Fernando Egaña 23 de octubre de 2014
“Hamponato” es una palabra nada
agraciada en nuestra lengua y supongo que en cualquier otra. No está reconocida
por la academia, pero se usa de manera corriente desde hace muchos años, al
menos en nuestro país. Suena pesada y difícil, y desde luego lo que significa
es terrible, pues un sistema o régimen dominado por el hampa, enjaulado por el
hampa, corroído por el hampa, es una realidad terrible, si las hay.
Y esa es la realidad principal de
Venezuela en el siglo XXI. No el llamado “socialismo de siglo XXI” de
pretendidos alcances ideológicos. Tampoco la llamada “revolución de siglo XXI”
de ínfulas históricas. Es el hamponato lo que caracteriza la realidad
venezolana. Lo que tiene confiscado el presente y bloqueado el futuro. Con
ello, el hampa se empodera a costa de la destrucción nacional. Porque así de
costoso es el precio del hamponato del siglo XXI: la destrucción de Venezuela.
La reciente cadena de notoria
violencia delictiva, toda ella estrechamente vinculada con el poder
establecido, así lo confirma. Porque en estos años, el Estado se ha transmutado
en una fuente de violencia. Por acción, omisión, negligencia o dolo, el
turbomotor de la violencia en Venezuela es el Estado hegemónico que viene
imperando en este siglo. Y ello es así, principalmente, porque ese Estado ha
sido colonizado por el hampa.
Sí, por la delincuencia organizada en
sus más diversas variantes: el narcotráfico, la boliplutocracia, la corrupción
endémica vuelta pandémica, las bandas hamponiles disfrazadas de colectivos
sociales, los grupos parapoliciales y paramilitares, y las innumerables tribus
y circuitos familiares de gran parte de la nomenklatura, cuyo propósito
existencial es la depredación de los recursos públicos de Venezuela. Y con la
violencia que sea necesaria para asegurar la continuidad.
Por todo ello, entre otros factores,
es que la sociedad venezolana se ha convertido en una de las más violentas del
planeta. No solo de la región. No solo del hemisferio. Sino de todo el planeta.
Cerca de 25.000 muertes violentas en cada año son una evidencia tan sangrienta
como definitiva de la extrema violencia que se ha apoderado de nuestra nación. Y
ese proceso explosivo es propio del siglo XXI, porque es una derivación directa
de su principal caracterización política: el auge del hamponato, el imperio del
hamponato, la soberanía del hamponato. El hamponato del siglo XXI.
No se trata de un fenómeno cupular que
solo se manifiesta en los comandos del poder estatal. Se trata, además, de una
diseminación capilar de la violencia criminal en todas las dimensiones de las
relaciones sociales. Desde las miles de bandas que anidan en las comunidades
populares, incluso cumpliendo funciones de autoridad informal en sus áreas
específicas de influencia, y cuyo crecimiento exponencial se viene dando en
estos tiempos; hasta los carteles financieros de proyección internacional,
imbricados con algunas de las corrientes que compiten por el control de la
hegemonía roja.
Acaso la expresión más crasa, más
barbárica del hamponato sean los “colectivos” paramilitares, verdaderos brazos
armados de esa mezcolanza de criminalidad y Estado que es el hamponato del
siglo XXI. Tal parece que cada núcleo de la jefatura tiene sus propios
colectivos. Algunos más subordinados, otros más autónomos, pero todos útiles
para la tarea suprema de intimidar o más bien de aterrorizar a amplios sectores
de la población venezolana.
Nada de lo cual quiere decir, por
supuesto, que ser oficialista sea equivalente a estar vinculado con el
hamponato. Eso sería un absurdo colosal y una distorsión, no menos colosal, del
paisaje humano de Venezuela. Lo que hace todavía más necesario que esa parte
importante del país que se identifica con las ilusiones del socialismo o de la
revolución pueda comprender que la verdad detrás de la propaganda está en un
sistema o régimen dominado, enjaulado y corroído por el hampa. Por el hampa de
cuello rojo y de cuello blanco. Por el hampa de fusil y de portafolio. Por el hampa
generalizada en el hamponato de siglo XXI. Ese que, repito, tiene confiscado el
presente y bloqueado el futuro.
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