Por Héctor
Torres | 14 de
Agosto, 2012
Son las once de la mañana de un día de
laboral. Ya para esa hora el Sambil comienza a tener movimiento, aunque
recorrer sus pasillos todavía puede ser una actividad grata. Los largos
corredores que conducen a los baños todavía están desiertos. Uno camina en
silencio sintiendo el eco de sus pasos. Como si lo hubiesen ensayado, los
cuatro caballeros que están en ese momento haciendo uso de los urinarios,
levantan su cabeza de inmediato en dirección a la entrada, en busca del rostro
que llega. Descartado el peligro, vuelven su mirada a lo que los ocupa.
Paranoia, le dicen.
Luego uno va al automercado a comprar
algo de charcutería para el fin de semana. Por regla general, la gente hace un
rápido recorrido por todos los pasillos, así sepa dónde está ubicado
específicamente lo que fue a comprar. En un pasillo ve que hay aceite.
Obviamente, echa una botella al cesto. En otro ve azúcar y tampoco la desdeña.
Más allá agarra, por si acaso, un paquete de café y, luego de tropezarse con
otro tesoro (leche en polvo), pregunta a un empleado que está colocando la
mercancía en los estantes, cuántos paquetes se pueden llevar por persona. Al
final, sale con dos bolsas que no estaban en sus planes, incómodo pero feliz.
Tanto, que llama a su casa para dar la buena nueva.
Puede ocurrir que ese mismo día, que
lo dedicó a hacer algunas diligencias y compras, vaya de vuelta a casa, sea en
su vehículo o en transporte público, y se encuentre con una cola más larga e
insoportable de lo habitual. Luego de preguntarse una y otra vez el motivo, su
instinto de caraqueño curtido se ilumina con una pregunta que, tiene la
certeza, dará la respuesta al enigma: “¿Qué ministerio queda en esta vía”, Con
la respuesta vendrá la ubicación de la protesta (o de una de las protestas) del
día, y el cálculo del tiempo que va a tomar llegar a casa.
Si la cola es menos larga de lo
esperado, entonces solo se trataba de la caravana de seguridad de algún
ministro, cuyos diligentes escoltas pueden cortar el paso a una vía durante
varias cuadras hasta que pase el funcionario al que fue asignado cuidar. Las
víctimas, entonces, sienten que tuvieron suerte, ya que habían calculado al
menos una hora de cola más de lo que terminó siendo. Estaban de suerte, pues.
Cuando alguien comenta alguno de estos
sucesos, siempre habrá quien, levantando los hombros, diga con resignación que
“eso es normal”. Si llueve por más de una hora, es “normal” que se caigan unas
cuantas casas y se desborden algunas quebradas. Si la cifra de muertos de un
fin de semana se maneja en torno a las treinta víctimas, se considera “normal”
y la noticia no despierta mayores comentarios. Si alguien denuncia que fue
coaccionado a asistir a algún evento electoral, siempre habrá quien, a manera
de defensa, dirá que eso “siempre ha sido así”. Es decir, que es normal. Como
normal es que cuando pagan la pensión, una penosa fila de viejitos pase horas
frente al banco.
En el ámbito de las estadísticas, la
palabra “normal” hace referencia al promedio aceptado. Pero, al margen de esa
ciencia, en eso tangible y cotidiano que se llama vida, la única esperanza de
cambio de nuestra sociedad, es precisamente, negarnos a aceptar lo que vivimos.
Necesitamos ver esa normalidad estadística como una severa patología social, y
decirle a nuestros hijos, todas las veces que sean posibles, que no, que nada de
eso es normal en otras partes del mundo, que la vida puede (y debe) ser otra
cosa.
Que no es normal resignarnos a
sobrevivir.
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