Humberto García Larralde Jueves, 16 de agosto
de 2012
Chávez
tiene una fijación por el campo, pero no porque simpatice con una vida bucólica
en comunión con la naturaleza, sino por ser asiento de un patrón de vida, de
unas costumbres que, en su cabeza, prefiguran el orden moral que desearía para
toda Venezuela y –si se lo permitieran-, del mundo entero
No se trata de achacarle a Chávez una
fijación con doctrinas decimonónicas como el marxismo que, de paso, confiesa no
haber leído, ni con disquisiciones teóricas o filosóficas sobre la modernidad.
Lo que se quiere señalar es que la mente del presidente saliente está anclada
–literalmente- en el pasado.
Chávez tiene una fijación por el
campo, pero no porque simpatice con una vida bucólica en comunión con la
naturaleza, sino por ser asiento de un patrón de vida, de unas costumbres que,
en su cabeza, prefiguran el orden moral que desearía para toda Venezuela y –si
se lo permitieran-, del mundo entero. En ello juegan seguramente recuerdos
idealizados de su infancia y de sus correrías de muchacho en el medio rural de
Sabaneta -su Amarcord personal. La sencillez, espontaneidad y
despreocupación con que se desenvolvía una existencia en la que las penurias
materiales no eran tragedia -porque no se conocía otra forma de vivir-, hacen
aparecer los avatares y angustias de la vida citadina actual como una hechura
perversa de la modernidad. La mente, según dicen los expertos, suele filtrar
nuestros recuerdos más negativos para reservarnos sólo las evocaciones
placenteras.
Esta visión se entroniza con su
obsesión con la épica emancipadora, edad de oro como ninguna en la
historiografía oficial. Más allá de los próceres endiosados, desentierra la
imagen de un ser humilde, consecuente hasta la muerte con la causa libertadora
y devoto de Bolívar. La nobleza de espíritu, desprendimiento y amor por la
libertad atribuido a las tropas independistas, las convierten en ícono del deber
ser patriota. Pero, ojo, aquí la libertad no es la que amplía los horizontes
para la realización personal de cada ser; es la que emana de la consagración de
la República, interés supremo y colectivo al que debe subordinarse toda
aspiración individual. La virtud republicana se resume en venerar al Padre,
ahora mestizo, no obstante su aversión profesa a la “pardocracia”. La
venezolanidad encuentra aquí un código ético -y racial- en la obediencia al
legado sagrado de sus libertadores, como si el tiempo se detuviese. Para
recordárnoslo, proliferan en oficinas públicas, actos oficiales y hasta en la
autopista hacia el Litoral, imágenes de estos héroes. Son un llamado a
elevarnos a la altura de la epopeya independista, dejando atrás nuestra
aburrida cotidianidad. Desde luego, el nuevo líder que aviva este renacimiento
es él mismo.
Chávez no critica al capitalismo por
explotador, por interponerse a la realización plena del trabajador como ser
humano –Marx dixit. Lo reprocha por ser expresión de modernidad. Su
verdadero rollo es que el país que ansía fue arrollado por la cultura citadina,
cada vez más cosmopolita, que corrompió la esencia de la venezolanidad, de su
venezolanidad. Esta labor de zapa se realizó bajo la égida del imperio,
presto siempre a ponerle la mano a las riquezas del país, cual conquistador
redivivo. No importa que el gobierno de Chávez le venda a EE.UU. todo el
petróleo que desea, la intención corruptora siempre está ahí, como lo atestigua
la subversión progresiva de nuestros valores. En realidad se trata de un
reclamo moralista, por haber sepultado una edad de oro ferverosamente cultivada
en la mente del Gran Líder. De ahí su discurso patriotero, su proyección como
el nuevo Bolívar que habrá de redimirnos y el ensañamiento contra todo aquel
que no se pliegue incondicionalmente a su prédica, por apátrida. De ahí también
el deseo de aislarnos de las influencias siniestras de la globalización, de la
intromisión de organismos internacionales defensores de los derechos humanos y
de su alianza con todo bicho de uña que se declare “antimperialista”. El
“mercenario” recién inventado, como lo fueron en el pasado los paramilitares
colombianos y el submarino que se dio a la fuga, le dan justificación a sus
propósitos.
