Francisco Fernández-Carvajal 18 de diciembre de 2022
@hablarcondios
— Hacerse como niños delante de Dios.
— Infancia espiritual y filiación divina.
Humildad y abandono en Dios.
— Virtudes propias de este camino de
infancia: docilidad y sencillez.
I. Nos
dice San Marcos que le presentaban a Jesús unos niños para que les
impusiera las manos; pero los discípulos les reñían1.
Detrás
de estos niños podemos ver a sus madres, empujando suavemente a los pequeños
delante de ellas. Jesús debía crear a su alrededor un clima de bondad y de
sencillez atrayente. Estas mujeres se sienten dichosas de que Jesús imponga sus
manos sobre ellos y estén cerca de Él.
La pugna entre estas mujeres y los discípulos, que querían mantener un cierto orden, es el prólogo a una enseñanza profunda de Cristo. En medio del forcejeo de unas y las protestas de los otros, que quieren alejar a los niños, Jesús se enfada con los discípulos. Él está a gusto con estas criaturas: Dejad que los niños se acerquen a mí, y no se lo impidáis, dice, porque de estos es el Reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y abrazándolos, los bendecía, imponiéndoles las manos2. Los niños y sus madres habían ganado la partida: aquel día se marcharon felices a sus casas.
Hemos
de acercarnos a Belén con las disposiciones de los niños: con sencillez, sin
prejuicios, con el alma abierta de par en par. Es más, es necesario hacerse
como un niño para entrar en el Reino de los Cielos: si no os convertís
y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos3,
dirá el Señor en otra ocasión, mientras coloca a un pequeño delante de todos.
El
Señor no recomienda la puerilidad, sino la inocencia y la sencillez. Ve en los
niños rasgos y actitudes esenciales para alcanzar el Cielo y, en esta vida,
para entrar en el reino de la fe. El niño carece de todo sentimiento de
suficiencia.
El
niño necesita constantemente de sus padres, y lo sabe; es fundamentalmente un
ser necesitado. Así debe ser el cristiano delante de su Padre Dios: un ser que
es todo necesidad. El niño vive con plenitud el presente y nada más; la
enfermedad del adulto es vivir con excesiva inquietud por el «mañana», dejando
vacío el «hoy», que es lo que debe vivir con toda intensidad.
Aquel
gesto con los pequeños debió ganar a más de una mujer de las presentes que,
quizá, con el afán de situar a sus hijos en primera fila, no habían prestado
demasiada atención a las palabras que Jesús dirigía al auditorio.
Jesús
nos enseña en este pasaje el camino de la infancia espiritual, para que nos
abramos del todo a Dios y seamos eficaces en el apostolado:
«Ser
pequeño: las grandes audacias son siempre de los niños. —¿Quién pide... la
luna? —¿Quién no repara en peligros para conseguir su deseo?
»—“Poned”
en un “niño” así, mucha gracia de Dios, el deseo de hacer su Voluntad (de
Dios), mucho amor a Jesús, toda la ciencia humana que su capacidad le permita
adquirir... y tendréis retratado el carácter de los apóstoles de ahora, tal
como indudablemente Dios los quiere»4.
II.
Pocos días antes de la Pasión, los príncipes de los sacerdotes y los
escribas, al ver los milagros que hacía, y a los niños que le aclamaban..., se
irritaron y le dijeron: ¿Oyes lo que dicen estos? Jesús les respondió: Sí; ¿no
habéis leído nunca: de la boca de los pequeños y de los niños de pecho te
preparaste la alabanza?5.
A lo largo de todo el Evangelio encontramos este mismo pensamiento: se escoge
lo pequeño para confundir a lo grande. Abre la boca de los que saben menos, y
cierra la de los que parecían sabios.
Jesús
acepta abiertamente la confesión mesiánica de estos niños; ellos son los que
ven con claridad el misterio de Dios allí presente. Solo puede recibirse el
reino de Dios con esta actitud.
Nosotros
los cristianos, al reconocer a Jesús en la gruta de Belén como al Mesías
prometido desde antiguo, hemos de hacerlo con el espíritu, la sencillez y la
audacia de los pequeños: «Niño, enciéndete en deseos de reparar las enormidades
de tu vida de adulto»6.
Esas «enormidades» que cometimos cuando, por la dureza de nuestro corazón,
perdimos la sencillez interior y la visión clara de Jesucristo, y le dejamos de
alabar, cuando más esperaba Él nuestra confesión abierta de la fe en un clima
de tanta incomprensión para las cosas de Dios.
Hacerse
interiormente como niños, siendo mayores, puede ser tarea costosa: requiere
reciedumbre y fortaleza en la voluntad, y un gran abandono en Dios. Este
abandono, que lleva consigo una inmensa paz, solo se consigue cuando quedamos
indefensos ante el Señor. «Hacernos niños: renunciar a la soberbia, a la
autosuficiencia: reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos
de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para
perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los
niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños»7.
