobardía durante la Pasión. De esta forma
–a través del saludo, de su expresión acogedora– se ha vuelto a crear el
ambiente de intimidad en el que Jesús les comunica su propia paz.
Desear la paz era la forma usual de saludo entre los
hebreos. Y ese mismo saludo lo siguieron usando los Apóstoles, según vemos por
sus cartas4, y los primeros cristianos, como han dejado constancia en
muchas inscripciones. La Iglesia lo utiliza en la liturgia en determinadas
ocasiones; por ejemplo, antes de la Comunión el celebrante desea a los
presentes la paz, condición para participar dignamente del Santo Sacrificio5. Pax
Domini, la Paz del Señor.
A lo largo de los siglos los cristianos supieron poner
una intención más honda en las mismas fórmulas de saludo, impregnándolas de
sentido sobrenatural, que calaron hondamente en el pueblo y han sido durante
generaciones vehículo para hacer el bien y signo externo de una sociedad que
tenía el corazón cristiano. En nuestros días parece que se va perdiendo esa
huella de Dios en el saludo habitual. Sin embargo, nos puede ser de gran
utilidad para la propia vida interior poner un especial empeño en mantener y
vivificar el sentido cristiano del saludo y de las despedidas; eso contribuirá
a mantener la presencia de Dios en nuestras vidas.
Si nos acostumbramos, por ejemplo, a saludar al Ángel
Custodio de la persona con quien nos encontramos, podremos con facilidad y
sencillez dar mayor elevación al trato con los demás. Será consecuencia de la
presencia de Dios que llevamos en el alma. No perdamos el sentido sobrenatural
en lo habitual de cada día: «Y les dijo: Paz a vosotros. Nos
debería dar vergüenza –decía San Gregorio Nacianceno– prescindir del saludo de
la paz, que el Señor nos dejó cuando iba a dejar este mundo»6.
Sea cual sea nuestro saludo habitual, siempre puede ser motivo para vivir mejor
la fraternidad con los demás, para rezar por aquellas personas y darles paz y
alegría, como hizo el Señor con sus discípulos.
«En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura
saltó de alegría en mi vientre (Lc 1,
44) (...). El sobresalto de alegría que sintió Isabel, subraya el don que puede
encerrarse en un simple saludo cuando parte de un corazón lleno de Dios.
¡Cuántas veces las tinieblas de la soledad, que oprimen a un alma, pueden ser
desgarradas por el rayo luminoso de una sonrisa o de una palabra amable!»7.
II. El saludo
ordinario del pueblo hebreo recobra en boca del Señor su sentido más profundo,
pues la paz era uno de los dones mesiánicos por excelencia8.
Con frecuencia despedía a quienes había hecho algún bien con estas
palabras: Vete en paz9.
A los discípulos les encarga una misión de paz. En la casa en que
entréis decid primero: paz a esta casa10.
El desear la paz a los demás, el promoverla a nuestro
alrededor es un gran bien humano, y cuando está animado por la caridad es
también un gran bien sobrenatural. El tener paz en nuestra alma –condición para
poder comunicarla– es señal cierta de que Dios está cerca de nosotros; es
además un fruto del Espíritu Santo11.
San Pablo exhortaba con frecuencia a los primeros cristianos a vivir con paz y
alegría: alegraos (...), vivid en paz y el Dios de la caridad estará
con vosotros12.
La paz verdadera es fruto de la santidad, del amor a
Dios, de la lucha que supone el no dejar que se apague este amor por nuestras
tendencias desordenadas y por nuestros pecados. Cuando se ama a Dios, el alma
se convierte en un árbol bueno que se da a conocer por sus frutos. Las acciones
que lleva a cabo revelan la presencia del Paráclito y, en cuanto causan un gozo
espiritual, se llaman frutos del Espíritu Santo13.
Uno de estos frutos es la paz de Dios que supera todo conocimiento14,
la misma que Jesucristo deseó a los Apóstoles y a los cristianos de todos los
tiempos. «Cuando Dios te visite sentirás la verdad de aquellos saludos: la paz
os doy..., la paz os dejo..., la paz sea con vosotros..., y esto, en medio de
la tribulación»15.
La paz verdadera es la «tranquilidad en el orden»16;
orden entre Dios y nosotros, orden entre nosotros y los demás. Si mantenemos
ese orden tendremos paz y podremos comunicarla. El orden con Dios supone el
deseo firme de desterrar de nuestra vida todo pecado, y el de poner a Cristo
como centro de nuestra existencia. El orden con los demás lleva en primer lugar
a vivir esmeradamente las relaciones de justicia (en las obras, en las palabras,
en los juicios), pues la paz es obra de la justicia17.
Y más allá de la justicia, la misericordia, que nos moverá en tantas ocasiones
a ayudar, a consolar, a sostener a quienes lo necesitan. «Donde hay amor a la
justicia, donde existe respeto a la dignidad de la persona humana, donde no se
busca el propio capricho o la propia utilidad, sino el servicio a Dios y a los
hombres, allí se encuentra la paz»18.
