Por Vladimiro Mujica, 13/11/2014
Venezuela tiene una larga tradición de contar con
instrumentos legales y procedimientos administrativos sumamente complejos. Una
enervante costumbre que posiblemente heredamos de España y que se traduce,
entre otras cosas, en una cultura de apego al papeleo y a la burocracia pomposa
e inútil. La copia, de la copia, de la copia, es requisito normal en muchos
trámites públicos que podrían resolverse de modo mucho más expedito. A esto hay
que añadirle una tendencia a modificar de manera permanente y a veces compulsiva
los instrumentos legales, desde la Constitución hasta las ordenanzas
municipales, pasando por las leyes orgánicas y reglamentaciones.
Mientras que una democracia razonablemente
funcional como la norteamericana ha tenido una sola Constitución desde la
declaración de independencia de los Estados Unidos, Venezuela ha tenido
innumerables cartas magnas que en muchos casos responden no a la necesidad de
modernizar el contrato social de afiliación de los ciudadanos a un conjunto de
leyes y normas, sino al capricho de los gobernantes de turno. Por otro lado,
nuestras leyes tienden a ser exhaustivas e intentan prever todos los casos que
se puedan presentar, con el resultado de que termina por armarse una cadena
inagotable y de difícil aplicación de la regla, de la regla, de la regla.
Como en muchos otros casos, la pseudorevolución
chavista ha transformado una mala costumbre en un vicio nacional. Toda la
cháchara sobre el gobierno electrónico que en algún momento formó parte de la
propaganda oficialista ha terminado por evaporarse frente a una terca realidad
de burocracia profundamente anclada en los procesos públicos. El gobierno ha
llegado al extremo de inventar reglas ad hoc para intentar modificar y falsear
una realidad caótica que pretende presentarse como un paraíso en la tierra.
Detrás de cada nuevo control impuesto por el gobierno se encuentra un error
monumental de gestión pública. Peor aún, los controles terminan por ser
ejercicios de castración de la actividad económica, social e intelectual de la
población y estímulos abiertos para la corrupción.
Uno de los mejores ejemplos de lo que decimos es el
control de cambio. Presuntamente destinado a impedir la fuga de divisas, en
realidad se ha transformado en un gran caldo de cultivo de la corrupción.
Alguna gente cínica diría que no hay virtud humana que soporte la tentación de
hacer negocios cabalgando sobre una diferencia cambiaria de más del 1000% entre
el dólar oficial y el dólar negro. Los enchufados y sus amigotes con acceso a
dólares preferenciales han hecho fortunas enormes en tiempo record, pero al
jubilado, o al turista, que requiere unos pocos dólares se les exige un
mamotreto de papeleo. La verdad es que el control de cambio no controla lo que
pretende controlar y constituye una afrenta a la gente y un sumidero horrendo
de recursos.
Pocas cosas están tan reguladas en Venezuela como
el porte de armas. En teoría es casi imposible para un ciudadano normal, no
enchufado, obtener un permiso legal para la adquisición y posesión de armas. En
la práctica, hay millones de armas ilegales en la calle, en manos de los
bandidos y sus cómplices. Una situación directamente correlacionada con el
hecho de que más de 20.000 venezolanos mueren al año en situaciones violentas
que no son esclarecidas en un pavoroso porcentaje. Nuevamente, un control
severo que no controla nada y que las autoridades manejan con un cinismo
alucinante acompañado de medidas improbables como el supuesto desarme de la
población.
Se controla el precio de alimentos que no existen,
de bienes desaparecidos, de medicinas imposibles de obtener. Se cierra la
frontera con Colombia en las noches para impedirle el paso a las sardinitas,
mientras el verdadero negocio del contrabando, manejado por los peces gordos,
cabalga en la diferencia abismal entre la economía colombiana, razonablemente
estable, y la disfuncional y errática economía venezolana. El pobremente
trabajado concepto de precio justo, que pretende desconocer las reglas básicas
de la economía, es usado como criterio para emascular la ya semidestruida
actividad económica de la nación.
Quizás valdría la pena preguntarle a los jerarcas
del gobierno y de Pdvsa cuál sería el precio justo del petróleo venezolano si
el mismo se calculara a partir de lo que cuesta producir un barril de crudo.
Nos encontraríamos con que los países productores de petróleo, incluida
Venezuela, venden este producto a precios tres o cuatro veces superiores a los
costos combinados de exploración y producción, lo cual los calificaría
indudablemente como especuladores.
Ahora nos enteramos de que se pretende ponerle un
precio justo a la enseñanza universitaria basado en una supuesta estructura de
costos de las instituciones de educación superior. Este exabrupto, mezcla de
ignorancia y mala fe, desconoce que el tema del costo de la educación superior
incluye intangibles como el conocimiento de los docentes, como lo señaló
recientemente el rector de la Universidad Metropolitana, Benjamín Scharifker,
además del costo de la investigación sobre la que se soporta la docencia. Esa
vez se trata de aplicar controles para regular el libre pensamiento.
La conclusión de tanta ignominia es inescapable.
Estamos en el medio de una monstruosa operación de controlar todo sin resolver
nada de lo que realmente trastorna la vida de los venezolanos. Controles
castrantes que asesinan el esfuerzo creativo de la nación y que crean la
ficción de que el gobierno actúa para resolver males cuya solución requiere de
acciones de fomento y creación y no de más alcabalas.
Nos acercamos a la posición de dudoso prestigio de
ser simultáneamente una las sociedades más disfuncionales y más controladas del
planeta.
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