Francisco Fernández-Carvajal 09 de mayo de 2020
@hablarcondios
— Ser justos con
quienes nos relacionamos, con quienes dependen de nosotros, con la sociedad.
— La promoción de la
justicia.
— Fundamento y fin de
la justicia.
I. La
palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales; Él ama la
justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra1.
La justicia es la virtud cardinal que permite una
convivencia recta y limpia entre los hombres. Sin esta virtud, la convivencia
se torna imposible, la sociedad, la familia, la empresa dejan de ser humanas y
se convierten en lugares donde el hombre atropella al hombre. La justicia
regula la convivencia de la sociedad humana en cuanto humana, es decir, basada
en el respeto de los derechos personales; «es principio fundamental de la
existencia y de la coexistencia de los hombres, como también de las comunidades
humanas, de las sociedades y de los pueblos»2.
Un aspecto de esta virtud atañe a las relaciones con
el vecino, con el compañero, con el amigo, con el colega y, en general, con
toda persona: regula estas relaciones de los hombres entre sí, dando a cada uno
lo que le es debido. Otra faceta de la justicia se refiere a los deberes de la
sociedad en relación a lo que a cada individuo le corresponde. Por último,
existe otro plano de la justicia, que regula aquello que cada individuo
concreto debe a la comunidad a la que pertenece, al todo del que forma parte.
La justicia en una sociedad viene de quienes la
componen. Son las personas quienes proyectan en la sociedad su justicia o su
injusticia, sobre todo quienes en ellas tienen más responsabilidad. Y esto es
válido en la familia, en la empresa, en la nación o en el conjunto de naciones
que componen el mundo. Si de verdad queremos que la justicia impere en una
sociedad –ya se trate de una aldea o de la nación–, hagamos justos a los
hombres que la componen: que cada uno de nosotros comience a ser justo en ese
triple plano: con quienes nos relacionamos cada día, con quienes dependen de
nosotros, dando lo que debemos a la sociedad de la que formamos parte. Esta es
la primera obligación moral de la justicia, ser justos en todos los aspectos de
nuestra vida: convivir con rectitud y limpieza, ser justos con la familia, con
el vecino... con el Estado. La lucha porque impere una mayor justicia en la
sociedad es fruto de una serie de decisiones personales, que van modelando el
alma de la persona que ejercita esta virtud. Con actos concretos de justicia,
el hombre se moverá cada vez con más facilidad por «una voluntad constante e
inalterable de dar a cada uno lo suyo»3,
pues en esto consiste la esencia de esta virtud.
Si hay una tarea noble y bella que corresponde al
común de los ciudadanos es precisamente la de trabajar, con responsabilidad
personal, por una sociedad más justa, recta y limpia.
II. «Dios nos llama
a través de las incidencias de la vida de cada día, en el sufrimiento y en la
alegría de las personas con las que convivimos, en los afanes humanos de
nuestros compañeros, en las menudencias de la vida de familia. Dios nos llama
también a través de los grandes problemas, conflictos y tareas que definen cada
época histórica, atrayendo esfuerzos e ilusiones de gran parte de la humanidad»4.
La fe nos lleva a estar presentes, a intervenir muy directamente en los afanes
nobles, en las «menudencias de la vida de familia» y «en los conflictos y
tareas que definen cada época histórica»... para santificarnos nosotros y
santificar esas realidades, haciéndolas más humanas, más justas, para llevarlas
a Dios. «Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos
inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana (Cfr. Tertuliano, Apologeticum,
17), no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el
corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía,
tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren
ver y en corazones que no quieren amar»5.
La fe nos urge porque es grande la necesidad de
justicia que existe en el mundo. «Los bienes de la tierra, repartidos entre
unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre
de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios,
tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y
comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa
invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del
amor.
»Todas las situaciones por las que atraviesa nuestra
vida nos traen un mensaje divino, nos piden una respuesta de amor, de entrega a
los demás»6.
El cristiano se esfuerza en remediar lo injusto por
amor a Jesucristo y a sus hermanos los hombres. El justo, en el pleno sentido
de la palabra, es aquel que va dejando a su paso amor y alegría y no transige
con la injusticia allí donde la encuentra, ordinariamente en el ámbito en el
que se desarrolla su vida: en la familia, en su empresa, en el municipio donde
tiene su hogar... Si hacemos examen, es posible que encontremos injusticias que
remediar: juicios precipitados contra personas o instituciones, rendimiento en
el trabajo, trato injusto a otras personas...
