SALVADOR ARAGONÉ 07 de noviembre de 2014
El acontecimiento histórico más
importante e impresionante de la segunda mitad del Siglo XX fue la caída del
Muro de Berlín, de manos de los propios habitantes de la Alemania Oriental
comunista llamada también República Democrática Alemana. La caída del Muro de
Berlín es un hito histórico que simboliza la caída de los regímenes comunistas
del Este de Europa y la recuperación de la libertad, ahogada por el
totalitarismo comunista, de países como Polonia, Alemania Oriental, Hungría,
Bulgaria, Yugoslavia, Rumanía, Estonia, Letonia, Lituania, Rusia, Ucrania,
Albania y los países asiáticos ex soviéticos.
Como dice Luigi Geninazzi (La Atlántida
Roja, 2014), corresponsal en los países comunistas en aquellos momentos, el
Muro no cayó, sino que “lo derribaron” los defensores de la libertad. La caída
del muro es un hecho simbólico que marca en realidad la caída de los regímenes
totalitarios comunistas del centro y este de Europa. El Muro de Berlín cayó
porque la revolución sindicalista en Polonia había vencido al Estado comunista
que –paradojas de la historia—llevaba el apellido de “Obrero” y construido
“para” los obreros. Fue el líder de este movimiento, un luchador obrero
electricista en los astilleros de Danzig, Lech Walesa, fundador y líder del
sindicato Solidarnosk, quien hizo de la solidaridad su bandera, sin rencores,
ni odios para nadie, ni siquiera para sus propios carceleros y torturadores, y
sin violencia. Él con sus compañeros vencieron al régimen totalitario de la mentira y del odio, pacíficamente,
simplemente con la defensa de los derechos humanos y sindicales de los
trabajadores.
Si Walesa fue el brazo ejecutor, el que
impulsó y alentó la rebelión pacífica frente al comunismo fue el papa Juan
Pablo II, autor espiritual e intelectual de la misma, quien al inicio del pontificado
dijo. “¡No tengáis miedo, no tengáis miedo de seguir a Cristo!”. Walesa, que
llegó a presidente de Polonia, en nuestros días propone (en un artículo,
2014) la solidaridad entre los estados
que es la vía pacífica para eliminar los desequilibrios económicos. El ingreso
de Ucrania a Europa –dice Walesa-- comportará sacrificios a la agricultura en
Italia y Polonia (y yo añadiría en España y Francia). ¿Cómo puede ser un mundo
sin solidaridad entre los estados? “Sobre las ruinas del comunismo –dice Walesa--
ha nacido un capitalismo de nuevo cuño, totalizante y agresivo: ¿es posible una
economía de libre mercado que no sea sinónimo de egoísmo e injusticia social?”.
¿Cuáles son los pilares de la nueva democracia?, son preguntas sin respuesta
todavía hoy.
Un
vacío histórico
Los españoles y latinoamericanos tenemos
un vacío histórico: no haber vivido el nazismo ni la Segunda Guerra Mundial ni
la post guerra. Este vacío es más profundo en quienes no han vivido en algún
país europeo en los últimos 60 años. A un joven español si le preguntas por “la
guerra” entiende la guerra civil española, cuando la Segunda Guerra Mundial fue
muchísimo más importante y llenó de cadáveres campos y llanuras europeas. No
ignoran el nazismo, ni los campos de concentración nazis, ni el holocausto, ni
la división de Europa en los acuerdos de Yalta (1945) donde el astuto Stalin,
el dictador soviético, supo sacar la mejor parte, anexionándose los territorios
que luego sería “liberados” por los defensores de la libertad. No lo ignoran,
porque lo han leído y lo han visto en películas, y por eso les parece que hay
algo de ficción. No haber vivido este pedazo de historia coloca a muchos
españoles, portugueses y latinoamericanos en off-side ante la segunda mitad del
siglo XX y principios del siglo XXI, en Europa.
Segunda
Parte:
De las grandes revoluciones de la Edad
Contemporánea, la única revolución pacífica que no generó odio, ni venganzas,
ni violencia, fue la que tumbó el poder totalitario comunista. Esta revolución
se llevó a cabo sin el jacobinismo francés que derivó en El Terror de
Robespierre (1793-94) en la Revolución Francesa, y sin el asalto al Palacio de
Invierno de Rusia en la Revolución de Octubre de 1917 que derivó en el terror
de Stalin, con sus purgas y la subyugación de pueblos como Ucrania,
Checoslovaquia y Hungría, entre otros. Ahora vivimos la revolución islámica,
del Estado Islámico, que llena de cadáveres allá donde pisa.