El presidente saliente ha encontrado
en la prédica anticapitalista de los movimientos marxistas la legitimación
–paradójica- de sus nacionalismos atávicos. Curiosamente, la burguesía ahora es
la expresión del internacionalismo traidor y el pueblo trabajador, del
más puro y desinteresado nacionalismo. Marx y los fundadores de la
Tercera Internacional se estarían revolcando en sus tumbas. No obstante, la
crítica al consumismo y al ansia del lucro como sino rector de la economía le
vienen como anillo al dedo para exaltar una cruzada moralista que reivindica la
simpleza, la vida espartana del campo y la ausencia de ambiciones personales
como fin. Ser rico es malo, señala, mientras usufructúa las mieles del poder.
Las universidades y el sistema
educativo en general, tenían que estar en la mira de un pensamiento primitivo
como éste. En la Ley Orgánica de Educación (LOE) aprobada hace tres años, no
hay referencia alguna a la necesidad de capacitar al país para afrontar
exitosamente los desafíos de la sociedad del conocimiento globalizada, a la
formación de una ciudadanía universal insertada ventajosamente en la generación
y aprovechamiento de los avances científicos y tecnológicos de la humanidad.
Por el contrario, la LOE prioriza los valores nacionales y los “saberes
populares y ancestrales”, elementos de una “venezolanidad” sumamente restringida
y aislada del mundo, amén de fundamentar la educación en las doctrinas de Simón
Bolívar, Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora (¿?). Con respecto a las
universidades –las de mayor prestigio, las autónomas-, el acoso presupuestario,
el deterioro alarmante de los sueldos de académicos y empleados, y la violación
progresiva de sus potestades autonómicas, procuran destruir su capacidad para
interactuar con los centros mundiales del saber y doblegar su pensamiento
crítico, su cultura democrática y de contrastación de opiniones, para ponerla
al servicio de los delirios nacionalistas y “comunales” de Chávez.
Por último, la promoción de un culto
desvergonzado a su persona y de sumisión acrítica e incondicional de sus
copartidarios a sus pareceres, así como la centralización cada vez mayor de la
toma de decisiones en sus manos, adelantan la destrucción de las instituciones
que moldean el quehacer democrático de la sociedad y del Estado de Derecho, con
miras a la acumulación irrestricta el poder. Emulando a Luis XIV -“El Estado
soy yo”-, Chávez subsume los distintos poderes formalmente independientes
–legislativo, judicial, ejecutivo, electoral y “moral”- en instrumentos de su
arbitrio personal. Desaparece así el entramado institucional que sirve de
sustento a la conquista más valiosa del siglo XX: la defensa de los derechos
humanos universales. Desconociendo los compromisos asumidos por el país en esta
materia anuncia su retiro de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos,
alegando ¡intromisión en asuntos de nuestra soberanía! En realidad, esta
soberanía le ha sido expropiada al pueblo por quien, burlonamente, reclama que
Él es el pueblo. Se instala un régimen de expoliación inspirado en el
absolutismo de la Europa premoderna en la que no existían ciudadanos
-individuos libres para ejercer sus derechos pero con deberes para
con las normas de la convivencia en sociedad-, sino súbditos obedientes y
genuflexos. Así se los recordó a aquellos seguidores que tuvieron el
atrevimiento de objetar su designación de Ameliach como abanderado a la
gobernación de Carabobo.
No deja de sorprender que este
imaginario lo haya logrado proyectar Chávez como de “izquierda”,
“revolucionario”, ¡de “socialismo del siglo XXI”! Sin duda que ha sido hábil.
Tan así que ha logrado reclutar en su apoyo a quienes, sin sentido alguno del
ridículo, buscan legitimar su comportamiento con base en malabarismos
conceptuales “postmodernistas”. Otros llegan incluso a tragarse el cuento de
que el Gran Demoledor de las conquistas modernas, junto a su maestro Fidel,
buscan “salvar” a la humanidad.
Blut und Boden, las raíces de la sangre (etnia) y el
apego a la tierra ancestral, inspiraban el proyecto nacionalsocialista alemán.
Hoy inspiran el imaginario primitivo y premoderno de Hugo Chávez.
Tomado de: http://www.analitica.com/va/politica/opinion/3323933.asp
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