Francisco Fernández-Carvajal 19 de diciembre de 2022
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— La Virgen, elegida desde la eternidad.
— Nuestra vocación. Correspondencia.
— Imitar a la Virgen en su espíritu de
servicio a los demás.
I.
Estamos ya muy próximos a la Navidad. Ahora va a cumplirse la profecía de
Isaías: Una Virgen concebirá y dará a luz un Hijo, y se llamará
Emmanuel, que significa «Dios con nosotros»1.
El
pueblo hebreo estaba familiarizado con las profecías que señalaban a la
descendencia de Jacob, a través de David, como portadora de las promesas
mesiánicas. Pero no podía imaginar tanto: el Mesías iba a ser el mismo Dios
hecho hombre.
Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer2. Y esta mujer, elegida y predestinada desde toda la eternidad para ser la Madre del Salvador, había consagrado a Dios su virginidad, renunciando al honor de contar entre su descendencia directa al Mesías. Desde la eternidad fui yo predestinada –dice el libro de los Proverbios, prefigurando ya a Nuestra Señora–, desde los orígenes, antes que la tierra fuese3.
Son
muchos los frutos que podemos obtener en estos días con el trato y amor a la
Virgen. Ella misma nos dice: Como vid eché hermosos sarmientos y mis
flores dieron sabrosos y ricos frutos. Yo soy la madre del amor, del temor, de
la ciencia y de la santa esperanza.
Venid
a mí cuantos deseáis y saciaos de mis frutos. Porque recordarme es más dulce
que la miel, y poseerme, más rico que el panal de miel4.
María
aparece como la Madre virginal del Mesías, que dará todo su amor a Jesús, con
un corazón indiviso, como prototipo de la entrega que el Señor pedirá a muchos.
Cuando
llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió al Arcángel Gabriel a Nazaret,
donde vivía la Virgen. La piedad popular presenta a María recogida en oración
mientras escucha, atentísima, el designio de Dios sobre Ella, su
vocación: Dios te salve, llena de gracia, le dice el Ángel...5 como
leemos en el Evangelio de la Misa de hoy.
Y la
Virgen da su pleno asentimiento a la voluntad divina: Hágase en mí
según tu palabra6.
Desde ese momento acepta y comienza a realizar su vocación; consiste esta
vocación en ser Madre de Dios y Madre de los hombres.
El
centro de la humanidad, sin saberlo, se encuentra en la pequeña ciudad de
Nazaret. Allí está la mujer más amada de Dios, Aquella que es también la más
amada del mundo, la más invocada de todos los tiempos. En la intimidad de
nuestro corazón, ahora, en nuestra oración personal, le decimos: ¡Madre!
¡Bendita eres entre todas las mujeres!
En
función de su Maternidad, fue rodeada de todas las gracias y privilegios que la
hicieron digna morada del Altísimo. Dios escogió a su Madre y puso en Ella todo
su Amor y su Poder. No permitió que la rozara el pecado: ni el original, ni el
personal. Fue concebida Inmaculada, sin mancha alguna. Y le concedió tantas
gracias «que por debajo de Dios no se pudiera concebir mayor, y que nadie,
fuera de Dios, pudiera alcanzar a comprender»7.
Su dignidad es casi infinita.
Todos
los privilegios y todas las gracias le fueron dadas para llevar a cabo su
vocación. Como en toda persona, la vocación fue el momento central de su vida:
Ella nació para ser Madre de Dios, escogida por la Trinidad Beatísima desde la
eternidad.
También
es Madre nuestra, y en estos días se lo queremos recordar muchas veces. Con una
oración antigua, que hacemos nuestra, le podemos decir nosotros: Acuérdate,
Virgen Madre de Dios, cuando estés delante del Señor, de decirle cosas buenas
de mí.
II. La
vocación es también en cada uno de nosotros el punto central de nuestra vida.
El eje sobre el que se organiza todo lo demás. Todo o casi todo depende de
conocer y cumplir aquello que Dios nos pide.
Seguir
y amar la propia vocación es lo más importante y lo más alegre de la vida. Pero
a pesar de que la vocación es la llave que abre las puertas de la felicidad
verdadera, hay quienes no quieren conocerla, prefieren hacer su propia voluntad
en vez de la Voluntad de Dios, quedarse en una ignorancia culpable en vez de
buscar con toda sinceridad el camino en que serán felices, alcanzarán con
seguridad el Cielo y harán felices a otros muchos.
El
Señor hace llamamientos particulares: también hoy. Nos necesita. Además, a
todos nos llama con una vocación santa: una invitación a seguirle
en una vida nueva cuyo secreto Él posee: si alguno quiere venir en pos
de mí...8. Todos hemos recibido por el Bautismo una vocación para buscar
a Dios en plenitud de amor. «Porque no es la vida corriente y ordinaria, la que
vivimos entre los demás conciudadanos, nuestros iguales, algo chato y sin
relieve. Es, precisamente en esas circunstancias, donde el Señor quiere que se
santifique la inmensa mayoría de sus hijos.
