Por Pablo
Ospina Peralta
El primer ministro peruano, Guido Bellido, fue duramente
insultado y atacado por los congresistas de oposición cuando dirigía unas
palabras de saludo al Congreso de su país en kechwa. A decir
verdad, ese gesto simbólico fue lo más sustancioso que dijo; ningún anuncio de
fondo sobre las reformas que se preparan o sobre las metas que se proponen. La
elección de Elisa Loncón, intelectual y activista mapuche, como presidenta de
la Asamblea Constituyente chilena, fue también un emblema de los cambios
institucionales que todavía no se perfilan, pero que se intuyen. Como en Perú,
en Chile esos gestos iniciales también han despertado rencores aletargados y
reacciones desproporcionadas. Junto a Colombia, los tres grandes países del
pacífico sudamericano se erigieron durante las dos últimas décadas como los
adalides más exitosos de la estabilidad neoliberal. Y los tres se encuentran
ahora asediados, luego de poderosos estallidos de protesta popular,
multitudinariamente joven, por una sorprendente reacción de los profusos
damnificados de ese triunfo.
Chile, Colombia y Perú ¿Nuevos
progresismos latinoamericanos?
Cada uno tiene sus peculiaridades. Las protestas peruanas no
alcanzaron la masiva magnitud de las de sus vecinos al norte y sur. Chile
conoció un diluido progresismo con Michelle Bachelet, cuyas tímidas reformas ni
siquiera pretendieron horadar seriamente el modelo económico que acumulaba más
o menos silenciosamente un inaudito número de náufragos en sus costas. En Perú,
Ollanta Humala ni siquiera llegó a imaginar el perfil de alguna reforma antes
de abandonarla. Nada parecido en Colombia, asolado por veinte años de
irrestricta hegemonía uribista, asentado como estuvo siempre, en la mano dura
contra una guerrilla que perdió en 1999 la última oportunidad de una paz con
dignidad.
El boom del precio de las
materias primas acumuló excedentes y permitió una tímida redistribución de los
ingresos, comparada con la década regresiva de 1990, incluso en estos países,
heraldos de la ortodoxia económica. ¿Por qué no se produjeron trastrocamientos
políticos similares a los de Bolivia, Ecuador y Venezuela?
Un rasgo común en Chile, Perú y Colombia fue lo que podríamos
llamar una auténtica derechización de la sociedad, que yace
como fuerza subyacente tras la férrea permanencia del modelo económico
liberalizador.
El fujimorismo en el Perú es impensable sin el hastío, el horror
y el shock de una década de una de las más violentas
guerras civiles del hemisferio. Según el informe
de derechos humanos, tras
la guerra, Sendero Luminoso ostenta el
dudoso honor de haberse convertido en la única guerrilla del continente en
haber asesinado a más personas que el ejército. Vencer por la fuerza a Sendero fue la base de la hegemonía política
incontestada por una década de una de las más corruptas dinastías políticas a
que nos tiene acostumbrados la historia de América Latina. Desde el año 2000,
el fujimorismo ha sido una primera minoría, pero su influencia se asienta
precisamente en el descrédito que cualquier lucha social o discurso de
redistribución que sufrió por la tragedia de haber incubado lo más parecido a
la brutalidad de Pol Pot en el continente.
El uribismo en Colombia tiene una historia de éxito basada en un
origen similar. Las FARC no se parecen a Sendero Luminoso,
pero la guerra duró cinco veces más; y se enredó también, hasta
degradarse, con demasiados estambres del narcotráfico y la violencia
delincuencial. Se
volvió para demasiados, por demasiado tiempo, en una forma de vida, antes que
en una elección forzada por un tiempo limitado. La victoria militar uribista,
con su cortejo de intransigencia y atropello a cualquier derecho humano mínimo,
arrojó la guerra de guerrilla a los márgenes de los que había salido en los
años ochenta.
