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jueves, 16 de agosto de 2012

Normal


Por Héctor Torres | 14 de Agosto, 2012

Son las once de la mañana de un día de laboral. Ya para esa hora el Sambil comienza a tener movimiento, aunque recorrer sus pasillos todavía puede ser una actividad grata. Los largos corredores que conducen a los baños todavía están desiertos. Uno camina en silencio sintiendo el eco de sus pasos. Como si lo hubiesen ensayado, los cuatro caballeros que están en ese momento haciendo uso de los urinarios, levantan su cabeza de inmediato en dirección a la entrada, en busca del rostro que llega. Descartado el peligro, vuelven su mirada a lo que los ocupa. Paranoia, le dicen.

Luego uno va al automercado a comprar algo de charcutería para el fin de semana. Por regla general, la gente hace un rápido recorrido por todos los pasillos, así sepa dónde está ubicado específicamente lo que fue a comprar. En un pasillo ve que hay aceite. Obviamente, echa una botella al cesto. En otro ve azúcar y tampoco la desdeña. Más allá agarra, por si acaso, un paquete de café y, luego de tropezarse con otro tesoro (leche en polvo), pregunta a un empleado que está colocando la mercancía en los estantes, cuántos paquetes se pueden llevar por persona. Al final, sale con dos bolsas que no estaban en sus planes, incómodo pero feliz. Tanto, que llama a su casa  para dar la buena nueva.

Puede ocurrir que ese mismo día, que lo dedicó a hacer algunas diligencias y compras, vaya de vuelta a casa, sea en su vehículo o en transporte público, y se encuentre con una cola más larga e insoportable de lo habitual. Luego de preguntarse una y otra vez el motivo, su instinto de caraqueño curtido se ilumina con una pregunta que, tiene la certeza, dará la respuesta al enigma: “¿Qué ministerio queda en esta vía”, Con la respuesta vendrá la ubicación de la protesta (o de una de las protestas) del día, y el cálculo del tiempo que va a tomar llegar a casa.

Si la cola es menos larga de lo esperado, entonces solo se trataba de la caravana de seguridad de algún ministro, cuyos diligentes escoltas pueden cortar el paso a una vía durante varias cuadras hasta que pase el funcionario al que fue asignado cuidar. Las víctimas, entonces, sienten que tuvieron suerte, ya que habían calculado al menos una hora de cola más de lo que terminó siendo. Estaban de suerte, pues.

Cuando alguien comenta alguno de estos sucesos, siempre habrá quien, levantando los hombros, diga con resignación que “eso es normal”. Si llueve por más de una hora, es “normal” que se caigan unas cuantas casas y se desborden algunas quebradas. Si la cifra de muertos de un fin de semana se maneja en torno a las treinta víctimas, se considera “normal” y la noticia no despierta mayores comentarios. Si alguien denuncia que fue coaccionado a asistir a algún evento electoral, siempre habrá quien, a manera de defensa, dirá que eso “siempre ha sido así”. Es decir, que es normal. Como normal es que cuando pagan la pensión, una penosa fila de viejitos pase horas frente al banco.

En el ámbito de las estadísticas, la palabra “normal” hace referencia al promedio aceptado. Pero, al margen de esa ciencia, en eso tangible y cotidiano que se llama vida, la única esperanza de cambio de nuestra sociedad, es precisamente, negarnos a aceptar lo que vivimos. Necesitamos ver esa normalidad estadística como una severa patología social, y decirle a nuestros hijos, todas las veces que sean posibles, que no, que nada de eso es normal en otras partes del mundo, que la vida puede (y debe) ser otra cosa.

Que no es normal resignarnos a sobrevivir.


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