Francisco Fernández-Carvajal 19 de julio de 2024
@hablarcondios
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Mansedumbre y misericordia de Cristo.
—
Jesús no da a nadie por perdido. Nos ayuda aunque hayamos pecado.
—
Nuestro comportamiento hacia los demás ha de estar lleno de compasión, de
comprensión y de misericordia.
I. El Evangelio de la Misa nos muestra a Jesús alejándose de los fariseos, pues estos tuvieron consejo para ver cómo perderle. Aunque se retiró a un lugar más seguro –quizá en Galilea1–, le siguieron muchos y los curó a todos, y les ordenó que no le descubriesen2. Es esta la ocasión en la que San Mateo, movido por el Espíritu Santo, señala el cumplimiento de la profecía de Isaías3 sobre el Siervo de Yahvé, en la que se prefigura con rasgos muy definidos al Mesías, a Jesús: He aquí a mi Siervo a quien elegí, mi amado en quien se complace mi alma. Pondré mi espíritu sobre él y anunciará la justicia a las naciones. No disputará ni vociferará, nadie oirá sus gritos en las plazas. No quebrará la caña cascada, no apagará la mecha humeante...
El
Mesías había sido profetizado por Isaías, no como un rey conquistador, sino
sirviendo y curando. Su misión será caracterizada por la mansedumbre, la
fidelidad y la misericordia. El Evangelista señala que esta profecía se estaba
cumpliendo4. Por medio de dos imágenes bellísimas describe Isaías la
mansedumbre, dulzura y misericordia del Mesías. La caña cascada,
la mecha humeante, representan toda clase de miserias, dolencias y
penalidades a que está sujeta la humanidad. No terminará de romper la caña ya
cascada; al contrario, se inclina sobre ella, la endereza con sumo cuidado y le
da la fortaleza y la vida que le faltan. Tampoco apagará la mecha de una
lámpara que parece que se extingue, sino que empleará todos los medios para que
vuelva a iluminar con luz clara y radiante. Esta es la actitud de Jesús ante
los hombres.
En la
vida corriente a veces decimos de un enfermo que su dolencia «no tiene
remedio», y se da por imposible su curación. En la vida espiritual no es así:
Jesús es el Médico que nunca da como irremediablemente perdidos a quienes han
enfermado del alma. A ninguno juzga irrecuperable. El hombre más endurecido en
el pecado, el que ha caído más veces y en faltas más grandes nunca es
abandonado por el Maestro. También para él tiene la medicina que cura. En cada
hombre Él sabe ver la capacidad de conversión que existe siempre en el alma. Su
paciencia y su amor no dan a ninguno por perdido. ¿Lo vamos a dar nosotros? Y
si, por desgracia, alguna vez nos encontráramos en esa triste situación, ¿vamos
a desconfiar de quien ha dicho de Sí mismo que ha venido a buscar y a salvar lo
que estaba perdido?
Como
caña cascada fue María Magdalena, y el buen ladrón, y la mujer adúltera... A
Pedro, deshecho por las negaciones de su más triste noche, lo restaura, y ni
siquiera le hace prometer el Señor que no volvería a negarlo. Solamente le
preguntó: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Es la pregunta que
nos hace a todos, cuando no hemos sido del todo fieles. ¿Me amas? Cada
Confesión es también, y sobre todo, un acto de amor. Pensemos hoy cómo es
nuestro amor, cómo respondemos a esa pregunta que nos hace el Señor.
II. No
romperá la caña cascada ni apagará la mecha que aún humea...
La
misericordia de Jesús por los hombres no decayó ni un instante, a pesar de las
ingratitudes, las contradicciones y los odios que encontró. El amor de Cristo
por los hombres es profundo, porque, en primer lugar, se preocupa del alma,
para conducirla, con ayudas eficaces, a la vida eterna; y, al mismo tiempo, es
universal, inmenso, y se extiende a todos. Él es el Buen Pastor de todas las
almas, a todas las conoce y las llama por su nombre5.
No deja a ninguna perdida en el monte. Ha dado su vida por cada hombre, por
cada mujer. Su actitud cuando alguno se aleja es darle las ayudas para que
vuelva, y todos los días sale a ver si lo divisa en la lejanía. Y si alguno le
ha ofendido más, trata de atraerle a su Corazón misericordioso. No quiebra la
caña cascada, no termina de romperla y la abandona, sino que la recompone con
tanto más cuidado cuanto mayor sea su debilidad.
¿Qué
dice a quienes están rotos por el pecado, a quien ya no da luz porque apagó la
llama divina en su alma? Venid a mí todos los que estáis fatigados y
cargados, que yo os aliviaré6.
«Tiene piedad de la gran miseria a la que les ha conducido el pecado; les lleva
al arrepentimiento sin juzgarles con severidad. Él es el padre del hijo pródigo
que abraza al hijo desgraciado por su falta; Él mismo perdona a la mujer
adúltera a la que se disponen a lapidar; recibe a la Magdalena arrepentida y le
abre enseguida el misterio de su vida íntima; habla de la vida eterna a la
Samaritana a pesar de su mala conducta; promete el Cielo al buen ladrón.
Verdaderamente en Él se realizan las palabras de Isaías: La caña
cascada no la quebrará; ni apagará el pabilo que aún humea»7.