III. El
origen, la gran fuerza que mueve al hombre justo, es el amor a Cristo; cuanto
más fieles al Señor seamos, más justos seremos, más comprometidos estaremos con
la verdadera justicia. Un cristiano sabe que el prójimo, el «otro», es Cristo
mismo, presente en los demás, de modo particular en los más necesitados. «Solo
desde la fe se comprende qué es lo que de verdad nos jugamos con la justicia o
la injusticia de nuestros actos: acoger o rechazar a Jesucristo»7.
Este es el gran motor de nuestras acciones. Esto es lo que solo los cristianos,
mediante la fe, podemos ver: Cristo nos espera en nuestros hermanos. Porque
tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed... Omisiones: Cada
vez que dejasteis de hacerlo con uno de mis hermanos más pequeños, dejasteis de
hacerlo conmigo8.
El Señor está en cada hombre que padece necesidad.
«Los pobres de la sociedad, personalmente considerados, así como las zonas, los
grupos étnicos o culturales, los enfermos, los sectores de la población más
pobres y marginados tienen que ser preocupación constante de la Iglesia y de
los cristianos. Es preciso aumentar los esfuerzos para estar con ellos y
compartir sus condiciones de vida, sentirnos llamados por Dios desde las
necesidades de nuestros hermanos, hacer que la sociedad entera cambie para
hacerse más justa y más acogedora en favor de los más pobres»9.
«Hay que reconocer a Cristo, que nos sale al
encuentro, en nuestros hermanos los hombres»10.
Bastaría examinar nuestro espíritu de atención, de respeto, de afán de
justicia, enriquecido por la caridad, para conocer con qué fidelidad seguimos a
Cristo. Y al revés, si es profundo y verdadero el trato y el amor a Cristo, ese
trato y ese amor se desbordan inconteniblemente hacia los demás.
«Las exigencias espirituales y materiales del servicio
cristiano a los demás, son grandes: en la voluntad, en el sentimiento, en las
obras. Ante ellas, con la ayuda de la gracia divina, el cristiano ni se
acobarda ni se atolondra con un nervioso frenesí de “gestos” sorprendentes.
Pero tampoco “se queda tranquilo”: caritas enim urget nos: porque nos
acucia la caridad de Cristo (2 Cor 5, 14)»11,
que nos lleva más allá de la mera justicia, pero –como es claro– supone haber
satisfecho lo que es justo.
«Para que este ejercicio de la caridad sea
verdaderamente irreprochable y aparezca como tal –enseña el Concilio Vaticano
II– , es necesario (...) cumplir antes que nada las exigencias de la justicia,
para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia»12.
La práctica de la justicia nos lleva a un constante
encuentro con Cristo. En último extremo, «hacerle justicia a un hombre es
reconocer la presencia de Dios en él»13.
Por eso también, en el cristiano no puede haber
verdadera justicia si no está informada por la caridad14,
porque quedaría a ras de tierra, empequeñecida. Cristo, en nuestras relaciones
con el prójimo, quiere más de nosotros. A Él hemos de pedirle «que nos conceda
un corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de
comprender que, para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces
angustian las almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad»15.
1 Salmo
responsorial. Sal 33, 4-5. —
2 Juan
Pablo II, Audiencia general, 8-XI-1978. —
3 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 58, a. 1. —
4 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 110. —
5 Ibídem,
111. —
6 Ibídem.
—
7 P.
Rodríguez, Fe y vida de fe, EUNSA, Pamplona 1974, p. 215.
—
8 Cfr. Mt 25,
45. —
9 Conferencia
Episcopal Española, Testigos del Dios vivo, 28-VI-1985, n.
59. —
10 San
Josemaría Escrivá, o. c., 111. —
11 F.
Ocáriz, Amor a Dios, amor a los hombres, Palabra, 3ª ed.,
Madrid 1973, p. 109. —
12 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 8. —
13 P.
Rodríguez, o. c., p. 217. —
14 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 4, a. 7. —
15 San
Josemaría Escrivá, o. c., 167.
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