III. Esta
vida de infancia es posible si tenemos enraizada nuestra conciencia de hijos de
Dios. El misterio de la filiación divina, fundamento de nuestra vida
espiritual, es una de las consecuencias de la Redención. Nosotros somos
ya ahora hijos de Dios8 e
importa mucho hacernos conscientes de esta realidad maravillosa, para tratar a
Dios con espíritu filial, de buen hijo. La adopción divina implica una
transformación que sobrepasa inmensamente la simple adopción humana: esto tiene
de más la adopción divina que la humana: «por medio del don de la gracia, Dios
hace idóneo al hombre que adopta, para recibir la herencia celestial; el
hombre, por el contrario, no hace idóneo a aquel a quien adopta, sino más bien
elige para adoptar a quien era ya idóneo»9.
Al ser
hijos de Dios somos herederos de la gloria. Vamos a procurar ser dignos de tal
herencia y tener con Dios una piedad filial, tierna y sincera.
El
camino de la infancia espiritual lleva consigo un trato de una confianza sin
límites en Dios nuestro Padre. En una familia, el padre interpreta al hijo
pequeño el mundo extraño; el pequeño se siente débil, pero sabe que su padre lo
defenderá y por eso vive y camina confiado. El niño sabe que junto a su padre
nada le puede faltar, nada malo puede sucederle. Su alma y su mente están
abiertas sin prejuicios ni recelos a la voz de su padre. Sabe que, aunque se
hayan burlado de él, cuando llegue a casa su padre nunca se burla, porque lo
comprende.
Los
niños no son demasiado sensibles al ridículo, que tantas empresas paraliza, ni
tienen esos temores y falsos respetos humanos que engendran la soberbia y la
preocupación por el «qué dirán».
El
niño cae frecuentemente, pero se levanta con prontitud y ligereza; cuando se
vive vida de infancia, las mismas caídas y las flaquezas son medios de
santificación. Su amor es siempre joven porque olvida con facilidad las
experiencias negativas: no las almacena en su alma, como hace quien tiene alma
de adulto.
«Se
llaman niños –comenta San Juan Crisóstomo– no por su edad, sino por la
sencillez de su corazón»10.
La
sencillez es quizá la virtud que resume y coordina las demás facetas de esa
vida de infancia que el Señor nos pide. Hemos de ser –dice San Jerónimo– «como
el niño que os propongo de ejemplo... no piensa una cosa y dice otra distinta,
así también vosotros, porque si no tuvieseis tal inocencia y pureza de
intención no podréis entrar en el reino de los cielos»11.
Se
manifiesta la sencillez en el trato amable, cordial y sin afectación con los
demás. Es virtud muy apreciada en las relaciones humanas, pero a veces difícil
de encontrar.
Consecuencia
de la vida de infancia es la docilidad. «Niño, el abandono exige docilidad»12.
Según su etimología, es dócil quien está dispuesto y preparado a ser enseñado;
y así debe estar el cristiano ante los misterios de Dios y de las cosas que a
Él se refieren. Se sabe muy en el comienzo de esos conocimientos y tiene el
alma abierta a la formación, con deseos siempre de conocer la verdad. Quien
tiene alma de adulto da por sabidas muchas cosas, que en realidad desconoce;
cree saber, pero se ha quedado en lo externo, en la apariencia, sin ahondar en
el saber profundo, que influye inmediatamente en las obras. Cuando Dios lo
mira, lo ve repleto de su ignorancia y cerrado al verdadero conocimiento.
Qué
maravilla sería si un día, niños al fin, aprendiéramos cosas tan corrientes
para un cristiano como, por ejemplo, rezar bien el Padrenuestro, o participar
verdaderamente en la Santa Misa, o santificar el trabajo de cada día, o ver en
las personas que nos rodean almas que se deben salvar, o... ¡tantas cosas que
damos por sabidas con demasiada frecuencia!
Aprendamos
a ser niños delante de Dios. «Y todo eso lo aprendemos tratando a María (...).
Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos: a querer de verdad,
sin medida; a ser sencillos, sin esas complicaciones que nacen del egoísmo de
pensar solo en nosotros; a estar alegres, sabiendo que nada puede destruir
nuestra esperanza. El principio del camino que lleva a la locura del amor de
Dios es un confiado amor a María Santísima»13.
1 Mc 10,
13. —
2 Mc 10,
14-16. —
3 Mt 18,
3. —
4 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 857. —
5 Mt 21,
15-16. —
6 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 861. —
7 ídem, Es
Cristo que pasa, 143. —
8 1
Jn 3, 2. —
9 Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q. 23, a. 1, c. —
10 San
Juan Crisóstomo, en Catena Aurea, vol III, p. 20. —
11 San
Jerónimo, Comentario al Evangelio de San Mateo, 3, 18, 4.
—
12 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 871. —
13 ídem, Es
Cristo que pasa, 143.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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