»Es
necesario repetir una y otra vez que Jesús no se dirigió a un grupo de
privilegiados, sino que vino a revelarnos el amor universal de Dios. Todos los
hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor. De todos, cualesquiera
que sean sus condiciones personales, su posición social, su profesión u oficio.
La vida corriente y ordinaria no es cosa de poco valor: todos los caminos de la
tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que nos llama a
identificarnos con Él, para realizar –en el lugar donde estamos– su misión
divina.
»Dios
nos llama a través de las incidencias de la vida de cada día, en el sufrimiento
y en la alegría de las personas con las que convivimos, en los afanes humanos
de nuestros compañeros, en las menudencias de la vida de familia. Dios nos
llama también a través de los grandes problemas, conflictos y tareas que
definen cada época histórica, atrayendo esfuerzos e ilusiones de gran parte de la
humanidad»9.
La
llamada del Señor a una mayor entrega nos urge, entre otras razones,
porque la mies es mucha y los operarios pocos10.
Y hay mieses que se pierden cada día porque no hay quien las recoja.
Hágase
en mí según tu palabra, dice la Virgen11.
Y la contemplamos radiante de alegría. Nosotros, mientras hacemos nuestra
oración, nos podemos preguntar: ¿Busco a Dios en mi trabajo o en mi estudio, en
mi familia, en la calle... en todo? ¿Soy audaz en el apostolado? ¿Quiere el
Señor algo más de mí?
III. Ante
la Voluntad de Dios, la Virgen tiene una sola respuesta: amarla. Al
proclamarse la esclava del Señor, acepta sus designios sin
limitación alguna. En la antigüedad, cuando está plenamente vigente la
esclavitud, se valora en toda su fuerza y profundidad esta expresión de María.
El esclavo, se puede decir, no tenía voluntad propia, ni otro querer fuera del
de su amo. La Virgen acepta con suma alegría no tener otro querer que el de su
Amo y Señor. Se entrega al Señor sin limitación alguna, sin poner condiciones.
Imitando
a la Virgen, no queramos tener otra voluntad y otros planes sino los de Dios. Y
esto en cosas trascendentales para nosotros (en nuestra propia vocación) y en
las pequeñas cosas ordinarias de nuestro trabajo, familia, relaciones sociales.
Uno de
los misterios del Adviento es el que contemplamos como segundo misterio de gozo
del Santo Rosario: la Visitación. Pero vamos a fijarnos en un aspecto concreto
del servicio a los demás que lleva consigo la vocación: el orden de la caridad.
Esta
delicada visita de nuestra Madre a su prima Santa Isabel es también una
manifestación del orden de la caridad. Amor a todos, porque todos son o pueden
ser hijos de Dios, hermanos nuestros. Pero amor, en primer término, a los que
están más cerca, a aquellos con quienes nos unen especiales lazos: nuestra
familia. Ese orden ha de manifestarse también con obras, no solo con el afecto.
Pensemos ahora en el trato con nuestra familia, en las mil oportunidades que
nos brinda de ejercitar, de un modo natural, la caridad, el espíritu de
servicio.
Queremos
vivir estos días de Adviento con el mismo espíritu de servicio con que los
vivió nuestra Madre. Apoyados en la entrega humilde de María, vamos a pedirle
como buenos hijos que nos ayude para que, cuando el Señor venga, encuentre
nuestro corazón dispuesto y sin reservas, dócil a sus mandatos, a sus consejos,
a sus sugerencias.
«Supliquemos
hoy a Santa María que nos haga contemplativos, que nos enseñe a comprender las
llamadas continuas que el Señor dirige a la puerta de nuestro corazón.
Roguémosle: Madre nuestra, tú has traído a la tierra a Jesús, que nos revela el
amor de nuestro Padre Dios; ayúdanos a reconocerlo, en medio de los afanes de
cada día; remueve nuestra inteligencia y nuestra voluntad, para que sepamos
escuchar la voz de Dios, el impulso de la gracia»12.
1 Primera
lectura de la Misa, Is 7, 14. —
2 Gal 4,
4. —
3 Prov 8,
23-31. —
4 Eclo 24,
23-24. —
5 Lc 1,
28-33. —
6 Lc 1,
38. —
7 Pío
XI, Bula Ineffabilis Deus. —
8 Mt 16,
24. —
9 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 110. —
10 Cfr. Mt 9,
37. —
11 Lc 1,
38. —
12 San
Josemaría Escrivá, o. c., 174.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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