Nunca
nadie nos amó ni nos amará como Cristo. Nadie nos comprenderá mejor. Cuando los
fieles de Corinto andaban divididos diciendo unos: «yo soy de Pablo», y otros:
«yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo», San Pablo les escribe: ¿Ha
sido Pablo crucificado por vosotros?8.
Es el argumento supremo.
No
podemos desesperar nunca... Dios quiere que seamos santos, y pone su poder y su
providencia al servicio de su misericordia. Por eso, no debemos dejar pasar el
tiempo mirando nuestra miseria, perdiendo de vista a Dios, dejándonos
descorazonar por nuestros defectos, tentados de exclamar «¿para qué
continuar luchando, considerando todo lo que he pecado, todo lo que he fallado
al Señor?». No, nosotros debemos confiar en el amor y en el poder de nuestro
Padre Dios, y en el de su Hijo, enviado al mundo para redimirnos y
fortalecernos9.
¡Qué
gran bien para nuestra alma sentirnos hoy delante del Señor como una caña
cascada que necesita de muchos cuidados, como el pabilo que tiene una
débil llama y que precisa del aceite del amor divino para que luzca como el
Señor quiere! No perdamos nunca la esperanza si nos vemos débiles, con
defectos, con miserias. El Señor no nos deja; basta que pongamos los medios y
que no rechacemos la mano que Él nos tiende.
III. Esta
mansedumbre y misericordia de Jesús por los débiles señalan el camino a seguir
para llevar a nuestros amigos hasta Él, pues en su nombre pondrán su
esperanza las naciones10.
Cristo es la esperanza salvadora del mundo.
No
podemos extrañarnos de la ignorancia, de los errores, de la dureza y
resistencia que tantos ponen en su camino hacia Dios. El aprecio sincero por
todos, la comprensión y la paciencia deben ser nuestra actitud ante ellos. Pues
«rompe la caña cascada aquel que no da la mano al pecador ni lleva la carga de
su hermano; y apaga la torcida que humea aquel que desprecia en los que aún
creen un poco la pequeña centella de la fe»11.
Nuestros
amigos, quienes se crucen con nosotros por circunstancias diversas, han de
encontrar en la amistad o en nuestra actitud un firme apoyo para su fe. Por
eso, hemos de acercarnos a su debilidad: para que se torne fortaleza; debemos
verlos con ojos de misericordia, como los mira Cristo; con comprensión, con un
aprecio verdadero, aceptando el claroscuro que forman sus miserias y sus
grandezas. Por un lado, hemos de tener presente que «servir a los demás, por
Cristo, exige ser muy humanos (...). Hemos de comprender a todos, hemos de
convivir con todos, hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos»12.
Por otro lado, «no diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es
ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con
otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en
abundancia de bien (cfr. Rom 12, 21). Así Cristo reinará en
nuestra alma, y en las almas de los que nos rodean»13.
Los
frutos de esta doble actitud de comprensión y fortaleza son tan grandes –para
uno mismo y para los demás– que bien vale la pena el esfuerzo por ver almas en
quienes tratamos a diario; en verles tan necesitados como los veía el Señor.
No es
suficiente apreciar –afirma un autor de nuestros días14–
a los hombres brillantes porque son brillantes, a los buenos porque son buenos.
Debemos apreciar a todo hombre porque es hombre, a todo hombre, al débil, al
ignorante, al que carece de educación, al más oscuro. Y esto no lo podremos
hacer a menos que nuestra concepción de lo que es el hombre lo haga objeto de
estima. El cristiano sabe que todo hombre es imagen de Dios, que tiene un
espíritu inmortal y que Cristo murió por él. La frecuente consideración de esta
verdad nos ayudará a no separarnos de los demás, sobre todo cuando los
defectos, las faltas de educación, su mal comportamiento se hagan más
evidentes. Imitando al Señor, nunca romperemos una caña cascada. Como el buen
samaritano de la parábola, nos acercaremos al herido y vendaremos sus heridas,
y aliviaremos su dolor con el bálsamo de nuestra caridad. Y un día oiremos de
labios del Señor estas dulces palabras: lo que hiciste con uno de estos, por Mí
lo hiciste15.
Nadie
como María conoce el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe
cuán alto es. En este sentido, la llamamos también Madre de la misericordia...
Madre de la divina misericordia16:
a Ella acudimos al terminar nuestra meditación, seguros de que nos conduce
siempre a Jesús y nos impulsa a ser, como su Hijo, comprensivos y
misericordiosos.
1 Cfr. Mc 3,
7. —
2 Mt 12,
15-16. —
3 Is 42,
1-4. —
4 Cfr. B.
Orchard y otros, Verbum Dei, vol. II, pp. 462-463. —
5 Mt 11,
5. —
6 Mt 11,
28. —
7 R.
Garrigou-Lagrange, El Salvador, p. 322. —
8 1
Cor 1, 3. —
9 Cfr. B.
Perquin, Abba, Padre, p. 89. —
10 Mt 12,
21. —
11 San
Jerónimo, en Catena Aurea, vol. II, p. 166. —
12 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 182. —
13 Ibídem.
—
14 Cfr. J.
Sheed, Sociedad y sensatez, Herder, Barcelona 1963, pp.
37-38. —
15 Cfr. Mt 25,
40. —
16 Cfr. Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 9.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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