Américo Martín 31 de enero de 2022
El 7
de diciembre, a menos de un mes del derrocamiento de Gallegos, la Junta Militar
decreta la disolución de AD. Al día siguiente el CEN de ese partido publica un
manifiesto anunciando el inicio de la resistencia contra la dictadura militar.
Si Delgado esperó alcanzar con el decreto un estado de paz resignada, el texto
del manifiesto de AD debió preocuparlo.
Él no era hombre de combate ni dado a los extremos, pero se encontraba con un enemigo dispuesto a pelear hasta el fin, al costo que fuera. Sus rasgos personales no se avenían con la mayor disposición de sus dos compañeros de Junta a extremarla represión. No se necesitaba ser especialmente sagaz para entrever una enconada lucha por el poder entre “los tres cochinitos”, como una vez los denominó un reportero de El Nacional. Pagó por eso. Y también pagó el diario de Miguel Otero.
El
fallecido mandatario –según supe luego– aparentemente le tenía afecto a Pérez
Jiménez, quien a su vez decía guardarle admiración y cariño, pero no cabe duda
que, con mirada florentina, Delgado lo calibraba bien, así como a su logia, la
Unión Patriótica Militar. Calibraba y temía lo que pudieran hacer desde el
poder sin una fuerza moderadora, en este caso la encarnada en él. En la
realidad profunda desconfiaba de Pérez Jiménez al punto de haberlo excluido de
la lista de tres militares que conformarían la Junta con la mayoría civil de
AD, aprovechando que el otro fue el primer detenido por el gobierno de Medina.
No sé
si semejante conjetura sea válida, pero podría explicar sin hipérboles varias
de sus indecisiones. No dejaba de valerse de la intriga: tal vez por habérselo
insinuado Delgado, Pérez Jiménez siempre creyó que el autor de la maniobra
había sido Betancourt. No faltó quien atribuyera a eso el odio del militar
tachirense hacia el civil guatireño.
Por su
manera de ser, Gallegos no abundó en la traición de su amigo y subalterno.
Habló poco del tema y prefirió adoptar un silencio despreciativo. En cambio,
sin ser vengativo ni especialmente rencoroso, Betancourt no era nada comedido
con sus enemigos políticos. Era un líder de garra, atento a las situaciones
ante las cuales siempre tenía respuestas.
Años
después, estando yo preso, con mis cicatrices guerreras bajo el gobierno del
presidente Leoni, y en la tranquilidad que se me daba, leí completos y fiché
una buena cantidad de libros, entre los cuales menciono ahora los tres tomos
de El Capital y la imprescindible obra escrita por Betancourt
en el exilio, Venezuela, Política y Petróleo. He perdido no
pocas de las fichas que con tanto entusiasmo escribí, pero guardo otras. Sobre
ellas vuelvo ocasionalmente. Me han ayudado a documentar los libros que iré
produciendo, además de algunas partes de estas Memorias.
En el
lugar donde se refiere a Delgado, dice Rómulo:
-Mientras
Miraflores era una marmita en ebullición, Delgado Chalbaud se había quedado
dormido, con la taza de café vertida sobre el uniforme y la mandíbula inferior
caída sobre el pecho. Esa noche se reveló como un hombre cuyos nervios se
quebraban. Le faltaba el combustible de una gran pasión.
Más
adelante, al aludir al golpe contra Gallegos, escribe:
–
Entre Delgado Chalbaud y Pérez Jiménez había dos zonas de coincidencia obvia:
la ausencia en ambos de escrúpulos morales y la irritada mala voluntad hacia el
pueblo.
Alguien,
no recuerdo quién, me contó lo ocurrido con los militares golpistas a la hora
de escoger el presidente de la Junta. El cuento sería, probablemente, una
fantasía nacida del desconocimiento de los pormenores, que nadie ha tenido
especial interés en precisar. Con todo, aparte de cuánta verdad o mentira
soporte, da cuenta aproximada del carácter de Delgado, Pérez Jiménez y Llovera
Páez. Redactada el acta, el secretario –¿Miguel Moreno?– la pone a disposición
de los tres caballeros. En seguida Delgado se adelanta, toma la pluma y
pregunta: ¿Dónde firma el presidente? Los otros dos, cogidos de sorpresa,
firmaron más abajo. El presidente fue, pues, Delgado, pero la fuerza militar
real la detentaba Pérez Jiménez.
Si no
es Leonardo es Alberto
El
espectáculo debe continuar. Alberto Carnevali suple la ausencia absoluta de
Leonardo. Impresionado por los daños ocasionados al partido por la política “de
inmediato retorno”, intenta una rectificación. Quiere dar un golpe de timón,
desplazando el eje de la estrategia del lugar en que se encontraba y pone de
relieve algo más ajustado a la realidad: ya no será más una cuestión de golpes
audaces por muy justos que parezcan sus objetivos. La salida ha de ser unitaria
y de masas, no por la vía pacífica sino mediante la rebelión. La mecha de
combustión rápida, cambiada por una mecha de combustión lenta.
Carnevali
honra sus reflexiones políticas. Cuando habla de unidad es unidad. Teniendo muy
presente la necesidad de no hacer recaer la resistencia sobre los exclusivos
hombros de AD, hace contacto con Copei y URD a fin de preparar una primera
declaración conjunta. De seguidas propone a esos partidos la incorporación
también del PCV como firmante del documento.
Carnevali
no acusa, hace un mea culpa. Ha rectificado casi al tiempo en que
lo hace Betancourt en el exilio. Rómulo y Alberto habían aprobado
vehementemente varios de los golpes más resonantes organizados con valor y
riesgo infinitos por el CEN de Leonardo y Alberto y por el Comité Coordinador
de Costa Rica liderado por Betancourt, cuya participación en varias de las
acciones fue intensa, pese a la distancia. En un memorándum del 28 de
septiembre de 1951 incluido en su Antología política, y publicada en 2003,
puedo leer en obra de Gumersindo Rodríguez la opinión de Rómulo Betancourt:
-Hasta
ahora cuento con ofrecimientos de un mil rifles modernos y ciento cincuenta mil
proyectiles. Aspiro a duplicar esa cifra por gestiones que adelanto
afanosamente.
El
plan del jefe de AD incluía su participación personal en un desembarco, previo
trasbordo en alguna isla vecina del litoral de oriente. Pero esa operación fue
abortada el 12 de octubre de 1951. El trasfondo del llamado a la abstención era
el golpe que se preparaba con gran pasión. El resultado es la muerte de
Leonardo y la rectificación de Betancourt y Carnevali. Aunque los afectos y
pasiones de la política son muchas veces inescrutables, el viraje propiciado
por ellos allanó posiblemente la diferencia que pudo haber entre Rómulo y
Alberto.
En el
informe presentado por Betancourt a la IX Convención de AD, la primera en
reunirse a escasos meses de la caída de Pérez Jiménez y la primera a la que
asistí como delegado, quedaría definida su valoración de la índole de
Carnevali, borrados para siempre los malos momentos que hacia 1948 pudieron
perjudicar la relación entre los dos. Desde luego, si eso no fuera una típica
fantasía de las angustias clandestinas. Comentaré el importante informe de
Betancourt cuando lleguemos allá, pero me adelanto a mencionar la forma como se
refirió a Carnevali en 1958, a propósito del viraje anunciado por Alberto cinco
años antes, cuando su destino estaba escrito.
-Se
llevó a la tumba –dirá Betancourt– su gran secreto de
estadista y estratega revolucionario.
Américo
Martín
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