Uribe y Fujimori encarnaron la mano dura para combatir el
desorden y la incertidumbre. La sociedad se derechizó al calor de esa lucha
contra quienes decían representar, en el discurso que articulaban, un programa
de igualdad social y justicia económica.
Las atroces crueldades económicas del neoliberalismo, con su
cortejo de incertidumbres y desigualdades, palidecían ante los logros viriles
del guerrero intransigente. Quienes enarbolaban un discurso de justicia y
redistribución, opuesto al neoliberalismo, terminaban empañados por la sombra
difusa de sus precedentes militares.
En Chile no hubo una guerra semejante. Pero la Unidad Popular
(1970-1973) sufrió una derrota similar, sin precedentes. Impuesto por el
miedo, el experimento neoliberal chileno, fue capaz de reducir la pobreza
hasta mínimos históricos en el Tercer Mundo, pero a costa de una polarización y
desigualdad crecientes. La
derechización de la sociedad chilena es más difícil de explicar; quizá resida
en una combinación de factores de largo plazo, como una clase dominante
bastante más homogénea, con factores de plazo medio, como una serie de
mecanismos tecnocráticos paliativos de las desigualdades, digitados desde un
Estado inusualmente fuerte para los estándares latinoamericanos. Lo cierto es
que las exclusiones neoliberales estallaron ante todo entre los jóvenes, que
fueron acumulando agravios lentamente, primero en la forma de desafección y
abandono, luego en la forma de una ira callejera largamente encadenada.
Sea como fuere, el resultado es una aguda deslegitimación de los tres países “modelo” del orden liberalizador en Sudamérica. Aquellos que habían resistido exitosamente la ola rosada y eran exhibidos por los opinólogos de la prensa mainstream como el ejemplo de lo que había que hacer. Ante su descalabro en el imaginario popular de sus propios países, el amparo de las fuerzas políticas que ahora se encuentran a la defensiva es pobre: solo les queda vociferar que la alternativa es aun peor. Que los ejemplos de la Nicaragua neosomocista de Daniel Ortega y Rosario Murillo, o el desastre económico del madurismo, están ahí para ilustrarlo.
Aprender de las experiencias
pasadas y crear alternativas
Así que, en esas condiciones, a estas nuevas izquierdas
incubadas en el seno de una similar experiencia histórica de derechización
social, agudización de las desigualdades y exclusiones económicas, y dificultad
para erigir una alternativa política, les conviene leer bien las experiencias
del más reciente progresismo latinoamericano.
No les corresponde, ni por principios ni por estricta
conveniencia política, quedar atados al ejemplo de unas autocracias dignas de
ser sus enemigas. Incluso aquellas experiencias alejadas de los prototipos
extremos del madurismo o el orteguismo, el correísmo ecuatoriano y el evismo
boliviano, exhiben una deriva caudillista incompatible con la vigorosa
maduración de movimientos sociales activos, audaces y autónomos que requiere
una auténtica transformación radical y de largo plazo del modelo económico y de
la sociedad dominante.
Desde Mariátegui hasta Allende, pasando por las experiencias
autonomistas de las colonias de Sumapaz, hay en la memoria, la historia y la
imaginación de estos tres países, la capacidad de inventar caminos alternativos
a partir de los materiales que se encuentran dispersos a su paso.
Uno de esos materiales es la enorme fuerza del rechazo que
generan las injusticias y crueldades del modelo neoliberal, pero otro es la
fracasada forma en que las previas experiencias andinas del progresismo
manejaron la compleja relación entre movimientos sociales transformadores y
movimientos políticos en el Estado. Hay mejores vías. Y en estos países se
pueden experimentar alternativas.
Historiador. Doctor por el Centre for Latin
American Research and Documentation (CEDLA) de la Universidad de Ámsterdam.
Docente de la Universidad Andina Simón Bolívar (UASB) e Investigador del
Instituto de Estudios Ecuatorianos.
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09-09-21
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