El pacifismo de la revolución se
demuestra por el hecho de que todos los jefes de estado de los países
comunistas, salvo Rumanía, murieron de muerte natural. Así, el presidente de la
República Democrática Alemana, Erich Honnecker, se exilió y murió en Chile de
muerte natural. El dictador general Wojciech Jaruszelsky, polaco, ha fallecido en su país este año 2014 a los
90 años y nunca fue condenado por lo que hizo; lo mismo ocurrió en Hungría con
Janos Kadar; en Albania con Ramiz Alia (solo sufrió una condena de solo tres
años), en Bulgaria con Todor Zhivkov, que murió en su casa de Sofía a causa de
una neumonía; el gran perseguidor de los católicos, Gustav Husak de
Checoslovaquia, sucesor de Alexander Dubcek, que murió en Praga en 1991, a los
78 años convertido al catolicismo al final de su vida por mediación de su
hermana, y un largo etcétera. El propio Mijail Gorbachov, vive hoy en Rusia, y
fue el que quiso abrir una puerta a la democracia y esta terminó por
engullirlo.
En la Europa del Este hay dos salvedades
a la revolución pacífica: la de Rumanía, que no fue una revolución sino una
especie de golpe de Estado montado por los propios comunistas contra el
todopoderoso Nicolae Ceausescu (ejecutado junto a su esposa el día de Navidad
de 1989), y la de Yugoslavia, un “país” artificial compuesto por numerosas
etnias, lenguas y religiones, creado por las potencias vencedoras de la Primera
Guerra Mundial y que tras la dictadura comunista de Josip Broz Tito (1980) sus
sucesores no supieron o no pudieron mantener la compleja unidad y el país quedó
troceado: todavía hoy subsisten las heridas de las guerras entre los
territorios de la antigua Yugoslavia.
Son varios los historiadores que han
analizado desde distintos ángulos la caída del comunismo. Walesa dijo que un 50
por ciento se debe al desafío moral y religioso lanzado por el papa Juan Pablo
II, otro 25 por ciento al presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, y
otro 25 por ciento repartido entre Mijail Gorbachov y las luchas obreras de
Solidarnosc. El mismo Gorbachov atribuya una parte “esencial” a Juan Pablo II
la caída del comunismo (M Gorbachov, Memorias, 1985 y S. Aragonés Los papas,
Italia, el comunismo, 2012). Al Papa, hoy santo, lo quisieron asesinar en plena
plaza de San Pedro de Roma, el día 13 de mayo de 1981, fiesta de la Virgen de
Fátima. Se salvó el Papa de milagro y su convalecencia duró meses. El Papa
perdonó desde el primer momento –véase L’Osservatore Romano del 14 de mayo de
1981-- a quien atentó contra su vida, el terrorista turco Mehmet Ali Agca, a
quien visitó en la cárcel.
Fue la Virgen de Fátima, según la
tradición, la que predijo, que si el mundo rezaba, antes de acabar el siglo XX
caería el ateísmo de Rusia (el año de las apariciones de Fátima, 1917, tuvo
lugar la Revolución de Octubre en Rusia). Voclav Havel, un no creyente que
lideró la revolución en Checoslovaquia,
afirmó que la caída del comunismo fue “un milagro”. De hecho nadie creía
ni esperaba la caída del imperio más fuerte del mundo junto al de los Estados
Unidos. Solo Juan Pablo II sabía, o al menos así lo cuenta su biógrafo George
Weigel, que el imperio soviético tenía
los pies de barro, pues lo conocía desde dentro. Juan Pablo II contó (Memoria e
Identidad, 2005) que su mayor preocupación durante el proceso liberador de los
pueblos europeos bajo régimen comunista fue que no estallara otra guerra
mundial. Varios analistas de la época afirman que la Unión Soviética no quiso,
ni podía, hacer frente a la crisis polaca, por el desgaste moral, económico y
militar que le produjo la invasión de Afganistán.
Una anécdota personal para terminar.
Siendo corresponsal en Roma el 16 de octubre de 1978, y mientras los cardenales
estaban reunidos en Cónclave (que eligió al papa Wojtyla), me encontraba en la
plaza de San Pedro con el polaco Mons. Bogumil Levandowski y un grupo de cinco
personas mientras esperábamos la “fumata”. Hablábamos del futuro Papa aún
desconocido y Mons. Levandowski dijo: “En Polonia hemos rezado mucho para que
antes del año 2000 caiga la dictadura comunista”. Lo tomamos a broma pues
pensábamos –todo el mundo lo pensaba-- que el comunismo duraría muchos,
muchísimos años. Al poco rato salió elegido el nuevo Papa. Fue un papa polaco:
Karol Wojtyla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico