Fernando Mires 08 de noviembre de 2014
El imperio soviético parecía ser una
de las formaciones geopolíticas más estables de la historia universal. Por lo
menos para las ciencias sociales modernas. Y de pronto, toda esa estabilidad
monolítica demostró que sólo era pura apariencia, derrumbándose como castillo
de naipes en un lapso que duró menos de un año.
¿Por qué ni los más destacados
sovietólogos pudieron predecir el derrumbe? La pregunta es importante pues si
hay un hecho histórico que obliga a pensar que las ciencias sociales y
políticas contemporáneas han fracasado, por lo menos en su capacidad de
predicción, ese es precisamente el derrumbe del comunismo.
Ni siquiera ese derrumbe fue el
producto de una derrota militar o por lo menos de una capitulación frente a un
enemigo todopoderoso. En ese sentido resulta interesante destacar que los
únicos que hablan de "la victoria del capitalismo" son sectores
intelectuales que provienen de una tradición socialista. Los partidarios del
"mundo libre" se cuidan de ver en el derrumbe del comunismo una
victoria propia, pues ellos también fueron sorprendidos con los acontecimientos
que se desataron en 1989.
¿Por qué esa incapacidad de los
expertos políticos para por lo menos prever parte de los acontecimientos?
Para la ideología del socialismo-real
el fenómeno es en cierto modo explicable. De acuerdo a la visión progresiva de
la historia que prima en ella, el socialismo, incluso en su monstruosa versión
staliniana, era parte de un orden genético superior al capitalismo, no tanto
por ser socialismo, sino por no ser capitalismo. Por lo tanto, ese socialismo,
al representar -hipoteticamente- una etapa histórica más avanzada que el
capitalismo, tenía un sentido "irreversible". De acuerdo a esa
concepción naturalista de la historia era más fácil que el ser humano volviera
a ser mono a que el socialismo volviera al capitalismo .
Más problemático es en todo caso
explicar esa incapacidad de predicción entre los intelectuales llamados
"burgueses" quienes al representar intereses más concretos parecían
estar dotados de un sentido más práctico que el de sus sobreideologizados
colegas "socialistas". Una razón es quizás que muchos de ellos eran
anticomunistas. Y un anticomunista necesita, obviamente, del comunismo, tanto
o más que los comunistas.
Después del comunismo hay una cantidad
de ideólogos anticomunistas despojados de "su oscuro objeto del
deseo". Pero hay además otra razón tanto o más importante. Los ideólogos
anticomunistas, como los comunistas, habían construído sus instrumentos
conceptuales en un marco histórico común determinado por la contradicción de
bloques, o era bipolar. De acuerdo a los conceptos propios a ese tiempo, el
poderío de una nación se mide por el crecimiento económico bruto y por su
potencialidad militar. Y en ninguno de esos campos el mundo socialista, pese a
la crisis que vivía en el período Breschnew, era de despreciar.
Hay que convenir entonces que los
expertos de ambos bandos operaban en base a criterios puramente cuantitativos y
por lo mismo no estaban en condiciones de analizar los profundos cambios
culturales producidos en la mayoría de los países del área. Para ellos los
procesos culturales no tenían ninguna significación. Sólo importaba el poderío
económico y el militar. Lo demás era prosa. Incluso, para algunos políticos
occidentales -Kissinger antes que nadie- se hacía necesario no apoyar a los
movimientos políticos disidentes de los llamados países socialistas a fin de no
"desestabilizar" las relaciones internacionales.