El Señor nos ha dejado la misión de pacificar la
tierra, comenzando por poner paz en nuestra alma, en la familia, en el lugar
donde trabajamos... Contribuiremos eficazmente a que cesen rencores y
discordias, a crear un clima de colaboración y de entendimiento mutuo. La paz
en una familia, en una comunidad del tipo que sea, no consiste en la mera
ausencia de riñas y de disputas, lo que en ocasiones podría ser solo un signo
de indiferencia mutua. La paz consiste en la armonía que lleva a colaborar en
proyectos y en intereses comunes; la paz verdadera lleva a preocuparnos de los
demás, de sus proyectos, de sus intereses, de sus penas.
El Señor desea que fomentemos en nuestro corazón
grandes deseos de paz y de concordia en medio de este mundo que parece alejarse
cada vez más de esta paz, porque los hombres en ocasiones no quieren tener a
Dios en su corazón. A nosotros los cristianos nos pide que dejemos paz y
alegría allí por donde pasemos.
III. Cristo
es nuestra paz19.
Desde hace veinte siglos nos repite: la paz os dejo, mi paz os doy.
Nos lo dice a cada uno para que con nuestra vida lo pregonemos por todo el
mundo, por ese mundo, quizá pequeño, en el que cada día se desenvuelve nuestra
existencia.
La vida de los primeros cristianos ayudó a muchos a
encontrar el sentido de su existencia. Llevaron la paz a la familia y a la
sociedad en la que se desenvolvía su vida. En muchas inscripciones de aquella
época se puede encontrar el saludo con que invocaban y se deseaban la paz. Esta
paz, que es de Dios, permanecerá en la tierra mientras haya hombres de
buena voluntad20.
Una buena parte de nuestro apostolado consistirá en llevar la serenidad y la
alegría a las personas que nos rodean; con más urgencia cuanto mayor sea la
inquietud y la tristeza que encontremos a nuestro paso. «Deber de cada
cristiano es llevar la paz y la felicidad por los distintos ambientes de la
tierra, en una cruzada de reciedumbre y de alegría, que remueva hasta los
corazones mustios y podridos, y los levante hacia Él»21.
Los demás deberían recordar a cada cristiano como a un
hombre, a una mujer, que –aunque tuvo sufrimientos y pruebas como los demás–
ofreció al mundo una imagen sonriente y sacrificada, amable y serena, porque
vivió como un hijo de Dios. Este puede ser el propósito de nuestra oración de
hoy: «Que nadie lea tristeza ni dolor en tu cara, cuando difundes por el
ambiente del mundo el aroma de tu sacrificio: los hijos de Dios han de ser
siempre sembradores de paz y de alegría»22.
Esto solo es posible cuando somos conscientes de nuestra filiación divina.
El sabernos hijos de Dios nos dará paz firme, no
sujeta a los vaivenes del sentimiento o de los incidentes de cada día,
serenidad y firmeza, que tanto necesitamos. Mantener esta disposición abierta y
amigable ante los demás nos incitará a luchar seriamente contra las posibles
antipatías, que tienen su fundamento en una visión poco sobrenatural de las
personas; contra las asperezas del carácter, que quitan la paz del ambiente y
que indican falta de mortificación; contra el egoísmo; contra la comodidad...,
que son obstáculos serios para la amistad y para el apostolado.
El deseo sincero de paz que el Señor pone en nuestro
corazón nos debe llevar a evitar absolutamente todo aquello que causa división
y desasosiego: los juicios negativos sobre los demás, las murmuraciones, las
críticas, las quejas.
Acudamos a la Virgen, nuestra Madre, para no perder
nunca la alegría y serenidad. «Santa María es –así la invoca la Iglesia– la
Reina de la paz. Por eso, cuando se alborota tu alma, el ambiente familiar o el
profesional, la convivencia en la sociedad o entre los pueblos, no ceses de
aclamarla con ese título: “Regina pacis, ora pro nobis!” –Reina de la paz,
¡ruega por nosotros! ¿Has probado, al menos, cuando pierdes la
tranquilidad?...–. Te sorprenderás de su inmediata eficacia»23.
1 Jn 14,
27. —
2 Jn 16,
33. —
3 Jn 20,
19-21. —
4 Cfr 1
Pdr 1, 3; Rom 1, 7. —
5 Cfr. Mt 5,
23. —
6 San
Gregorio Nacianceno, en Catena Aurea, vol. VI, p. 545.
—
7 Juan
Pablo II, Hom. Roma, 11-II-1981. —
8 Cfr. Is 9,
7; Miq 5, 5. —
9 Cfr. Lc 7,
50; 8, 48. —
10 Lc 10,
5. —
11 Gal 5,
22. —
12 2
Cor 13, 11. —
13 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 70, a. 1. —
14 Flp 4,
7. —
15 San
Josemaría Escrivá, Cfr. Camino, n. 258. —
16 San
Agustín, La Ciudad de Dios, 19, 13, 1.
—
17 Is 32,
17. —
18 A.
del Portillo, Homilía, 30-III-1985. —
19 Ef 2,
14. —
20 Lc 2,
14. —
21 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 92. —
22 Ibídem,
n. 59. —
23 Ibídem,
n. 874.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico