Francisco Fernández-Carvajal 25 de julio de 2024
@hablarcondios
—
Dignidad del cuerpo y de todo lo creado. Necesidad de esta virtud.
— La
templanza humaniza más al hombre y posibilita también su plenitud.
Desprendimiento de los bienes. Dar ejemplo.
—
Algunas manifestaciones de templanza.
I. La Iglesia ha reconocido siempre la dignidad del cuerpo humano y de todo lo creado. En el relato de la creación, el autor sagrado señala cómo Dios se complació en cuanto había creado1; cuando fue creado el hombre, vio Dios que era muy bueno cuanto había hecho2, y lo constituyó cabeza de toda la creación, y todo lo humano adquirió una particular dignidad después que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad asumió la naturaleza humana y realizó la redención del hombre y del universo material. No es doctrina cristiana la oposición radical entre el alma y el cuerpo, pues todo el hombre, en cuerpo y alma, está llamado a alcanzar la vida eterna. Nadie como la Iglesia ha enseñado la dignidad y el respeto que se debe al cuerpo: ¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido comprados a un gran precio. Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo3.
Sin
embargo, a causa del desorden que introdujo el pecado en el mundo, el hombre ha
de esforzarse y luchar para no verse prisionero y esclavo de los bienes que
Dios creó para él, para que también a través de ellos pudiera alcanzar el
Cielo. Especialmente en nuestros días, parece que muchos tratan de poner como
fin lo que Dios puso como medio, y dejan a un lado las leyes divinas, sin darse
cuenta de que caen bajo un tirano cada vez más exigente, desfigurando
profundamente la imagen de Dios que existe en todo hombre y, con ella, la misma
dignidad humana. La templanza, por el contrario, «hace que el cuerpo y nuestros
sentidos encuentren el puesto exacto que les corresponde en nuestro ser humano»4,
el lugar que Dios les señaló.
Quienes
no están habituados a negarse nada, quienes abren la puerta a todo lo que piden
los sentidos, quienes buscan en primer término agradar al cuerpo y solo se
afanan en buscar las mayores comodidades, difícilmente podrán ser dueños de sí
mismos y alcanzar a Dios. Están como embotados, incluso embrutecidos, para lo
divino, y también para muchos valores humanos, que no entienden y para los que
se encuentran incapacitados. Son mal terreno para que la semilla de la gracia
divina prenda en ellos. El mismo Señor nos dice en el Evangelio de la Misa
que lo sembrado entre espinos es el que oye la palabra, pero las
preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas sofocan la palabra
y queda estéril5.
En un clima en el que lo importante es el cuerpo, su salud, su cuidado, su
presentación, es imposible que la vida cristiana arraigue y dé frutos. Los
bienes se convierten así en males, en duros espinos que
sofocan lo más noble del hombre y la misma vida eterna, que se inicia ya aquí
en el alma en gracia: «Con el cuerpo pesado y harto de mantenimiento, muy mal
aparejado está el ánimo para volar a lo alto»6.
Debemos
estar atentos para no dejarnos llevar por ese afán desmedido de bienestar que
está presente en muchos sectores del mundo actual, en los que se piensa que la
cima de la vida y del triunfo consiste en tener más y en la ostentación de lo
que se posee. El verdadero éxito está en ser fieles a aquello que Dios quiere
de nosotros y alcanzar la vida eterna. Nosotros sabemos que nuestro corazón
solo puede saciarse de Dios, que está hecho para lo eterno y que las cosas
terrenas lo dejarán siempre insatisfecho y triste.
II.
Nuestra Madre la Iglesia nos ha recordado continuamente la necesidad de la
templanza, que, en lo humano, exige dominio de sí y, con el sacrificio y la
mortificación, impide que quede sofocada la semilla sembrada en el corazón.
Hemos de estar vigilantes, pues si examinamos «la orientación que va tomando
nuestra cultura moderna, comprobaremos que conduce a un cierto hedonismo, a la
vida fácil, a un cierto empeño por eliminar la cruz de nuestros afanes»7.
Y esa tendencia amenaza a muchos.
La
templanza humaniza más al hombre, porque, abandonado este a la satisfacción de
los propios instintos, se parece a un tren que descarrila: se desquicia, sale
de sus raíles y queda incapacitado para seguir adelante. Entonces, lo más noble
del hombre, inteligencia y voluntad, queda sometido a lo que es menos: al
instinto y a las pasiones. Vivir esta virtud no es represión, sino moderación,
armonía. Es un hábito que se adquiere a través de muchos pequeños actos que
ordenan los placeres, incluso los lícitos, y dirigen los bienes sensibles al
fin último del hombre. Quien vive esta virtud «sabe prescindir de lo que
produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es solo aparente:
porque al vivir así –con sacrificio– se libra de muchas esclavitudes y logra,
en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios.
»La
vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en
condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de
dedicarse a tareas grandes»8.
Vivir
bien esta virtud supone andar desprendidos de los bienes, darles la importancia
que tienen y no más, no crearse necesidades; no realizar gastos inútiles; tener
moderación en la comida, en la bebida, en el descanso; prescindir de
caprichos...
Nos
pide el Señor dar ejemplo de templanza en medio del mundo, sin dejarnos llevar
por una falsa naturalidad de ser como los demás. Transigir en este punto sería
dificultar o incluso impedir la posibilidad de seguir a Cristo como uno de sus
íntimos. Con nuestra vida hemos de enseñar a muchos que «el hombre vale más por
lo que es que por lo que tiene»9,
y hemos de hacerlo con el ejemplo de una vida sobria y templada. De modo
particular, los padres han de enseñar y de ayudar a los hijos a crecer «en una
justa libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo
y austero»10, y todos hemos de esforzarnos en mantener el señorío sobre
los sentidos.
III. La
virtud de la templanza ha de impregnar toda la vida del cristiano: desde las
comodidades del hogar hasta los instrumentos de trabajo y los modos de
divertirse. Para descansar, por ejemplo, no es preciso –de ordinario– realizar
grandes gastos ni largos desplazamientos. Da ejemplo de templanza quien sabe
hacer un uso moderado de la televisión y, en general, de los instrumentos de
confort que ofrece la técnica, sin estar excesivamente pendiente de su propio
bienestar. Muchos parecen vivir exclusivamente para esto: para pasar la vida
con el mayor bienestar posible.
En
nuestros días, también se puede decir de ciertas personas que su dios
es el vientre11,
por el afán que ponen en la comida y en la bebida, campo también principal de
la templanza. La persona sobria, por el contrario, es aquella que modera el uso
de los alimentos: evita comer a deshora y por capricho; no busca los alimentos
más exquisitos, con gastos desproporcionados; no consume cantidades
excesivas... «De ordinario comes más de lo que necesitas. —Y esa hartura, que
muchas veces te produce pesadez y molestia física, te inhabilita para saborear
los bienes sobrenaturales y entorpece tu entendimiento.
»¡Qué
buena virtud, aun para la tierra, es la templanza!»12.
Aunque
muchas de estas manifestaciones de gula no son pecados graves, sin embargo son
ofensas a Dios, que debilitan la voluntad y provocan el rechazo de esa vida
austera, alegre y desprendida que el Señor pide. Son los espinos que
ahogan la buena simiente; llevan a una vida de tibieza y de desgana ante los
bienes espirituales y especialmente los divinos.
Para
crecer en esta virtud necesitamos ser mortificados en la comida y en la bebida,
y prescindir a veces de gustos y placeres lícitos. La Iglesia da a la sobriedad
un valor y sentido más alto cuando presenta los alimentos como un don de Dios y
aconseja la bendición de la mesa y la acción de gracias después de la comida.
Santo Tomás señala13 que,
aunque la sobriedad y la templanza son necesarias a todos, lo son de modo
particular a los jóvenes, más inclinados frecuentemente a la sensualidad; a las
mujeres; a los ancianos, que deben dar ejemplo; a los ministros de la Iglesia;
y a los gobernantes, para poder ejercer sus cargos con sabiduría.
La
templanza hace referencia también a la moderación de la curiosidad, del hablar
sin medida, del porte externo, de las bromas... «Pienso –afirmaba el Papa Juan
Pablo II– que esta virtud exige también de cada uno de nosotros una humildad
específica en relación con los dones que Dios ha puesto en la naturaleza
humana. Yo diría la “humildad del cuerpo” y la “del corazón”»14,
que tan bien se compagina con el rechazo de la ostentación y de la necia
vanidad.
La
templanza es una gran defensa frente a la agresividad de un ambiente volcado en
los bienes materiales, dispone para recibir, como tierra buena, las
mociones del Espíritu Santo, y es un medio indispensable para realizar un
apostolado eficaz en medio del mundo.
1 Cfr. Gen 1,
25. —
2 Ibídem 1,
31. —
3 1
Cor 6, 19-20. —
4 Juan
Pablo II, Sobre la templanza, 22-XI-1988. —
5 Mt 13,
22. —
6 San
Pedro de Alcántara, Tratado de la oración y de la meditación,
II, 3. —
7 Pablo
VI, Alocución, 8-IV-1966. —
8 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 84. —
9 Conc.
Vat II, Const. Gaudium et spes, 35. —
10 Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris
consortio, 22-XI-1981, n. 37. —
11 Flp 3,
19. —
12 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 682. —
13 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 149, a. 4. —
14 Juan
Pablo II, Sobre la templanza, 22-XI-1988.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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