Así se explica que el término más en
boga para designar el derrumbe de los regímenes comunistas, tanto por los
enemigos, como por los amigos del comunismo, haya sido el de colapso. El
término es ideológico. Con ello se quiere significar que el comunismo era algo
así como una maquinaria que funcionaba perfectamente hasta que de pronto alguna
de sus piezas comenzaron a fallar. Me temo que en el futuro los niños en las
escuelas aprenderan de memoria una versión de los hechos que dice más o menos
así:
A fines del siglo XX se produjeron en
el "sistema capitalista" innovaciones tecnológicas en los terrenos
de la computación y de la producción energética que aumentaron notablemente la
productividad. El régimen soviético, para poder seguir compitiendo con el
capitalismo, se vió en la obligación de introducir tales innovaciones en su
economía. Gorbachov y la Perestroika intentaron crear las condiciones
institucionales para que eso fuera posible. Pero el régimen de la URSS no
estaba preparado para ese tipo de innovaciones, por lo cual se produjeron
desajustes que llevaron al colapso total. Como consecuencia del colapso de la
URSS las naciones dependientes se liberaron, adoptando todas un régimen de
producción basado en la libre economía de mercado. Punto.
Esa interpretación histórica
ligeramente caricaturizada no es formalmente, falsa. El problema es que es
tautológica y, sobre todo, incompleta. Es tautológica, porque pretende explicar
al colapso por el colapso. Es incompleta, porque intenta interpretar un hecho
histórico haciendo abstracción de su historicidad. De acuerdo a esa versión
todavía dominante, Gorbachov y la Perestroika aparecen como el hecho
determinante en las revoluciones de la periferia socialista europea las que a
su vez son reducidas a simples objetos que resultan de una causa externa. En
términos simples: tal interpretación pasa por alto una larga historia de
negación y resistencia que desde hacía muchísimos años veníase gestando en los
países "socialistas", incluyendo a la propia URSS.
¿Qué pasaría en cambio si damos vuelta
esa argumentación, haciendo una lectura exactamente al revés de la que hoy día
parece predominar? De acuerdo a esa nueva lectura podría afirmarse:
Desde 1956, en diversos países
socialistas venían articulándose formas de protestas, culturales, sociales y
políticas, las que en determinados momentos fueron sangrientamente aplastadas.
Frente a esa realidad, la URSS se vió inducida a hacer valer su primacía no
politica sino que represiva en los países de su área, esto es, a no ejercer
hegemonía, sino dominación. Precisamente la existencia del llamado bloque
socialista era prueba de que la expansión política del socialismo era
imposible, por lo menos en Europa. Tal imposibilidad de expansión se traduce
en un sistema que al funcionar de acuerdo a mecanismos represivos, no puede
competir con el otro bloque en condiciones ventajosas. En ese sentido
cualquiera grieta al interior del aparato de dominación, debía transformarse en
una crisis del conjunto del imperio. Gorbachov debe ser por lo tanto
considerado como lógica consecuencia del largo proceso de resistencia que
tenía lugar en el mundo socialista, o si se prefiere: como el intento por
introducir la primacía de la política por sobre la de la represión en las
relaciones políticas interimperiales, antes de que fuera demasiado tarde. El
problema es que Gorbachov llegó demasiado tarde, y como el mismo dijo, quien
llega tarde, deberá ser castigado por la vida.
Una interpretación como la expuesta no
niega la tesis del colapso. Pero sí la contextualiza, remitiéndola a un marco
de relaciones en donde no existen causas absolutas. Gorbachov y Perestroika
fueron por cierto causas. Pero también fueron consecuencias de un largo proceso
que erosionó las bases políticas y las relaciones de legitimidad que hasta el
imperio más burocratizado y militar necesita para ejercer su dominación.
La teoría del puro colapso pasa por
alto las revoluciones húngaras y polacas de 1956; el levantamiento
nacional-popular de Praga en 1968; el nacimiento del KOR y de Solidarnosc en
Polonia; los movimientos religiosos de Polonia y de la RDA; Carta 77 en
Checoeslovaquia; la gente en las calles; los heridos y muertos caídos bajo los
tanques rusos; las protestas nacionalistas y ecologistas en la URSS; los
disidentes en la clandestinidad, redactando cada día un panfleto distinto; a
Kuron, Mischnik, Havel, Bahro, Solschinizyn y Sacharow, etc; a los que fueron a
las cárceles, o a los destierros de frío y hielo; o a las clínicas
psiquiátricas, gritando por la libertad con una dignidad que produce
escalofríos-
Dicho en síntesis, la reducción de la
historia a la pura teoría del colapso, pasa por alto la historia de las
revoluciones democráticas de Europa Oriental. Esa es la razón por la que aquí
defiendo la tesis contraria. Esa tesis dice así: no fue el colapso lo que
produjo la revolución. Fue la revolución la que produjo el colapo.
Para los actores de las revoluciones
de los países de Europa Oriental en cambio, los acontecimientos que llevaron al
"colapso" fueron leídos en directa continuidad con su propia
historia y puede decirse que, aún si esperar que el régimen cayera tan rápido,
y en las formas en que cayó, no fueron tan sorprendidos con ese derrumbe como
ocurrió con los especialistas occidentales. Para dichos actores, 1989-1991 fue
la culminación de una larga revolución que venía arrastrándose desde decenios.
Quizás desde el momento en que el levantamiento popular húngaro de 1956 fue
sangrientamento aplastado.
De la misma manera como ocurría en la
URSS, las Nomenklaturas de los demás países socialistas pretendían extraer su
legitimidad de una suerte de racionalismo histórico cuyo punto de realización
se encontraba, paradojalmente, en el futuro: en la construcción final del
comunismo, de aquella "sociedad perfecta" en función de cuya
realización todos los sacrificios y expiaciones estaban permitidos.
Los comunistas en el poder se
entendían como depositarios de una razón histórica de la cual ellos eran sus
mediadores terrenales. La política en ese sentido fue siempre concebida por
ellos como un medio para la realización de esa historia final. Siendo la
historia no determinada por hechos concretos, sino por su supuesta
meta-realidad, el pasado debía ser siempre reescrito de acuerdo a las distintas
estrategias que la Nomenklatura elaboraba para alcanzar la meta asignada. El
marxismo- leninismo, ideología de la clase dominante en Europa del Este, era radicalmente
metafísico.
Los regímenes de tipo orweliano, como
fueron los comunistas, al no poder encontrar su legitimidad en el presente
buscan encontrarlo en el futuro. La gran ventaja que de ahí se deriva es que, a
diferencias del presente, el futuro sólo lo conocen sus supuestos
depositarios, esto es, el Partido y sus bonzos. De este modo la política era
historizada y la historia era politizada. Historia y Política se legitimaban
mutuamente extrayendo sus valores la una de la otra. No puede extrañar entonces
que uno de los proyectos de los sectores intelectuales disidentes hubiera sido
el de despojar a los diversos regímenes de esa legitimidad histórica que ellos
se habían autoasignado. Pero para que eso fuera posible era necesario separar a
la política oficial de la historia, empresa que requería no sólo revisar la
historia oficial, como ocurrió en la URSS durante Gorbachov, sino, además,
oponer la otra historia.
Podría decirse que en los países
socialistas competían dos historias: la oficial, que tenía su lugar de
residencia en un futuro ignoto, y la verdadera, que se había constituído
precisamente como negación a las diversas dictaduras. La una era una historia
escrita desde el poder. La otra fue escrita desde la clandestinidad y la
resistencia, o desde la práctica de los movimientos populares que cada cierto
tiempo irrumpían en las capitales del Este europeo. La una vivía en el futuro.
La otra en un presente que se alimentaba del pasado. La una habitaba en el
"super ego" del Partido. La otra latía en el inconciente de los
disidentes.
En cierto modo 1989-1990 devolvió a la
historia a ese lugar al que siempre debe permanecer: al pasado. Esa fecha
señala, en fin, una rebelión de la historia en contra de un
"historismo" que en nombre de la historia consumaba su absoluta
negación.
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